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XVI

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Aquella misma noche, Pedro fue a casa de los Rostov a cumplir su cometido. Natacha estaba en la cama, el Conde en el círculo. Pedro entregó las cartas a Sonia, después entró a ver a María Dmitrievna, que deseaba saber cómo había recibido la noticia el príncipe Andrés. A los diez minutos, Sonia entraba en la habitación de María Dmitrievna.

- Natacha quiere ver de todas maneras al conde Pedro Kirilovitch - dijo.

- Pero ¿cómo es posible que entre? ¡Todo lo tenemos de cualquier modo! - respondió María Dmitrievna.

- Dice que se vestirá e irá al salón - dijo Sonia.

María Dmitrievna se limitó a encogerse de hombros.

-A ver, ¿cuándo vendrá? Cree que me da mucha guerra. Anda con cuidado, no se lo digas todo - recomendó a Pedro -, porque yo no tengo ni aliento para reñirla al verla tan desgraciada.

Natacha, de negro, pálida, severa - pero no avergonzada, como esperaba Pedro -, estaba en medio del salón. Cuando Pedro apareció en la puerta, Natacha palideció; visiblemente estaba indecisa: ¿avanzaría hacia Pedro o le esperaría?

Pedro se acercó a ella rápidamente. Creía que ella le alargaría la mano, como siempre, pero Natacha se acercó mucho a él, respiró con fuerza y dejó caer los brazos como hacía cuando se ponía en el centro de la sala para cantar, pero con una expresión totalmente distinta.

- Pedro Kirilovitch - empezó rápidamente -, el príncipe Bolkonski era amigo de usted y aún lo es - añadió (le parecía que todo había pasado y que ahora era todo diferente) -, y me dijo que en toda ocasión podía acudir a usted.

Pedro, silencioso, respiraba profundamente mientras la miraba. Hasta aquel momento la condenaba y procuraba despreciarla, pero ahora la compadecía de tal manera que en su alma no había lugar, para la menor recriminación. .

- Aligra está aquí. Dígale… que me per…, que me perdone.

Se detuvo y empezó a respirar más regularmente, pero sin llorar.

- Bueno…, se lo diré… - empezó Pedro; pero no sabía qué añadir.

Natacha estaba visiblemente asustada de los pensamientos que podían ocurrírsele a Pedro.

- No. Sé muy bien que todo ha terminado - dijo ella rápidamente-. No; eso no puede volver jamás. La única cosa que me tortura es el daño que le he hecho. Decidle solamente que le pido que me perdone de todo…

Todo el cuerpo le temblaba. Se sentó en una silla.

La compasión invadió totalmente el alma de Pedro.

- Se lo diré, se lo diré; pero quisiera saber una cosa…

«¿Qué?», preguntó Natacha con la mirada.

- Quisiera saber si ama usted… - Pedro no sabía cómo nombrar a Anatolio y se puso colorado pensándolo -. Si ama usted a aquel mal hombre.

- No le llame mal hombre - exclamó Natacha -. No sé contestarle.

Se puso a llorar.

El sentimiento de compasión, de ternura, de amor, se apoderó más vivamente aún de Pedro. Sentía que las lágrimas empezaban a turbar sus lentes, y tenía la esperanza de que Natacha no lo notaría.

- No hablemos más de ello, pues - dijo Pedro. Natacha sintió extrañeza al oír de pronto aquella voz dulce, tierna -. No hablemos más de ello, se lo diré todo. Sólo le pido una cosa: considéreme como un amigo… y si le conviene que alguien la ayude, si necesita usted un consejo, si quiere simplemente abrir el corazón a alguien, no ahora, sino cuando la luz se haya hecho en su interior, dígamelo. - Le tomó la mano y se la besó -. Me consideraría tan feliz si pudiera… - Pedro se calló, confuso.

- No me hable de esta manera porque no lo merezco - exclamó Natacha. Quería salir de la habitación, pero Pedro la retuvo por la mano. Sabía que aún debía decirle otras cosas, pero cuando las dijo él mismo se admiró de sus palabras.

- ¡Basta, basta! Para vos la vida aún ha de empezar - dijo él.

- ¿Para mí? No. Para mí todo está perdido - replicó ella en tono avergonzado y humilde.

- ¡Todo está perdido! - repitió Pedro -. Si yo no fuese yo, sino el hombre más apuesto, más espiritual, el mejor del mundo, si fuese libre, ahora mismo, de rodillas, pediría su mano y su amor.

Natacha, por primera vez desde hacía muchos días, lloró de agradecimiento y de ternura y salió del salón dirigiendo una larga mirada a Pedro.

Inmediatamente, Pedro corrió a la antecámara reteniendo las lágrimas de emoción y de felicidad que le ahogaban. Se entretuvo unos momentos buscando las mangas de la pelliza, que finalmente se pudo poner, y se instaló en el trineo.

- ¿Adónde? - preguntó el cochero.

- ¿Adónde? - repitió Pedro -. ¿Adónde podría ir ahora? ¿Es hora de ir al círculo? ¿De hacer visitas?

Todos los hombres le parecían miserables, pobres en comparación con aquel sentimiento de emoción y de amor que experimentaba, en comparación con aquella mirada dulcificada, reconocida, que ella le había dirigido por última vez a través de sus lágrimas.

- ¡A casa! - dijo, y a pesar de los diez grados bajo cero se desabrochó la pelliza de piel de oso y respiró gozosamente a pleno pulmón.

Hacía un frío claro. Por encima de las calles sucias, medio iluminadas, por encima de los tejados negros, se elevaba el cielo oscuro, estrellado. Al mirar aquel cielo era cuando Pedro sentía más intensamente la bajeza impresionante de las cosas terrenales, en comparación con la elevación en que se encontraba su alma. Al entrar en el palacio de Arbat, una gran extensión de cielo estrellado, oscuro, se desplegaba ante sus ojos. Casi en el centro del cielo, encima del bulevar Pretchistenski, un cometa enorme, brillante, rodeado de estrellas, se distinguía de todas ellas por su proximidad a la tierra, por su luz blanca y larga cola. Era el cometa de 1812, que, según se decía, anunciaba todos los terrores del fin del mundo; mas para él, aquella estrella clara, con su larga cabellera resplandeciente, no anunciaba nada terrible, sino muy al contrario. Con los ojos humedecidos de lágrimas, Pedro contemplaba gozoso aquella estrella clara que con una rapidez vertiginosa recorría, en una línea parabólica, un espacio incalculable y, como una flecha, agujereaba la atmósfera en aquel lugar que había escogido en el cielo sombrío, se detenía desmelenándose la cabellera y lanzando rayos de luz blanca entre aquellos astros radiantes. Para él, aquella estrella parecía corresponder a lo que había en su alma animosa y enternecida, abierta a una vida nueva.

Colección integral de León Tolstoi

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