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IV
ОглавлениеEn el entreacto, el aire frío se filtró en el palco de Elena; la puerta se abrió y Anatolio entró inclinándose, para no molestar a nadie.
- Permítame que le presente a mi hermano - dijo Elena; y sus ojos inquietos fueron de Natacha a Anatolio.
Natacha, por encima de los hombros desnudos, alargo la linda cabeza hacia el joven oficial y sonrió.
Anatolio, que tan guapo estaba de lejos como de cerca, se sentó a su lado, diciéndole que hacía mucho tiempo que anhelaba aquel placer, desde el baile de Naristchkin, donde había tenido el inolvidable gozo de verla.
Con las mujeres, Kuraguin era mucho más inteligente y sencillo que con los hombres; hablaba atrevidamente y con simplicidad, y Natacha estaba agradablemente sorprendida de aquel hombre del que se contaban tantas cosas y que no tan sólo no tenía nada de terrible, sino que, al contrario, poseía la sonrisa más ingenua, más alegre y más dulce del mundo.
Kuraguin le preguntó la impresión que le había producido el espectáculo, y contó que en la representación anterior Semionovna se había caído mientras representaba.
- ¿Sabe usted, Condesa, que tendremos un baile de máscaras en nuestra casa? Debería usted venir. Se reunirán todos en casa de Kuraguin.
- Tiene usted que venir, de veras, se lo ruego-le dijo de pronto, hablándole como si se tratara de una antigua amistad.
Y al decir esto no apartaba los risueños ojos del cuello y de los brazos desnudos de Natacha. Ella estaba segura de que él la admiraba; estaba contenta, pero no sabía por qué su presencia demasiado próxima le era penosa. Cuando no la miraba a los ojos, se imaginaba que le miraba fijamente los hombros, y, a su pesar, interponía su mirada, porque prefería que la mirase a los ojos. Pero cuando la miraba a los ojos sentía con espanto que entre los dos no existía ningún obstáculo, ni aun la incomodidad que siempre sentía entre ella y los demás hombres. Natacha, sin darse cuenta, a los cinco minutos se sentía enteramente próxima a aquel hombre. Cuando se volvió temía que le cogiese el brazo desnudo o que la besase en el cuello. Hablaron de las cosas más simples y, no obstante, sentía que entre ellos existía una intimidad que no había tenido nunca con ningún hombre. Natacha se volvió hacia Elena y su padre para preguntarles qué significaba aquello; pero Elena estaba abstraída en una conversación con un general y no correspondió a su mirada, y la de su padre no le dijo más que lo que le decía siempre: «¿Estás contenta? ¿Sí? ¡Pues yo también!»
Para romper un momento el silencio angustioso, durante el cual Anatolio, con los ojos brillantes, la miraba tranquilamente y con obstinación, Natacha le preguntó si le gustaba Moscú. Lo preguntó y se puso colorada; siempre le parecía que cometía una inconveniencia hablando con él. Anatolio sonrió como si quisiera animarla.
- Al principio no me gustaba, porque lo que hace agradable una ciudad son las mujeres bonitas, ¿no le parece? Pero ahora Moscú me gusta mucho-dijo mirándola gravemente -. ¿Vendrá usted por Carnaval, Condesa? Venga-dijo alargando la mano al ramo de flores, y bajando la voz añadió -: Será usted la más linda. Venga, querida Condesa y, en prenda, deme esa flor.
Natacha no comprendió qué le decía ni él tampoco lo comprendía, pero ella adivinó en aquellas palabras incomprensibles una intención inconveniente. No sabía qué decir y se volvió como si no le hubiera entendido. Sentía que estaba muy cerca de ella. «¿Qué hace ahora? ¿Está confuso, enojado? ¿Habré de enmendar esta acción?», se preguntaba, y no pudo evitar volverse. Ella le miró de frente, a los ojos, y su proximidad, su aplomo, su ternura jovial, la vencieron. Ella también sonrió, mirándole francamente a los ojos. Y otra vez, con horror, sintió que entre él y ella no había ningún obstáculo. Algo la emocionaba y atormentaba, y aquel algo era Kuraguin, al que involuntariamente seguía con la mirada. Al salir del teatro, Kuraguin se les acercó, llamó su coche, les ayudó a subir y, al ayudar a Natacha, le oprimió el brazo por encima del codo. Natacha, agitada y colorada, le miró. Dos ojos brillantes y una sonrisa tierna se clavaban en ella.
Sólo al llegar a su casa pudo reflexionar Natacha claramente sobre todo lo que había pasado, y de pronto, mientras se preparaba a tomar el té de última hora, acordándose del príncipe Andrés, presa de horror, gritó en voz alta y delante de todos: «¡Oh!», y muy sofocada, huyó a su cuarto. «¡Dios mío! ¡Estoy perdida! ¿Cómo lo he podido permitir?», se decía. Durante mucho rato permaneció sentada, con la cara entre las manos, procurando rehacer con exactitud lo que había pasado, y no podía comprender lo que sintió. Todo le parecía sombrío, oscuro, terrible. Allí, en aquella sala inmensa, iluminada, al son de aquella música, unas niñas y unos viejos salían sobre unas tablas húmedas, y Elena lo miraba todo, descotada, con sonrisa tranquila y altiva, y todos habían gritado: «¡Bravo!» Allí, a la sombra de aquella Elena, todo era claro y simple, pero ahora, sola con ella misma, todo era incomprensible.«¿Qué es esto? ¿Qué significa este miedo que he pasado por él? ¿Qué quiere decir este remordimiento que ahora siento?», pensaba.
Sólo a la anciana Condesa, de noche, en la cama, hubiera podido explicar todo lo que pensaba. Sabía muy bien que Sonia, con sus principios severos y escrupulosos, no comprendería su confidencia y la aterrorizaría. Sola consigo misma, Natacha procuraba resolver lo que la atormentaba: «¿Estoy perdida para el amor del príncipe Andrés, sí o no?», se preguntaba, y con una sonrisa tranquila se respondía: «¡Qué tonta soy de preguntarlo! ¿Qué ha pasado? Nada; yo no he hecho nada, yo no he provocado a nadie. Nadie lo sabrá nunca ni lo veré nunca más. Está bien claro que no ha pasado nada, que no tengo ningún motivo de arrepentimiento, que el príncipe Andrés puede amarme “tal” como soy. Pero ¿qué quiere decir “tal”? ¡Ah Dios mío! ¿Por qué no puedo salir de ahí?»
Natacha se tranquilizó por unos momentos, pero otra vez su instinto le decía que aunque todo ello era verdad, que si bien no había pasado nada, la antigua pureza de su amor por el príncipe Andrés se había acabado, y otra vez rehacía toda la conversación con Kuraguin, se representaba la cara, los gestos, la sonrisa tierna de aquel apuesto mozo que atrevidamente le apretaba el brazo.