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Ultimamente Anatolio vivía en casa de Dolokhov. El plan del rapto de la señorita Rostov había sido ideado y preparado por Dolokhov, y el día que Sonia escuchaba detrás de la puerta de Natacha y decidió salvarla el plan debía ser ejecutado. Natacha había prometido a Kuraguin que se reuniría con él a las diez de la noche, por la escalera de servicio. Kuraguin la había de recoger en una troika que los esperaría y los conduciría el pueblecito de Kamenka, a sesenta verstas de Moscú; allí; un pope destituido los casaría.

Desde Kamenka, un coche los conduciría a la carretera de Varsovia, y de allí, en coche de posta, huirían al extranjero. Anatolio tenía el pasaporte, el billete de ruta, diez mil rublos tomados a su hermana y otros diez mil que le habían prestado por mediación de Dolokhov.

Dos testigos, Khvostikov, antiguo funcionario que Dolokhov hacía servir de gancho en el juego, y Makarin, húsar retirado, hombre ingenuo y débil, que sentía una amistad sin límites por Kuraguin, estaban sentados en la sala de espera tomando el té.

En su espacioso despacho, adornado de arriba abajo con tapices persas, pieles de oso y armas, Dolokhov, en traje de viaje y botas altas, estaba sentado en su escritorio abierto en el que tenía cuentas y los paquetes de billetes de Banco. Anatolio, con el uniforme desabrochado, iba de la sala donde estaban los testigos al despacho y a la sala de atrás, donde su criado francés, con otros sirvientes, preparaban la última maleta. Dolokhov contaba el dinero y tomaba nota.

Dolokhov encerró el dinero en el cajón, llamó a un criado para que preparara la comida y bebida para el camino y luego entró en la sala donde le esperaban sentados Khvostikov y Makarin.

Anatolio se había tendido en un diván con las manos bajo la cabeza; sonreía pensativamente y sus labios murmuraban palabras tiernas.

- ¡Vamos, come algo! - exclamó Dolokhov desde la otra habitación.

- No tengo hambre - replicó Anatolio sin perder su sonrisa.

-Mira, Balaga ya está aquí.

Anatolio se levantó y entró en el comedor.

Balaga era un cochero de troika muy conocido, que guiaba muy bien. Dolokhov y Anatolio se servían muy a menudo de su troika. Muchas veces, cuando el regimiento de Anatolio estaba en Tver, se lo llevaba de Tver al anochecer, a la madrugada llegaban a Moscú y el día siguiente estaba de regreso. Muchas veces había salvado a Dolokhov de la persecución. Muy a menudo, en la ciudad, los había paseado con bohemias y damitas, como decía Balaga. Muchas veces, conduciéndolos a Moscú, había atropellado a gente del pueblo y a cocheros, y siempre había podido escaparse. Con ellos había reventado muchos caballos. Muchas veces se había peleado por ellos; muy a menudo le habían emborrachado de champaña y de madera, vino que le gustaba extraordinariamente, y él sabía muchas aventuras, cada una de las cuales merecía un descanso en Siberia. En sus orgías invitaban muy a menudo a Balaga, le hacían beber y bailar en casa de los cíngaros y por sus manos pasaban muchos millares de rublos. Sirviéndolos, exponía la vida veinte veces al año, y por ellos había matado más caballos que dinero le habían dado. Pero les quería. Le gustaban aquellas carreras locas de dieciocho verstas por hora; le gustaba volcar cocheros y aplastar viandantes y recorrer a galope tendido las calles de Moscú. Le gustaba oír a sus espaldas: «¡Corre más! ¡Corre más!» cuando ya le era imposible alargar más el galope. Le gustaba medir con un latigazo las espaldas de un campesino que sin aquella advertencia también se habría apartado. «¡Qué grandes señores!», pensaba el pobre hombre.

Anatolio y Dolokhov querían a Balaga por el conocimiento artístico que tenía del oficio y porque a ellos también les gustaban las mismas cosas.

Era un campesino de veintisiete años, rubio, de cara colorada y triste, el cuello encarnado, fuerte, rechoncho, nariz arremangada, ojos pequeños, brillantes, y perilla. Usaba un caftán de paño azul forrado de seda, que siempre se ponía encima de la zamarra.

Se persignó, de cara a un rincón, y se acercó a Dolokhov, tendiéndole su pequeña mano morena.

- ¡Buenos días, Excelencia! - dijo a Kuraguin, que entró y le estrechó la mano.

- Balaga, ¿me quieres o no me quieres? ¡Es lo que te pregunto!-dijo Anatolio pasándole la mano por la espalda -. Si me quieres me has de prestar un servicio. ¿Qué caballos has traído?

-Los que me habéis ordenado; los que consideráis mejores-dijo Balaga.

- Pues escucha; reviéntalos, pero has de llegar allí a las tres. ¿Lo oyes?

- Eso depende de como esté el camino, realmente. Pero ¿por qué no hemos de poder llegar? Hemos ido a Tver en siete horas. ¿No lo recordáis, Excelencia?

- Una vez, por Navidad, salí de Tver - dijo Anatolio dirigiendo una sonrisa a Makarin, que con ojos admirados contemplaba a Kuraguin enternecido -, ¿y me creerás, Makarin, que no podíamos respirar de tanto como corríamos? Encontramos un convoy y saltamos por encima de los carros, ¿recuerdas?

- ¡Qué caballos! - continuó Balaga -. Había enganchado a los costados unos caballos jóvenes - y dirigiéndose a Dolokhov -: ¿Lo creeréis, Fedor Ivanitch? Las bestias corrieron sin pararse sesenta verstas seguidas; no podía contenerlas; las manos se me habían hinchado. Helaba y había soltado las riendas. ¿Recordáis, Excelencia? Dejé marchar así el trineo. Entonces no solamente no era necesario pegarles, sino que no se les podía retener. En tres horas hicimos el viaje. Parecía que los diablos nos llevaran. Sólo reventó el de la izquierda.

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