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OCTAVA PARTE I

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Al empezar el invierno, el príncipe Nicolás Andreievitch Bolkonski y su hija llegaron a Moscú. Por su historia, su talento y su originalidad - y principalmente a causa del actual descenso de entusiasmo por el reinado del emperador Alejandro y de la corriente de opinión francófoba y patriótica que entonces existía en Moscú -, el príncipe Nicolás Andreievitch se convirtió enseguida en objeto de un respeto particular por parte de los moscovitas y el centro de oposición de Moscú.

El Príncipe había envejecido mucho aquel año. Los indicios irrecusables de la vejez eran bien manifiestos en él: somnolencias intempestivas, olvido de acontecimientos inmediatos y memoria de acontecimientos antiguos.

Ultimamente, la vida se había hecho muy penosa para la princesa María. En Moscú se veía privada de sus mayores alegrías: las conversaciones con gente devota y la soledad reconfortante de Lisia-Gori, y no encontraba ninguna compensación en las alegrías de la capital. No frecuentaba el mundo; todos sabían que su padre no la dejaba salir sin él, y él mismo no podía salir por culpa de la salud y por ello no la invitaban ni a las reuniones y veladas ni a las cenas. La princesa María había abandonado la esperanza de casarse: veía con qué frialdad y con qué mal humor el príncipe Nicolás Andreievitch recibía y alejaba a los jóvenes que podían resultar pretendientes y que a veces iban a su casa. La vuelta del príncipe Andrés y el momento de su matrimonio se acercaban, y la misión de preparar a su padre no solamente no la había cumplido, sino que, al contrario, la cosa parecía totalmente confusa: recordar al anciano Príncipe la existencia de la condesa Rostov era exasperarle, tanto más cuanto que aun sin eso el mal humor casi nunca le abandonaba.

A últimos de enero, el conde Ilia Andreievitch llegó a Moscú con Sonia y Natacha. La Condesa, que estaba enferma, no había podido acompañarlos, y había sido imposible esperar su total restablecimiento. El príncipe Andrés era esperado en Moscú de un día a otro; era preciso hacer el ajuar, vender la casa de las cercanías de Moscú, y debía aprovecharse la estancia del anciano Príncipe en la ciudad para presentarle su futura nuera. La casa de los Rostov en Moscú no estaba en condiciones, venían por poco tiempo y la Condesa no les acompañaba; por todas estas razones, el Conde decidió quedarse en casa de María Dmitrievna Akhrosimovna, que en muchas ocasiones había ofrecido hospitalidad al Conde.

Dos días después de su llegada, y por consejo de María Dmitrievna, el conde Ilia Andreievitch fue con Natacha a casa del príncipe Nicolás Andreievitch. El Conde no estaba muy alegre al pensar que debía hacer esta visita. El Principe le daba miedo. La última entrevista que había tenido con él, cuando el alistamiento, durante el cual, en respuesta a su invitación a comer, había recibido una severa represión por no haber proporcionado bastantes hombres, la tenía clavada en la memoria. Natacha, que se había puesto su mejor traje, estaba, por el contrario, de muy buen humor. «No es posible que no me quieran; todo el mundo me ha querido siempre y yo estoy dispuesta a quererlos, porque él es su padre y ella su hermana; no tendrán ningún motivo para no quererme», pensaba Natacha.

Llegaron a la vieja casa sombría de Vozdvijenka y entraron en el vestíbulo.

- ¡Que Dios nos ayude! - exclamó el padre, mitad de veras, mitad de broma. Natacha, sin embargo, observó que su padre se atribulaba al entrar en el vestíbulo y preguntaba tímidamente, en voz baja, si el Príncipe y la Princesa estaban en casa. Cuando se supo su llegada se produjo un cierto barullo entre los criados del Príncipe: el criado que había ido a anunciarlos era detenido por otro criado, y ambos hablaban en voz baja.

Una camarera corrió a la sala muy apresurada y dijo algo referente a la Princesa. Finalmente apareció un criado viejo; con cara severa informó a Rostov que el Principe no podía recibirlo, pero que la Princesa les rogaba que pasaran a sus habitaciones. La primera que salió a recibirlos fue la señorita Bourienne. Saludó a padre e hija con una cortesía particular y los acompañó adonde estaba la Princesa, que, con el rostro descompuesto, cubierta de manchas rojas, salió con paso tardo a recibir a los visitantes haciendo todo lo posible para aparentar aplomo y vivacidad. Natacha, al primer golpe de vista, no agradó a María. La encontraba demasiado bien vestida y le parecía frívola, alegre y vanidosa. La princesa María no se daba cuenta de que antes de conocer a su futura cuñada ya sentía una prevención involuntaria por su belleza y celos por el amor de su hermano. A más de esta antipatía invencible, en aquel momento la princesa María estaba aún emocionada porque, al tener noticia de la visita de los Rostov, el anciano Príncipe había dicho que no los necesitaba para nada, que la Princesa los podía recibir, si quería, pero que prohibía que los hicieran entrar en sus habitaciones. La Princesa se había decidido a recibirlos, pero sufría temiendo que el viejo Príncipe hiciera alguna de las suyas, ya que la llegada de los Rostov le había conmovido mucho.

- Estimada Princesa, ya lo veis, os traigo una cantatriz - dijo el Conde saludando y mirando a su alrededor como si temiera que el Príncipe entrase -. Estoy contentísimo de que tengamos ocasión de conocernos… Siento que el Príncipe continúe tan delicado.

