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No hubo fiesta de noviazgo y nadie supo que Bolkonski y Natacha se habían prometido. El príncipe Andrés lo quería, a pesar de todo. Decía que, siendo él la causa de su retraso, él había de pagar la pena; que su palabra le ligaba para siempre, pero que no quería que Natacha se comprometiera y la dejaba en completa libertad. «Dentro de seis meses, si ella ve que no me ama, tendrá derecho a retirar su palabra.» No hay que decir que ni los padres de Natacha ni ella misma querían oír hablar de eso. Pero el príncipe Andrés insistía. Diariamente iba a casa de los Rostov, pero no se comportaba como el prometido de Natacha. La trataba de usted y le besaba la mano. Después de la petición, entre el príncipe Andrés y Natacha se establecieron unas relaciones muy distintas de las simplemente amistosas que tuvieron antes. Hasta entonces no se conocían. A los dos les gustaba recordar cómo se juzgaban cuando todavía no eran «nada» el uno para el otro. Ahora los dos se sentían muy distintos. Antes disimulaban; ahora eran sencillos y sinceros.

En la familia, de momento, las relaciones con el príncipe Andrés produjeron cierta incomodidad; tenía el aspecto de un hombre de otra clase social, y durante mucho tiempo Natacha hubo de acostumbrar a los suyos al principe Andrés, afirmando a todos, con orgullo, que parecía raro, pero que, al fin y al cabo, era como todos; que a ella no le daba miedo y que nadie había de temerle. Al cabo de algún tiempo, la familia se acostumbró a ello, y, sin cohibirse por su presencia, la casa seguía su vida ordinaria, que él también llevaba. Sabía hablar de las tierras con el Conde, de vestidos con la Condesa y Natacha, de álbumes y tapicerías con Sonia. A veces, los Rostov, entre ellos y delante del príncipe Andrés, admirábanse de lo que había ocurrido y de cómo eran evidentes los signos del destino: la llegada del Príncipe a Otradnoie, su entrada en San Petersburgo, y muchas otras circunstancias observadas por los familiares.

En la casa reinaba aquel sopor poético y silencioso que acompaña siempre la presencia de los prometidos. A menudo, sentados en el salón, todos permanecían callados; a veces se levantaban y los prometidos se quedaban solos y también callaban. Hablaban muy poco de su vida futura. El príncipe Andrés sentía miedo y vergüenza de hablar de ello. Natacha compartía este sentimiento, como todos los demás, que siempre adivinaba. Una vez, Natacha le habló de su hijo. El Príncipe se ruborizó, lo que ocurría muy a menudo, al ver la gran ternura de Natacha, y dijo que su hijo no viviría con ellos.

- ¿Por qué? - preguntó Natacha, extrañada.

- No puedo separarlo de su abuelo. Y luego…

- ¡Cómo le querría! - dijo Natacha adivinándole el pensamiento -. Pero ya lo veo; no quiere que tenga ningún motivo de acusarnos a usted y a mí.

El viejo Conde se acercaba a veces al príncipe Andrés, le abrazaba y le pedía de vez en cuando consejo para la educación de Petia o la carrera de Nicolás. La Condesa suspiraba al mirarlo. Sonia, siempre temerosa de estorbar, buscaba excusas para dejarlos solos, incluso cuando no era necesario. Cuando el príncipe Andrés hablaba - hablaba muy bien -, Natacha lo escuchaba con orgullo; cuando era ella la que hablaba, veía con miedo y alegría que él la miraba atentamente. Y se preguntaba: «¿Qué encuentra en mí? ¿Qué quiere decir con esta mirada? ¿Y si no hallara en mí lo que su mirada busca?»

A veces se sentía locamente alegre; entonces le gustaba mucho mirarle y escuchar cómo se reía el príncipe Andrés. Reía muy poco, pero cuando lo hacía se abandonaba completamente a la risa; y cada vez, después que ocurría esto, ella se sentía más cerca de él. Natacha habría sido totalmente feliz si la idea de la separación que se acercaba no la hubiera asustado; él también palidecía y temblaba al pensarlo.

La tarde anterior al día en que debía marcharse de San Petersburgo, el príncipe Andrés llegó acompañado de Pedro, quien no había vuelto a casa de los Rostov desde el día del baile. Pedro parecía trastornado y confuso. Habló con la madre. Natacha se sentó con Sonia cerca de la mesa de ajedrez e invitó al príncipe Andrés. Éste se acercó.

- ¿Hace mucho tiempo que conoce usted a Bezukhov? ¿Es muy amigo suyo?-preguntó el Príncipe.

- Sí. Es bueno, pero un poco raro.

Y, como siempre que se hablaba de Pedro, Natacha empezó a explicar anécdotas de sus distracciones, algunas de las cuales eran inventadas.

- Ya sabe usted que le he confesado nuestro secreto -dijo el Príncipe-. Le conozco desde pequeño. Tiene un corazón angelical. Quisiera pedirle, Natacha… - dijo súbitamente, muy serio -. Me marcho. Dios sabe lo que puede pasar. Podría dejar de quer… Bueno, ya sé que no hemos de hablar de esto, pero solamente quiero pedirle una cosa: pase lo que pase, cuando yo no esté aquí…

- Pero ¿qué puede ocurrir?

- Cualquier desgracia que sobreviniera, le pido, señorita Natacha, que se dirija a él en busca de consejo y ayuda. Es el hombre más distraído del mundo, pero tiene un corazón de oro.

Ni el padre, ni la madre, ni Sonia, ni hasta el príncipe Andrés, podían prever el efecto que produciría en Natacha la separación de su prometido. Enrojecida por la emoción, los ojos secos, estuvo recorriendo la casa durante todo el día, ocupándose de las cosas más insignificantes, como si no comprendiera lo que la esperaba. No lloró ni siquiera en el momento en que, diciéndole adiós, él le besó la mano por última vez. «¡No se vaya!», le dijo con una voz que le hizo pensar si realmente había de quedarse y de la que se acordó durante mucho tiempo. Cuando se hubo marchado, tampoco lloró, pero no se movió de su habitación durante algunos días, sentada, no interesándose por nada y repitiendo de vez en cuando: «¡Ah! ¿Por qué se ha marchado?»

Al cabo de dos semanas, con gran sorpresa de todos, se restableció de la depresión moral y volvió a ser como antes, pero su personalidad moral había cambiado, igual que las criaturas que se levantan con otra fisonomía después de una larga enfermedad…

Colección integral de León Tolstoi

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