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II

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Bien, empecemos - dijo Denisov.

- ¿Qué? Preguntó Pedro, sin abandonar su sonrisa.

La situación se hacía insostenible. Era evidente que la cosa no podía detenerse, que marchaba por sí sola, independientemente de la voluntad de los hombres, y que tarde o temprano acabaría por consumarse.

Denisov fue el primero en avanzar hasta la señal y dijo:

- Puesto que los adversarios se niegan a reconciliarse, pueden empezar. Coged las pistolas y al oír la voz de «¡tres!» avanzad… Uno…, dos…, ¡tres! - gritó Denisov con acento irritado, situándose al margen.

Los dos adversarios empezaron a avanzar por el camino indicado, reconociéndose a través de la niebla.

Los adversarios podían disparar cuando les pareciera, mientras avanzaban hacia el límite señalado. Dolokhov andaba lentamente, sin levantar la pistola. Miraba al rostro de su adversario con sus ojos claros, azules y brillantes. En su boca, como siempre, parecía flotar una sonrisa.

-Así, ¿puedo disparar cuando quiera? - preguntó Pedro.

A la voz de «¡tres!», avanzó precipitadamente, apartándose de la línea señalada, caminando por encima de la nieve. Pedro sostenía la pistola con el brazo extendido y parecía como si tuviera miedo de matarse con su propia arma. Mantenía apartada, haciendo un esfuerzo, su mano izquierda, porque sentía impulsos de cogerse la mano derecha, y sabía que esto no podía ser. Cuando hubo dado seis pasos por encima de la nieve, fuera del camino, Pedro dirigió la vista al suelo, lanzó una rápida mirada a Dolokhov y, encogiendo el dedo, tal como le habían enseñado, disparó. Como no esperaba una explosión tan fuerte, tuvo un sobresalto, riéndose a continuación de sí mismo, de su excesiva impresionabilidad; al fin se detuvo. En el primer momento, el humo, muy espeso debido a la niebla, impidióle ver lo que sucedía a su alrededor; sin embargo, el tiro que esperaba oír no sonó. Tan sólo oyó los pasos apresurados de Dolokhov, distinguiendo a su adversario a través de la humareda que se había formado. Dolokhov se apretaba el costado con la mano izquierda y con la otra sostenía la pistola con el cañón apuntando al suelo. Su palidez era muy acentuada.

Rostov corrió hacia él y le dijo alguna cosa.

- No…, no - dijo Dolokhov con los dientes apretados -. No, esto no ha terminado aún.

Todavía dio algunos pasos, tambaleándose, y, al llegar adonde estaba el sable, cayó de bruces sobre la nieve. Tenía la mano izquierda completamente cubierta de sangre. Su rostro estaba amarillo, contraído, y sus labios temblaban.

- Hacedme… -.- empezó a decir, pero hubo de detenerse antes de acabar -, hacedme el favor… - concluyó haciendo un esfuerzo.

A Pedro érale casi imposible contener los sollozos y corrió hacia Dolokhov. Disponíase a atravesar la raya indicadora de los campos fijados, cuando Dolokhov gritó:

- ¡A la raya!

Pedro comprendió de lo que se trataba y se detuvo junto al sable que limitaba su campo. La separación que existía entre uno y otro era de dos pasos. Dolokhov cayó al lado de la nieve, la mordió con avidez, volvió a levantar la cabeza y se incorporó sobre las piernas hasta que pudo sentarse, mientras buscaba un punto resistente donde apoyarse. Se tragaba la nieve. Sus labios temblaban, y al mismo tiempo sonreía; sus ojos brillaban debido al esfuerzo que hacía y la ira que le dominaba. Levantó la pistola y apuntó.

– ¡Colóquese de perfil! ¡Cúbrase con la pistola! - exclamó Nesvitzki.

- ¡Cúbrase! - dijo Denisov al adversario de su amigo, sin poderse contener.

Pedro, con una sonrisa de lástima y de arrepentimiento flotando en los labios, manteníase derecho ante Dolokhov; indefenso, con las piernas abiertas y los brazos separados del cuerpo, presentaba su amplio pecho, mirando a su rival con mirada triste y compungida.

Denisov, Rostov y Nesvitzki cerraron los ojos. En aquel instante oyeron un disparo y un grito despechado de Dolokhov.

- ¡He errado la puntería! - exclamó, dejándose caer boca abajo sobre la nieve.

Pedro se cogió la cabeza entre las manos y echó a correr hacia el bosque. Corría por la nieve, dejando escapar frases incomprensibles.

- ¡Estúpido…! ¡Estúpido…! ¡La muerte…! ¡La mentira…!-repetía, frunciendo las cejas.

Nesvitzki logró contenerle y le acompañó a su casa.

Rostov y Denisov lleváronse al herido.

Dolokhov yacía en el trineo con los ojos cerrados y no respondía a las preguntas que le dirigían. Pero al entrar en Moscú pareció reanimarse un poco y, alzando la cabeza con gran esfuerzo, cogió la mano de Rostov, sentado a su lado.

La expresión totalmente distinta, entusiasta y tierna del rostro de Dolokhov maravillaba a su amigo.

- ¿Cómo vamos? ¿Cómo estás? - le preguntó Rostov.

- Bastante mal, pero eso no tiene importancia - dijo Dolokhov con voz ahogada -. ¿Dónde estamos?

- En Moscú.

- Ya lo veo. Por mí, nada, pero ella morirá, no podrá resistirlo.

- ¿A quién te refieres? - preguntó Rostov.

- A mi madre, a mi ángel adorado, a mi madre.

Y Dolokhov lloraba mientras apretaba la mano de Rostov.

Cuando estuvo algo calmado contó a Rostov que vivía con su madre y que si ésta le veía morir no lo podría soportar. Rogó a Rostov que fuera a su casa y preparara a su madre.

Rostov adelantóse con el fin de cumplir aquella misión. Con gran extrañeza por su parte, Rostov descubrió que Dolokhov, aquel cínico, aquel pendenciero, vivía en Moscú con su madre anciana y una hermana contrahecha, y que era el más tierno y cariñoso de los hijos y de los hermanos.

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