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VI
ОглавлениеLe pequeña Princesa, que tenía puesta una cofia blanca, estaba tendida entre almohadones; los dolores habían cesado poco antes. Sus negros rizos le caían alrededor del rostro, que la fiebre cubría de sudor. Su boca, pequeña y graciosa, estaba entreabierta; sonreía, animada. El príncipe Andrés entró en el aposento y se detuvo ante ella, al pie del diván.
Los brillantes ojos de Lisa, que miraban asustados y llenos de emoción, como los de un niño, se posaron sobre su marido sin cambiar de expresión: «Os quiero a todos y no hice mal a nadie; ¿por qué he de sufrir tanto, pues? ¡Ayudadme!», parecían decir. Veía a su marido, pero no comprendía lo que significaba su presencia allí.
El príncipe Andrés le besó la frente.
- No tengas miedo, corazón - nunca le había dicho esta palabra -. Dios será misericordioso.
Ella le miraba con aire interrogador, infantil, como reconviniéndole.
«Yo esperaba que tú me ayudarías, ¡y no lo haces! », decían sus ojos. No se extrañaba de su regreso. No comprendía lo sucedido. Aquel regreso no tenía relación alguna con sus dolores ni con el remedio que los podría calmar.
Y los dolores comenzaron de nuevo. María Bogdanovna aconsejó al príncipe Andrés que saliera de la habitación.
Entró el médico. El príncipe Andrés salió y hallóse con la princesa María. Comenzaron a hablar en voz baja, pero la conversación deteníase a cada momento. Callaban y escuchaban.
- Vuelve allí - dijo la princesa María.
El príncipe Andrés volvió cerca de su mujer. En la espera, sentóse en una habitación contigua. Del aposento de la pequeña Princesa salió una mujer con rostro asustado, y al ver al príncipe Andrés quedóse confusa. Él escondió su cara entre las manos y permaneció algunos momentos en esta posición. A través de la puerta llegaban gemidos de un dolor animal. El príncipe Andrés se levantó y se dirigió a la puerta con ánimo de abrirla. Alguien le detuvo.
- No se puede pasar. No se puede pasar - dijo una voz asustada.
El Príncipe se puso a dar paseos por la habitación.
Los gritos cesaron. Transcurrieron unos segundos. De pronto, un terrible grito - no era ella; ella no podía gritar de aquella manera - estalló en el aposento contiguo. El Príncipe corrió hacia la puerta. Solamente oíase el llanto de un niño.
«¿Por qué han traído un chiquillo? - pensó de momento el príncipe Andrés -. ¿Una criatura? ¿Cuál? ¿Por qué está allá? ¿Es un recién nacido?’
Y de súbito comprendió todo el gozoso significado de aquel grito. Las lágrimas le ahogaban. Se apoyó en el marco de la ventana y echóse a llorar como un niño. La puerta se abrió. El doctor, en mangas de camisa, arremangado, pálido, temblorosa la barba, salió de la habitación tambaleándose. El príncipe Andrés se le acercó. El médico le miró tristemente y pasó ante él sin decirle nada.
Salió una mujer. Al darse cuenta de la presencia del Príncipe, se detuvo perpleja en el umbral de la puerta. El Príncipe entró en el aposento de su mujer. Estaba muerta, tendida tal como la viera cinco minutos antes. Y a despecho de la inmovilidad de su mirada y de la palidez de sus mejillas, en su bonito rostro, casi infantil, de labio corto sombreado de bozo, se reflejaba la misma expresión.
«Os quiero a todos y no hice daño a nadie; ¿qué habéis hecho conmigo?», parecía decir su bello rostro, triste y sin vida.
En un rincón de la estancia, una forma pequeña, rosada, que sostenían las manos blancas y temblorosas de María Bogdanovna, respiraba y prorrumpía en agudos gritos.
Dos horas más tarde, el príncipe Andrés, con lento paso, penetraba en el despacho de su padre. El anciano estaba ya enterado de todo lo ocurrido. Se hallaba en pie, cerca de la puerta, y, en cuanto vio a su hijo, le enlazó el cuello silenciosamente, con sus manos duras como tenazas, y lloró como un niño.
Los funerales de la pequeña Princesa celebráronse tres días más tarde. El príncipe Andrés, de pie en las gradas del catafalco, le daba el último adiós. En el ataúd, el rostro, a pesar de tener los ojos cerrados, continuaba diciendo: «¡Ah! ¿Qué me habéis hecho?»
Y el príncipe Andrés sentía que algo se desgarraba en su alma y que era culpable de alguna desgracia irreparable e inolvidable. No podía llorar. El viejo Príncipe también subió al catafalco y besó una de las manitas de cera, que permanecían inmóviles una encima de otra. También a él le decía el rostro de la pequeña Princesa: «¿Por qué se han portado así conmigo?» Y al darse cuenta de este reproche, el viejo volvióse con visible enojo.
Cinco días después bautizaron al pequeño príncipe Nicolás Andreievitch. La nodriza sujetaba la envoltura, mientras el sacerdote ungía, con una pluma, las encarnadas y arrugadas palmas de las manitas y la planta de los pies.
Era padrino el abuelo, quien, temeroso de que se le cayese el chiquitín, lo llevó temblando hasta la pila bautismal, donde lo entregó a la madrina, la princesa María. El príncipe Andrés, presa de un terrible miedo de que ahogaran al niño, permanecía en el aposento contiguo, esperando el fin de la ceremonia. Cuando la vieja criada le trajo el bebé, le miró con gozo, inclinando la cabeza en señal de aprobación cuando la anciana le contó que el pedazo de cera echado a la pila - en el que se habían pegado unos cabellos del niño - había flotado.