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IV

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Llegó Navidad, y, aparte de la misa solemne, de las felicitaciones solemnes y enojosas de los vecinos y de los domésticos, de los vestidos y los abrigos nuevos, no hubo nada de particular.

Con un frío sin viento y un sol claro y resplandeciente durante el día, uno sentía la necesidad de celebrar la fiesta de una manera u otra.

El tercer día, después de comer, todos los familiares se dispersaron por la casa. Era el momento más enojoso de la jornada. Nicolás, que por la mañana había ido a casa de los vecinos, se quedó dormido en el diván. El viejo Conde descansaba en su gabinete. Sonia estaba sentada a la mesa redonda del salón y calcaba un dibujo. La condesa hacía un solitario. Natacha entró en el salón y se acercó a Sonia, mirando lo que hacía; después se acercó a su madre y, en silencio, quedóse quieta.

- ¿Qué te pasa, que vas de un lado a otro como un alma en pena? - le preguntó su madre.

- ¡Le necesito…, le necesito enseguida! - dijo Natacha muy seria, los ojos relucientes.

La Condesa levantó la cabeza y miró fijamente a su hija.

- No me mires, mamá, no me mires, porque lloraré.

- Ven aquí; siéntate a mi lado - dijo la Condesa.

- Mamá, le necesito. ¡Me aburro tanto! ¿Por qué será?

La voz se le ahogó en la garganta; las lágrimas asomaron a sus ojos. Para ocultarlas, se volvió rápidamente y salió del salón.

Los criados, disfrazados de osos, de turcos, de taberneros, de grandes damas, terribles y extraños, llevaban consigo el frío y la alegría; primero estrechamente amontonados en la antesala, luego, escondiéndose uno tras otro, aparecieron en el salón y con timidez, luego más alegres, poco a poco empezaron sus canciones, sus bailes, sus rondas y los juegos de Nochebuena.

La Condesa reconocía las caras, se reía de los disfraces; después pasó a la sala. El Conde, con su sonrisa en el rostro, se quedó en el salón, aprobando a los bromistas. Los jóvenes habían desaparecido.

Al cabo de media hora entraron otras máscaras: una vieja dama con paniers era Nicolás; una turca, Petia; un clown, Dimmler; un húsar, Natacha; un circasiano, Sonia, con un bigote y unas cejas pintadas con corcho quemado.

Después de la alegre sorpresa, la broma de no reconocer a los disfrazados y los elogios de los presentes, los jóvenes se creyeron tan bien ataviados que sintieron el deseo de mostrarse ante alguien más. Nicolás, que quería pasear a todo el mundo en su troika por el magnífico camino, propuso llevarse diez criados disfrazados e ir a casa del tío.

- No, le daríais demasiado la lata - dijo la Condesa -, y en su casa no hay sitio para tanta gente. Si queréis ir a casa de alguien, id a casa de los Melukhov.

La señora Melukhov era una viuda que tenía dos hijos de edad distinta, que también tenían preceptores e institutrices. Vivían a cuatro verstas de los Rostov.

- Creo que tiene razón - dijo el anciano Conde sacudiéndose -. Bueno, me visto en un momento e iré con vosotros. Ya veréis qué algazara.

Pero la Condesa no le dejó salir, pues hacía días que tenía dolor en la pierna. Se decidió que Ilia Andreievitch no podía salir, pero que si Luisa Ivanovna y la señora Chausse querían acompañarlos, las señoritas podrían ir a casa de los Melukhov. Sonia, siempre tímida, suplicó con insistencia a Luisa Ivanovna que accediera. Sonia era la mejor ataviada. El bigote y las cejas le sentaban muy bien; todos decían que estaba preciosa y ella se encontraba de un humor inmejorable, animada, enérgica. Una voz interior le decía que su suerte había de decidirse aquel día o nunca; vestida de hombre parecía otra persona. Luisa Ivanovna consintió al fin y, al cabo de media hora, cuatro troikas con campanillas se acercaban al portal con los patines crujiendo sobre la nieve helada.

Natacha dio antes que los demás el tono de la alegría de aquel día de Navidad, y aquella alegría, pasando del uno al otro, crecía y crecía y llegó al máximo en el momento en que el grupo salió de la casa y, hablando, riendo y gritando, se instalaron en los trineos.

Había dos troikas del servicio; la tercera era la del Conde, con un caballo muy trotador; la cuarta era la de Nicolás, con su pequeño caballo negro, de piel áspera, en el centro. Nicolás, que se había puesto la capa de húsar encima del vestido de señora anciana, estaba de pie en el centro del trineo y guiaba.

Hacía una noche tan clara que veíase brillar el resplandor de la luna en las herraduras de los caballos y en los ojos de los que pasaban, que miraban asustados a los pasajeros; éstos metieron mucha bulla bajo los arcos del portal.

Natacha, Sonia, la señora Chausse y dos criadas se instalaron en el trineo de Nicolás; en el del Conde, su mujer y Petia; en los demás, los criados disfrazados.

- ¡Adelante, Zakhar! - gritó Nicolás al cochero de su padre, para darse el gusto de adelantarlo en el camino.

