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VI

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Después del príncipe Andrés, Boris se acercó a Natacha y la invitó a bailar; luego, el ayudante de campo que había abierto el baile; después, otros jóvenes, y Natacha, feliz y roja de emoción, pasaba a Sonia sus demasiado numerosos solicitantes. Bailó toda la noche sin descanso. No se dio cuenta de que el Emperador hablaba largamente con el embajador francés, que hablaba con tal o cual dama con una atención particular, que el príncipe tal hacía o decía tal cosa, que Elena tenía un gran éxito y que tal persona la honraba con singular atención. No veía ni al Emperador. No se dio cuenta de su marcha sino porque el baile se animó más aún. El príncipe Andrés bailó con Natacha un cotillón muy alegre que precedió a la cena.

Él le recordó cómo se encontraron por primera vez en el camino de Otradnoie, cuánto le había costado dormirse aquella noche de luna y cómo, sin querer, la había oído. Aquel recuerdo sofocó a Natacha, que intentó justificarse, como si hubiera algo malo en aquel estado en que el príncipe Andrés la había sorprendido involuntariamente.

Al Príncipe, como a todas las personas educadas en el gran mundo, le gustaba tratar con quienes carecían del trivial sello mundano. Así era Natacha con su admiración, su alegría, su timidez y hasta sus incorrecciones de francés. Él la escuchaba y le hablaba de una manera particularmente tierna y atenta. Sentado a su lado, hablándole de todos los temas más insignificantes, el príncipe Andrés admiraba el brillo gozoso de sus ojos, y de su sonrisa, provocada no por las palabras pronunciadas, sino por su felicidad interior.

Cuando Natacha era invitada a bailar, se levantaba riendo y daba vueltas por la sala; el príncipe Andrés admiraba sobre todo su gracia ingenua. A medio cotillón, Natacha, al terminar una figura, volvió a su asiento sofocada todavía.

Otro caballero la invitó nuevamente.

Estaba cansada, oprimida, y, visiblemente, quería rehusar, pero de pronto ponía gozosamente la mano sobre el hombro de su pareja y sonreía al príncipe Andrés. «Estaría muy contenta descansando y quedándome a su lado; estoy fatigada, pero, ya ve usted: vienen a buscarme y soy feliz, estoy satisfecha y amo a todos; usted y yo ya lo comprendemos», y su sonrisa aún decía muchas más cosas. Cuando su pareja la dejó, Natacha corrió a través de la sala en busca de dos damas para la figura. «Si primero se acerca a su prima y, enseguida, a otra dama, será mi mujer», se dijo de pronto el príncipe Andrés, admirándola, sorprendido de sí mismo.

Natacha se acercó primero a su prima.

«¡Qué tonterías se nos ocurren muchas veces! -pensó el príncipe Andrés -; pero tan cierto es el encanto de esta muchacha, tanto es su atractivo que no bailará más de un mes aquí, que se casará… Es una rareza en este mundo», pensó cuando Natacha, alisándose el vestido, se sentaba a su lado.

Al acabar el cotillón, el anciano Conde, con su frac azul, se acercó a la pareja, invitó al príncipe Andrés a hacerles una visita y preguntó a su hija si estaba contenta. Natacha no respondió; sólo tuvo una sonrisa, que parecía decir en tono de reconvención:

«¿Cómo es posible que se me pregunte eso?»

- ¡Estoy contenta como nunca lo había estado en mi vida! - dijo.

El príncipe Andrés observó que sus delgados brazos se levantaban rápidamente para abrazar a su padre y se bajaban enseguida. Natacha no había sido nunca tan feliz. Estaba embriagada de felicidad, hasta ese punto en que las personas se vuelven dulces y buenas del todo y no creen en la posibilidad del mal, de la desgracia, del dolor.

En aquel baile, a Pedro, por primera vez, le hirió la situación que su esposa ocupaba en las altas esferas. Estaba desanimado y distraído. Una larga arruga le atravesaba la frente, y de pie, cerca de una ventana, miraba por encima de los lentes sin ver a nadie.

Natacha pasó por delante de él al ir a cenar. El semblante torvo y desventurado de Pedro la afectó. Se paró ante él; habría querido consolarle, darle el exceso de su felicidad.

- Es bonito, Conde, ¿no le parece? - dijo.

Pedro sonrió distraídamente; sin duda no comprendía lo que le decían.

«¡Cómo podría sentirse descontento un hombre tan bueno como Bezukhov!», pensó Natacha. A sus ojos, todo lo que se encontraba en aquel baile era bueno, gentil, amable; se amaban los unos a los otros. Nadie podía ofender a nadie, y por esto todo el mundo debía ser feliz.

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