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VI
ОглавлениеPoco después de Navidad, Nicolás declaró a su madre el amor que sentía por Sonia y su deseo irreductible de casarse con ella. La Condesa, que hacía mucho tiempo se daba cuenta de lo que pasaba entre Sonia y Nicolás, y por tanto esperaba aquella declaración, escuchó en silencio las palabras de su hijo, le dijo que podía casarse con quien quisiera, pero que ni ella ni su padre bendecirían aquella unión.
Por primera vez Nicolás comprendió que su madre estaba descontenta de él y que a pesar de toda la ternura que le profesaba no se avendría nunca a dar su consentimiento. Fría, sin mirar a su hijo, mandó a buscar a su marido. Cuando el Conde entró, la Condesa, que se proponía explicarle la cuestión brevemente y con calma, en presencia de Nicolás, no se pudo contener: se puso a llorar de despecho y salió del cuarto. El anciano Conde empezó a exhortar a Nicolás, a rogarle que renunciara a su proyecto. Nicolás respondió que no podía retirar la palabra dada, y el padre, suspirando, muy confuso, interrumpió muy pronto las explicaciones y fue a reunirse con su esposa. Durante el tiempo que había discutido con su hijo sintió la convicción de que él había faltado y administrado mal sus bienes; por ello no podía enojarse contra su hijo, que se negaba a casarse con una mujer rica y prefería a Sonia sin dote. En aquella circunstancia recordaba más vivamente que nunca que si sus negocios no se encontraran en una tan lamentable situación, no podía desear para Nicolás una esposa mejor que Sonia, y que él solo, con Mitenka y con sus costumbres incorregibles, era el único culpable de la desastrosa situación de su fortuna.
Ni el padre ni la madre volvieron a hablar más de este casamiento a su hijo; pero al cabo de unos cuantos días la Condesa llamó a Sonia y con una crueldad que ni la una ni la otra podían esperar echó en cara a su sobrina el haber enamorado a su hijo, y su ingratitud. Sonia, con los ojos bajos, escuchaba aquellas palabras crueles de la Condesa y no comprendía qué se exigía de ella. Estaba siempre dispuesta a sacrificarse por sus bienhechores. Pero en aquel caso no podía comprender cómo y cuándo debía efectuarse el sacrificio. No podía dejar de amar a la Condesa y a toda la familia Rostov, pero tampoco podía dejar de amar a Nicolás ni ignorar que su felicidad dependía de aquel amor. Estaba silenciosa, triste y no respondía ni una palabra. Nicolás no pudo soportar más tiempo aquella situación y fue a explicarse con su madre. Tan pronto le suplicaba que le perdonase a él y a Sonia, como que consintiera aquel casamiento, como amenazaba a su madre con casarse seguidamente, en secreto, si tanto le contrariaban.
La condesa, con una frialdad que su hijo no le había conocido nunca, le respondía que ya era mayor de edad y que podía casarse sin el consentimiento de sus padres, pero que ella nunca reconocería a aquella «intrigante» como a hija suya.
Furioso por la palabra «intrigante», Nicolás levantó la voz y dijo a su madre que no había pensado nunca que quisiera obligarle a vender su afecto y que, si realmente era así, se marcharía para no volver más… Pero no tuvo tiempo de pronunciar esta palabra decisiva, que su madre, a juzgar por la expresión de su rostro, esperaba con terror, y que tal vez quedaría para siempre entre ellos dos como un penoso recuerdo; no había tenido tiempo de pronunciar aquellas palabras, ya que Natacha, pálida y grave, entró en la sala por la puerta tras la cual había escuchado la conversación.
- ¡Nikolenka! No digas tonterías, calla. ¡Te digo que calles…! - gritó casi ahogando su voz -. Mamá querida, no es precisamente eso, pobre mamá - dijo dirigiéndose a su madre, que, sintiéndose al borde mismo de la separación definitiva, miraba a su hijo con espanto, pero que por testarudez y por la excitación de la lucha no podía ni quería ceder -. Nicolás, ya te lo explicaré; ahora vete. Escúchame, mamá.
Sus palabras no tenían ningún sentido, pero dieron el resultado que ella esperaba.
La Condesa, sollozando, ocultó el rostro en el pecho de su hija. Nicolás se levantó y salió de la sala con las manos en la cabeza.
Natacha se encargó de la reconciliación y la llevó hasta el extremo de que Nicolás recibió de su madre la promesa de que Sonia no sería perseguida y él prometió no hacer nada a escondidas de sus padres.
Con la firme intención de volver y de casarse con Sonia después de haber arreglado sus asuntos en el regimiento y conseguido el retiro, Nicolás, triste y serio, en desacuerdo con sus padres, pero apasionadamente enamorado, según él creía, marchó al regimiento a principios de enero.
Después de la marcha de Nicolás, la casa de los Rostov quedó más triste que nunca. La Condesa, a consecuencia de aquellos disgustos, cayó enferma.
Sonia estaba muy triste por la marcha de Nicolás, pero aún lo estaba más por la actitud hostil que la Condesa no podía dejar de demostrarle. El Conde estaba más preocupado que nunca por la mala situación de sus negocios, que exigían medidas radicales. Era preciso vender la casa de Moscú y las haciendas cerca de la ciudad, y para la venta era preciso ir allá, pero la salud de la Condesa retrasaba el viaje.
Natacha, que al principio soportaba bien y hasta alegremente la separación con su prometido, le echaba luego mucho de menos y sentíase impaciente. El pensar que el mejor tiempo de su vida, aquel que podía dedicar a amarle, pasaba inútilmente para todos, era un tormento continuo para ella. La mayoría de sus cartas la disgustaban. Le era difícil pensar que mientras ella vivía sólo pensando en él, él vivía una vida propia, veía países nuevos, conocía personas diferentes que le interesaban. Cuanto más interesantes eran sus cartas, más despechada se sentía, y las cartas que ella le escribía no le causaban ningún consuelo, antes las tomaba como un deber enojoso y falso.
No le gustaba escribir porque no podía comprender la posibilidad de expresar francamente en una carta la milésima parte de lo que ella estaba habituada a expresar con la voz, la mirada, con la sonrisa. Le escribía cartas secas, clásicamente monótonas, a las que ni ella misma daba importancia y de las cuales la Condesa le corregía las faltas de ortografía en los borradores.
La salud de la Condesa no mejoraba, pero, por otra parte, era imposible retardar más el viaje a Moscú. Era preciso vender la casa, hacer el ajuar e ir a esperar a Andrés en Moscú, donde aquel invierno vivía el príncipe Nicolás Andreievitch, y Natacha tenía el convencimiento de que Andrés ya había llegado.
La Condesa se quedó en el campo y el Conde, con Sonia y Natacha, marchó a Moscú a últimos de enero.