La troika del Conde hacía crujir los patines como si se agarrara a la nieve y avanzó con la música de las campanillas. Los caballos de los lados se estrechaban contra las varas y esparcían la nieve. Nicolás siguió a la primera troika; detrás crujían las otras. Arrancaron al trote corto por un camino estrecho. Mientras pasaban por delante del jardín, las sombras de los árboles desnudos cubrían la pista y tapaban la clara luz de la luna. Pero en cuanto salieron de la finca, la llanura nevada, iluminada por la luna, brillante como el diamante, de tono azulado, inmóvil, se abrió de ancho en ancho. Uno, dos; el trineo de delante recibió un trompazo que se transmitió al segundo trineo, y, rompiendo con audacia la calma profunda, los trineos se colocaron en fila.

- ¡Rastro de liebres! ¡Hay muchos agujeros! - resonó en el aire helado la voz de Natacha.

- ¡Qué claro se ve, Nicolás! - exclamó Sonia.

Nicolás se volvió y se inclinó para ver más de cerca el rostro de Sonia. Un rostro nuevo, atrayente, con cejas espesas y bigote negro, emergía de la cebellina al claro de luna y le miraba.

«En otro tiempo era Sonia», pensó Nicolás.

La miró más de cerca y sonrió.

- ¿Qué quieres, Nicolás?

- Nada.

Y se volvió hacia los caballos.

Cuando se encontraron en la gran pista, donde el claro de luna permitía ver los rastros de los trineos, los caballos, sin que nadie les obligase, tendieron las riendas y aceleraron el paso. El caballo de la izquierda, al volver la cabeza, estiraba las riendas; el de en medio se mecía, levantando las orejas como si preguntara: «¿Debemos empezar o debemos esperar todavía un poco?» Delante, distanciada, se veía sobre la blanca nieve la troika negra de Zakhar, que hacía repicar las pesadas campanillas; desde su trineo se oían las exclamaciones animadas, las risas y las voces de las máscaras.

- ¡Eh! ¡Compañeros! - gritó Nicolás. Estiró las riendas de un lado e hizo un movimiento con la mano armada con un látigo.

Sólo por el viento que levantaban al pasar y por lo tensos que marchaban los caballos se podía observar con qué rapidez volaba la troika.

Nicolás se volvió. Con las risas y los gritos, restallando el látigo, se obligaba a los caballos de las demás troikas a galopar. El caballo del centro se mecía gallardamente bajo su arco y prometía correr más aún si se lo exigían.

Nicolás alcanzó a la primera troika. Emprendieron una bajada y se hallaron en la pista ancha y lisa, en un campo, cerca del río.«¿Por dónde pasamos? - pensó Nicolás -. Seguramente por el prado. Pero esto es nuevo, no recuerdo haberlo visto nunca. Esto no es ni el prado de Kossoi ni el monte Diomkino. ¡Dios sabe lo que es! Esto es algo nuevo y mágico. ¡Bien, es igual!» Y gritando al caballo, alcanzó y pasó a la primera troika.

Zakhar retenía los caballos y volvía la cara, cubierta de hielo hasta las cejas.

Nicolás lanzó los caballos a rienda suelta. Zakhar alargó los brazos, chascó la lengua y puso los suyos al galope.

- Tenga cuidado, señor - pronunció Zakhar.

Las dos troikas volaban una al lado de la otra y las patas de los caballos se cruzaban cada vez más a menudo.

Nicolás adelantaba. Zakhar, sin cambiar de posición, con las manos hacia delante, levantó un brazo con las riendas.

- Te equivocas, señor - gritó a Nicolás.

Nicolás dejaba galopar a los caballos y adelantaba a Zakhar. Los caballos echaban una nube de nieve seca al rostro de los viajeros. Por todos lados se oían gritos de mujeres y el crujir de los trineos sobre la nieve.

Nicolás paró de nuevo los caballos y observó a su alrededor. La misma llanura mágica salpicada de estrellas, bañada con la luz de la luna, se extendía ante su vista. «Zakhar me dice que vaya por la izquierda, pero ¿por qué? - pensó Nicolás-. ¿Vamos a casa de los Melukhov o al pueblecito de Melukhova? Dios sabe dónde vamos. ¡Esto es extraño y delicioso!», y miró el trineo.

-Mira qué blancos están el bigote y las cejas de esta personita - dijo una de las personas sentadas en el trineo, señalando a Natacha -. Es extraña, bonita, con un fino bigote y espesas cejas.

«Me parece que es Natacha - díjose Nicolás - y aquélla la señora Chausse, ¿quién sabe? ¡Y el circasiano con bigote no sé quién es, pero me gusta!»

-¿Tenéis frío?-Preguntó.

- Sí, sí - contestaron unas voces riendo.

«He aquí un bosque mágico, con sombras negras, movibles y brillantes, con un tramo de peldaños de mármol y de cobertizos plateados, palacio de hadas y un agudo grito de animal. Sí, en efecto, esto es Melukhova. Aún será más extraño que, yendo a la ventura, llegásemos a Melukhova», pensó Nicolás.

Y, efectivamente, era Melukhova y aparecieron en el portal criados y mozos con rostros risueños, llevando bujías encendidas en la mano.

- ¿Quién sois? - preguntaron los del portal.

- ¡Las máscaras de casa del Conde! Ya las reconozco por los caballos - replicó una voz.

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