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III

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El conde Ilia Andreievitch había renunciado al cargo de mariscal de la nobleza, porque ello implicaba muchos gastos, pero, a pesar de esto, sus negocios no se solucionaban. A menudo, Natacha y Nicolás sorprendían las conversaciones misteriosas e inquietantes de sus padres; oían habladurías sobre la venta de la rica casa patriarcal y la propiedad cercana a Moscú.

El Conde se hallaba preso entre sus asuntos como en una red inmensa, y procuraba no darse cuenta de que a cada paso se enredaba más y más; no tenía fuerzas para cortar las redes que lo envolvían ni paciencia para deshacerse de ellas con prudencia.

La Condesa, con su corazón amoroso, se daba cuenta de que sus hijos se arruinaban, que el Conde no tenía la culpa, que no podía cambiar, que él sufría demasiado, aunque lo disimulara, con su ruina y la de sus hijos, y ella buscaba el modo de solucionarlo. Su talento de mujer sólo veía un camino: el matrimonio de Nicolás con una rica heredera. Comprendía que era la última esperanza y que, si rechazaba el partido que ella le preparaba, habría que despedirse para siempre de la posibilidad de reparar la situación. Aquel partido era Julia Kuraguin, la hija de unos padres buenos y virtuosos, a la que Rostov conocía de niña y que desde la muerte del último hermano que le quedaba había pasado a ser una de las más ricas herederas.

La Condesa escribió directamente a la señora Kuraguin a Moscú, proponiendo casar a su hijo con su hija, y recibió una contestación favorable. La señora Kuraguin contestó que, por su parte, consentía, pero que todo dependía de su hija. La señora Kuraguin invitaba a Nicolás a pasar algunos días en Moscú.

Muchas veces, la Condesa, con lágrimas en los ojos, decía a su hijo que su único deseo, ahora que ya podía considerarse tranquila con respecto a sus dos hijas, era verle casado. Decía que después podría morir tranquila. Luego daba a entender que había pensado en una muchacha encantadora y procuraba adivinar la opinión de su hijo con respecto al matrimonio.

Otras veces elogiaba a Julia y aconsejaba a Nicolás que fuese a divertirse a Moscú durante las fiestas. Nicolás adivinaba el fin de las conversaciones de su madre, y un día la hizo hablar claramente. Ella le confesó que la única esperanza de salvar la situación era su matrimonio con la señorita Kuraguin.

- Y si me enamorara de una muchacha sin fortuna, ¿me exigirías que sacrificara mi amor y mi honor al dinero? - le preguntó, sin comprender la crueldad de la pregunta, queriendo solamente demostrar su nobleza de sentimientos.

- No, no me comprendes - dijo la madre, no sabiendo cómo justificarse -. No me has comprendido, Nicolás. Yo quiero tu felicidad - añadió y, comprendiendo que no decía la verdad y se embrollaba, rompió a llorar.

- No llores, mamá; dime sólo que lo deseas y daré mi vida, todo, con tal que estés tranquila. Lo sacrificaré todo por ti, hasta mi corazón.

Pero la Condesa no quería plantear la cuestión de aquel modo. No quería sacrificar a su hijo; ella sí hubiese querido sacrificarse por él.

- No; no me has comprendido; no hablemos más - dijo, secándose las lágrimas.

«Sí, pero si yo amo a una muchacha pobre - se dijo Nicolás -, he de sacrificar, pues, mi corazón y mi felicidad al dinero. Me parece increíble que mamá me haya dicho esto. Así, pues, porque Sonia es pobre, ¿no puedo quererla, no puedo corresponder a su amor fiel y abnegado? Seguro que seré más feliz con ella que con una muñeca como Julia. Puedo sacrificar mi corazón en bien de mis padres, pero no puedo imponerme a mis sentimientos. Si amo a Sonia, mi amor es más fuerte y está por encima de todo.»

No fue a Moscú; la Condesa no volvió a hablarle del matrimonio y, con tristeza y a veces con cólera, observaba un acercamiento cada vez más acentuado entre su hijo y Sonia, que no tenía dote. Le dolía, pero no podía evitar demostrar su disgusto a Sonia, riñéndola a menudo sin motivo, tratándola de «usted» y llamándola «querida». Lo que más disgustaba a la buena Condesa era, precisamente, que Sonia, aquella sobrina pobre de ojos negros, fuera tan dulce, tan buena, tan fiel, tan agradecida a sus bienhechores, tan constante en el amor a Nicolás, que fuese imposible reprocharle nada.

Nicolás terminaba su permiso. Se había recibido una carta del príncipe Andrés, desde Roma, en la que decía que habría ya regresado a Rusia si, de pronto, a consecuencia del clima cálido, no se le hubiera abierto la herida. Esto le obligaba a retardar su regreso hasta la entrada de año.

Natacha estaba también enamorada de su prometido, también estaba confiada en este amor y también se sentía accesible a las alegrías de la vida. Pero, al cabo de cuatro meses de separación, pasaba largas temporadas de tristeza que no podía dominar.

Se consideraba digna de lástima; le dolía aquel tiempo perdido para ella, precisamente cuando se sentía tan dispuesta a amar y a ser amada.

En casa de los Rostov no había mucha alegría.

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