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II

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Al día siguiente, después de saludar al Conde, el príncipe Andrés marchóse sin esperar a las señoras.

Ya había empezado junio cuando, al volver a casa, atravesó el bosque de álamos. Todo era macizo, oscuro y espeso. Los pinos nuevos, dispersos por el bosque, no violaban la belleza del conjunto y se armonizaban con el tono general gracias al verde tierno de los brotes nuevos.

El día era caluroso, la tempestad se cernía en algún punto, pero allí un trozo de nube había mojado el polvo de la carretera y las hojas grasas. El lado izquierdo del bosque caía en la sombra y era umbrío; la parte derecha, húmeda y reluciente, brillaba al sol, y el viento apenas lo agitaba.

Todos los momentos intensos de su vida aparecían de pronto ante el príncipe Andrés: Austerlitz y aquel cielo alto; el rostro lleno de reproches de su mujer muerta; Pedro junto a él; la niña emocionada por la belleza de la noche, y aquella noche y la luna, todo junto, resplandecía en su imaginación a cada instante.

«No, a los treinta y un años la vida no ha terminado - decidió de pronto firmemente -. No basta que yo sepa todo lo que hay en mí, lo han de saber todos: Pedro y esta niña que quería volar al cielo. Es preciso que todos me conozcan, que mi vida no transcurra para mí solo, que no vivan tan independientes de mi vida, que ésta se refleje en todos y que todos, ellos y yo, vivamos juntos.»

A la vuelta de su viaje, el príncipe Andrés decidió marchar a San Petersburgo en otoño.

Dos años antes, en l808, Pedro había regresado a San Petersburgo después de un viaje por sus propiedades.

En aquellos tiempos, su vida transcurría, como antaño, entre los mismos excesos y las mismas orgías. Le gustaba comer y beber bien, y aunque lo encontraba inmoral y humillante, no podía abstenerse de participar en los placeres de la soltería.

Cuando menos lo esperaba recibió una carta de su mujer, que le rogaba le concediera una entrevista: le explicaba su tristeza y el deseo de consagrarle toda su vida.

Al final de la carta le hacía saber que al cabo de algunos días llegaría a San Petersburgo, de regreso del extranjero.

Simultáneamente, su suegra, la esposa del príncipe Basilio, le mandó a buscar, rogándole que fuera a su casa sólo unos instantes, con el fin de hablar de una cuestión importante.

Pedro vio en todo aquello una conjuración en contra suya y comprendió que trataban de reconciliarlo con su mujer. En el estado en que se encontraba, este proyecto no le fue desagradable. Le era igual todo. Pedro no concedía gran importancia a ningún acontecimiento de la vida, y, bajo la influencia del enojo que en aquellos momentos lo dominaba, no tenía interés en mantener su libertad ni le interesaba mantenerse firme en castigar a su esposa.

«Nadie tiene razón, nadie es culpable, pues tampoco lo es ella», pensaba.

Si Pedro no dio enseguida su consentimiento para una reconciliación con su mujer fue sólo porque en aquellos momentos no tenía valor para emprender nada. Si su mujer se presentaba en su casa no la echaría de ella. Del modo que estaba entonces, ¿qué le importaba vivir o no vivir con su esposa…? He aquí lo que días después escribía en su diario:

«Petersburgo, 23 de noviembre.

»Vuelvo a vivir con mi mujer. Su madre ha venido a casa llorando y me ha dicho que Elena estaba aquí, que me rogaba que le escuchase, que era inocente, que mi alejamiento la hacía sufrir mucho y muchas otras cosas. Yo sabía que si consentía en recibirla no tendría fuerza para negarme a lo que me pidiera. Con esta duda no sabía a quién dirigirme ni a quién pedir consejo. Si el bienhechor estuviera aquí, él me guiaría. Me he encerrado en casa; he vuelto a leer las cartas de José Alexeievitch, me he acordado de mis conversaciones con él y he sacado la conclusión de que no podía negarme a la demanda, que he de tender caritativamente la mano a todos y mucho más a una persona de tal modo ligada a mí, y que he de llevar mi cruz. Pero si por el triunfo de la virtud la perdono, que mi unión con ella tenga sólo una finalidad espiritual. Así lo he decidido: he escrito a José Alexeievitch; mi mujer ha pedido que olvide todo el pasado, que le perdone sus faltas, y he contestado que no tenía que perdonarle nada. Estoy muy contento pudiendo decirle esto, pues no sabe ella el esfuerzo que representa para mí volver a verla. Me he quedado en la casa grande, en la habitación de arriba, y he experimentado el feliz sentimiento de la renovación.»

Colección integral de León Tolstoi

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