Y después de pronunciar algunas frases triviales se levantó.

-Si me lo permitís, Princesa, os dejaré a Natacha unos momentos. He de ir a dos pasos de aquí, a la plaza de los Perros, a casa de Ana Semionovna, y después pasaré a buscarla.

Ilia Andreievitch había inventado aquella estratagema diplomática para dar tiempo a la futura cuñada de su hija de explicarse con ella (después lo confesó a Natacha), y también para evitar la posibilidad de encontrarse con el Príncipe, al que temía de un modo extraordinario. No lo dijo a su hija, pero Natacha se dio cuenta del miedo y de la inquietud de su padre y se sintió ofendida. Se avergonzaba por su padre, se enojaba más aún por haberse puesto encarnada y, con mirada atrevida, provocadora, como para demostrar que ella no tenía miedo, miró a su futura cuñada. María agradeció la visita al Conde, le rogó que no tuviera prisa por volver e Ilia Andreievitch salió.

La señorita Bourienne no se iba, a pesar de las miradas significativas que le dirigía la Princesa, que quería encontrarse a solas con Natacha, y seguía imperturbable la conversación sobre la vida mundana de Moscú y los teatros. Natacha estaba ofendida por el barullo que se había producido en la antecámara, por el azoramiento de su padre y el tono forzado de la Princesa, que parecía hacerle un favor al recibirla, y por ello todo le era desagradable. La princesa María no le gustaba; la encontraba fea, afectada y seca. De súbito, Natacha se alzó moralmente y a pesar suyo tomó un tono negligente que la distanció aún más de la princesa María. A los cinco minutos de conversación penosa, forzada, se oyeron los pasos rápidos de unas pantuflas que se acercaban. El rostro de la princesa María expresó el espanto. La puerta de la sala se abrió y el Príncipe entró; iba con gorro de dormir blanco y bata.

- ¡Ah, señoras! - dijo -. La señora Condesa, la condesa Rostov, si no me equivoco. Os pido perdón, excusadme, porque no lo sabía, señorita. Os aseguro que no sabía que os hubierais dignado hacernos el honor de una visita. ¡He venido al cuarto de mi hija con esta indumentaria! Os ruego que me excuséis; os aseguro que no lo sabía - repitió falsamente, recalcando las palabras en un tono tan desagradable que la princesa María, con los ojos bajos, no se atrevía a mirar ni a su padre ni a Natacha. Ésta se levantó y volvió a sentarse sin saber lo que tenía que hacer.

Sólo la señorita Bourienne sonreía agradablemente.

- Os ruego que me excuséis. ¡Dios sabe que lo ignoraba!-murmuró de nuevo el viejo, y, examinando a Natacha de pies a cabeza, salió.

La señorita Bourienne fue la primera en serenarse después de aquella aparición y entabló conversación sobre la enfermedad del Príncipe.

Natacha y la princesa María se miraban en silencio, y mirándose así, sin decir lo que querían decirse, se juzgaban la una a la otra. Cuando el Conde volvió, Natacha, con visible descortesía, se mostró muy satisfecha y se apresuró a marcharse.

En aquel momento casi aborrecía a aquella vieja y seca Princesa que la había puesto en aquella situación tan desagradable y había dejado pasar media hora sin decirle nada del príncipe Andrés. «No había de ser yo precisamente la primera en hablar de él ante aquella francesa», pensaba Natacha. Pero la princesa María también se decía lo mismo: sabía que había de decírselo, pero no podía, primero porque la presencia de la señorita Bourienne se lo privaba, y después porque, aún no existiendo ninguna razón particular, le era penoso hablar de aquel casamiento. Cuando el Conde hubo salido de la estancia, la princesa Maria se acercó rápidamente a Natacha, le tomó la mano y suspirando penosamente dijo: «Espérese…, yo… » Natacha, con un aire burlón que ni ella misma sabía explicarse, miró a la princesa María.

- Querida Natacha, ya sabéis que estoy muy contenta de que mi hermano haya encontrado la felicidad…

La princesa María se detuvo, porque no decía verdad. Natacha observó aquella vacilación y comprendió la causa.

- Creo, Princesa, que no es muy cómodo hablar de eso en este momento - dijo Natacha con una dignidad y una frialdad extraordinarias, y las lágrimas le apagaron la voz.

«¿Qué he dicho? ¿Qué he hecho? », pensó así que hubo Salido de la estancia.

Aquel día, Natacha se hizo esperar mucho a comer. Sentada en su dormitorio, lloraba como una niña y se sonaba ruidosamente. Sonia estaba a su lado y le besaba el pelo.

- Natacha, ¿qué tienes? Pero ¿qué importa todo eso? Ya pasará, Natacha - le decía Sonia.

- No, si supieras cómo hiere…

- No digas eso, Natacha, tú no tienes ninguna culpa. ¿Qué te importa? Abrázame.

Natacha levantó la cabeza, abrazó y besó a su amiga en los labios y descansó su rostro húmedo en el de Sonia.

- Ya lo sé que nadie tiene la culpa. La tengo yo. Pero todo eso hace mucho daño. ¡Ah!, ¿por qué no viene? - decía Natacha.

Cuando bajó a comer tenía los ojos enrojecidos. María Dmitrievna, que sabía cómo había recibido el Príncipe a los Rostov, daba a entender que no se daba cuenta de la tristeza de Natacha, y durante la comida bromeó con mucha animación con el Conde y los demás visitantes.

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