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V
ОглавлениеQuerida - dijo la pequeña Princesa la mañana del l9 de marzo, después de almorzar, y su labio superior, cubierto de bozo, se le levantó como de costumbre. Pero como la casa rezumaba tristeza desde que se recibiera la terrible noticia, la sonrisa de la pequeña Princesa, que obedecía a la impresión general de ignorancia de la causa, resultaba tan singular que hacía resaltar más la tristeza del ambiente -. Querida, temo que el almuerzo me haya hecho daño.
- ¡Cómo! ¿Qué tienes? Estás amarilla…, amarilla del todo - dijo espantada la princesa María acercándose con su pesado andar a su cuñada.
- Excelencia, ¿y si hiciéramos venir a María Bogdanovna? - preguntó una criada que se encontraba en la estancia.
María Bogdanovna era una comadrona del pueblo vecino, que desde hacía dos semanas estaba instalada en Lisia-Gori.
- Sí - repuso la princesa María -, tal vez sería lo mejor. Ya iré yo a buscarla. ¡No tengas miedo, querida!
Besó a Lisa y se dispuso a salir de la habitación.
- No, es el estómago… Dile que es el estómago; díselo, María.
Y la pequeña Princesa lloraba como un chiquillo que sufre, caprichosamente, e incluso con cierta exageración retorcíase las manos hasta hacer que crujiesen sus dedos. La Princesa salió de la habitación para ir a buscar a la comadrona.
- ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Oh…! - oía decir a la pequeña Princesa mientras se alejaba.
La comadrona le salió al paso. La expresión de su rostro era grave y tranquila mientras se frotaba las manos, blancas y regordetas.
- María Bogdanovna, creo que la cosa ha empezado - dijo la princesa María a la comadrona con ojos asustados.
- ¡Alabado sea Dios, Princesa! - repuso María Bogdanovna lentamente -. Usted, que es una muchacha, no tiene necesidad de saber de estas cosas.
- Sí, pero ¿cómo nos las arreglaremos? El doctor de Moscú no ha llegado todavía - dijo la Princesa.
Con el fin de satisfacer el deseo de Lisa y Andrés, habían llamado a un especialista de Moscú y esperaban su llegada de un momento a otro.
- La cosa no tiene importancia, Princesa; no os preocupéis, que aun sin médico todo saldrá bien - dijo María Bogdanovna.
Cinco minutos más tarde, la Princesa, desde su habitación, oyó arrastrar algo muy pesado. Abrió la puerta y vio a unos criados que trasladaban al dormitorio el diván de cuero del despacho del príncipe Andrés. La cara de los hombres que lo llevaban tenía una expresión solemne y tranquila. La princesa María permaneció sola en su habitación y escuchaba todos los ruidos de la casa. De vez en cuando, al oír los pasos de alguien que pasaba por delante de su puerta, María abría y miraba lo que se hacía en el pasillo.
Los criados iban de un lado a otro con ligero paso; miraban a la Princesa y se volvían. La joven no se atrevía a preguntarles nada; volvía a cerrar la puerta y se sentaba. Tan pronto cogía un libro de oraciones como se arrodillaba ante las imágenes. Con harta pena y no menos extrañeza comprobaba que sus plegarias no la aligeraban del peso de su emoción. De pronto la puerta de la habitación empezó a abrirse poco a poco y en el umbral apareció una vieja criada envuelta en un chal. Era Prascovia Savichna, que, por prohibición del Príncipe, casi nunca entraba en el aposento de la joven.
- He venido a hacerte un poco de compañía, Machenka, y he traído los cirios del casamiento del Príncipe para encenderlos delante de la santa imagen - dijo la vieja criada suspirando.
-¡Cuánto te lo agradezco!
- ¡Que Dios te proteja, paloma mía!
La vieja encendió el cirio y lo colocó ante las imágenes, sentándose luego cerca de la puerta a hacer calceta. La Princesa cogió un libro y empezó a leer. Pero cuando oía pasos o voces, adoptaba, con la mirada extraviada, un gesto interrogador, mientras la criada contemplábala con expresión tranquila.
El sentimiento que experimentaba la princesa María derramábase por todos los rincones de la casa. Como la tradición dice que cuantos menos saben que una mujer está en los dolores del parto menos padece la parturienta, todos hacían ver que lo ignoraban. Nadie hablaba de ello, pero todos, por encima de la gravedad y respeto ordinarios, que eran la regla en casa del Príncipe, demostraban una atención general, un entretenimiento profundo, al mismo tiempo que les dominaba la convicción de que un grande e incomprensible acontecimiento se estaba consumando.
