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VII
ОглавлениеAl día siguiente, el príncipe Andrés fue a efectuar algunas visitas a casa de personas que aún no había saludado, y entró en casa de los Rostov, con quienes se había relacionado en el último baile. Además de cumplir una regla de cortesía que le obligaba a visitarlos, quería ver en su propia casa a aquella niña original, animada, que le había dejado un recuerdo tan agradable.
Natacha fue de las primeras en salir a recibirlo. Llevaba un vestido azul que, para el gusto del Príncipe, aún le sentaba mejor que el del baile. Ella y toda su familia recibieron al príncipe Andrés como una amistad antigua, con sencillez y cordialidad. Toda la familia, a la que, en otra ocasión, el príncipe Andrés había juzgado tan severamente, le parecía ahora formada por buena gente, muy sencilla y muy amable. La hospitalidad y la bondad del anciano Conde, que en San Petersburgo se portaba con singular gentileza, era tal, que el príncipe Andrés no pudo rehusar la invitación a cenar. «Sí, son buena gente - pensó Bolkonski -, que no saben seguramente el tesoro que tienen con Natacha. Son buena gente que forman el mejor fondo para esta encantadora niña tan poética y tan llena de vida.»
El príncipe Andrés sentía en Natacha la presencia de un mundo particular, totalmente extraño para él, lleno de alegrías desconocidas, de aquel mundo extraño al que ya se había asomado en el camino de Otradnoie y, en la ventana, en aquella noche de luna. Ahora este mundo ya no le desazonaba, no era extraño para él, e incluso encontraba placeres desconocidos.
Después de cenar, Natacha, a ruegos del príncipe Andrés, se sentó al clavecín y comenzó a cantar. El príncipe estaba cerca de la ventana, hablando con las señoras, y la escuchaba. Al final de una estrofa calló y escuchó. Impensadamente subieron a su garganta unos sollozos cuya culpabilidad no sospechó siquiera.
Miró a Natacha, que cantaba, y en su alma aconteció algo nuevo y feliz. Estaba alegre y triste a la vez. No tenía ninguna razón para llorar, pero las lágrimas se escapaban de sus ojos. ¿Por qué? ¿Por su antiguo amor? ¿Por la pequeña Princesa? ¿Por sus ilusiones, por sus esperanzas…? Sí y no. Las lágrimas obedecían sobre todo a la contradicción violenta que, de pronto, había reconocido entre alguna cosa infinita, grande, que existía en él, y la materia, reducida, corporal, que era él e incluso ella. Esta contradicción le entristecía y le alegraba mientras ella cantaba.
En cuanto Natacha dejó de cantar, se acercó a él y le preguntó si le gustaba su voz. Natacha formuló esta pregunta y se avergonzó inmediatamente al comprender que era una pregunta que no debía haber hecho. Él la miró y sonrió; le dijo que su canto le gustaba mucho, como todo lo que ella hacía.
El príncipe Andrés se marchó muy tarde de casa de los Rostov. Se acostó por costumbre, pero pronto se dio cuenta de que estaba desvelado. Encendió el candelabro y se sentó en la cama: volvió a acostarse y notó que no le molestaba estar despierto; tenía el alma alegre y rejuvenecida, como si de un lugar cerrado se hubiera escapado al aire libre. No se le ocurría pensar que estaba enamorado de la señorita Rostov. No pensaba en ella, la imaginaba solamente, y gracias a ello toda su vida se presentaba ante él con un nuevo aspecto. «¿Por qué he de preocuparme, por qué he de trabajar dentro de este marco estrecho, cerrado, cuando la vida, toda la vida, con todas sus alegrías, se abre para mí?», se preguntaba. Y por primera vez desde hacía mucho tiempo empezó a trazar planes para el porvenir. Decidió que debía ocuparse de la educación de su hijo, buscarle un preceptor y confiárselo; después presentar la dimisión y marcharse al extranjero, ver Inglaterra, Suiza, Italia. «He de aprovechar la libertad que tengo mientras sienta dentro de mí tanta fuerza y juventud. Pedro tenía razón cuando decía que hay que creer en la posibilidad de la felicidad para ser feliz. Y ahora creo. Dejemos que los muertos entierren a sus muertos; mientras se vive, hay que vivir y ser feliz», pensaba.