No se oían risas en la habitación perteneciente a las criadas; los criados permanecían sentados, en silencio, en espera de alguna cosa. El viejo Príncipe se paseaba por su despacho, y de vez en cuando enviaba a Tikhon a preguntar a María Bogdanovna si había alguna novedad. «Di que el Príncipe te ha enviado a preguntar, y ven a darme la respuesta.»
- Di al Príncipe que el parto ha empezado - respondía María Bogdanovna mirando al criado con expresión grave.
Tikhon salía y llevaba la respuesta al Príncipe.
- Bien - respondía el Príncipe cerrando la puerta tras de sí.
Tikhon no oía el más pequeño ruido dentro del despacho.
Algo más tarde entró Tikhon con el pretexto de arreglar las bujías. El Príncipe se había tendido en el diván. Tikhon le miró y, al darse cuenta de la expresión trastornada de su rostro, se le acercó poco a poco y le besó el hombro, saliendo sin despabilar las bujías y sin decir el motivo por el cual había entrado.
El misterio más solemne del mundo estaba en vías de cumplirse.
Transcurrió la tarde, vino la noche, y la sensación de la espera ante lo incomprensible no disminuía, sino que, por el contrario, aumentaba. Nadie dormía en la casa.
Era una de aquellas noches de marzo en que el invierno parece que quiere recuperar sus fueros y arroja con rabia las últimas nieves y desata los últimos temporales.
Había sido enviado un carruaje hasta el límite de la carretera para recibir al doctor alemán de Moscú; pero como éste no podía pasar de allí, unos hombres, provistos de faroles, avanzaron hasta el recodo del camino para acompañarle.
Hacía tiempo que la princesa María había dejado el libro de oraciones. Sentada, en silencio, permanecía con sus brillantes ojos fijos en el arrugado rostro de la criada que conocía en todos sus detalles, en el mechón de cabellos grises que le salía por debajo del pañuelo y en las profundas arrugas que le atravesaban el cuello.
La vieja criada, con las agujas de hacer calceta entre los dedos, contaba, sin darse cuenta ella misma de lo que decía, historias relatadas centenares de veces: cómo la difunta Princesa había dado a luz a la princesa María en Kishinev, asistida por una campesina moldava. «Si Dios lo quiere, los médicos no son necesarios.»
De súbito, una fuerte ráfaga de viento chocó contra los cristales, abrió las ventanas mal cerradas, hinchó la cortina y arrojó dentro de la estancia un puñado de nieve, apagando la luz. La princesa María se estremeció. La criada dejó la labor que estaba haciendo, se acercó a la ventana y, asomándose, trató de cerrar los postigos de la parte de afuera. El viento helado agitaba la punta de su pañuelo y el mechón de cabellos grises.
- Princesa, por el camino viene gente con faroles… Debe de ser el médico - añadió, cerrando los postigos sin echar la falleba.
- ¡Dios sea loado! - exclamó la princesa María -. Vamos a recibirle; no habla ruso.
La princesa María se echó sobre los hombros un chal y corrió a recibir al que llegaba. Al atravesar la sala vio por la ventana varias luces y un coche bajo el porche del portal. Corrió hacia la escalera.
En ésta había una candela, que el viento hacía estremecer. Felipe, el mayordomo, en cuyo rostro se retrataba una expresión de miedo, estaba más abajo, en el primer rellano, con un cirio en la mano. Al final, en la entrada, oíanse los pasos precipitados de una persona calzada con botas forradas y una voz que la princesa María creyó reconocer. La voz decía:
- ¡Gracias a Dios! ¿Y mi padre?
- En la cama - respondió la voz de Damián, el criado, que se encontraba en la entrada.
La voz conocida pronunció algunas otras palabras y el ruido de pasos fue acercándose.
«¡Es Andrés! - pensaba la princesa María -. Pero no, no es posible. Sería demasiado extraordinario.»
Y en aquel mismo instante apareció en el rellano, donde esperaba el mayordomo con la candela, el príncipe Andrés, con el cuello de su abrigo cubierto de nieve. Sí, era él, pero pálido, delgado, con una expresión distinta, de una rigidez extraordinaria, trastornado por completo. Subió la escalera y abrazó a su hermana.
- ¿No has recibido ninguna carta mía? - preguntó. Sin esperar respuesta, que no podía obtener, debido a que la Princesa había quedado como muda, volvióse y con el médico que marchaba tras él (se habían encontrado en la última parada) continuó subiendo con paso ligero, abrazando otra vez a su hermana.
- ¡Qué suerte, querida Macha!
Y, quitándose el abrigo y las botas, se dirigió a la habitación de su mujer.