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VIII
ОглавлениеInvitado por el conde Ilia Andreievitch, el príncipe Andrés fue a comer a casa de los Rostov y allí pasó todo el día.
Todos los de la casa comprendían por qué iba, y él, sin ocultarlo, procuró pasar todo el tiempo con Natacha. No sólo en el alma de Natacha, asustada pero feliz y entusiasmada, sino también por toda la casa, se sentía el miedo de alguna cosa importante que había de realizarse. La Condesa, con ojos tristes, pensativos y severos, miraba al príncipe Andrés mientras hablaba con Natacha y tímidamente, para disimular, empezaba una conversación sin importancia, en cuanto él se volvía. Sonia tenía miedo de dejar a Natacha y temía estorbarlos cuando estaba entre ellos dos. Natacha palidecía de miedo, tímida, cuando por un momento se quedaba sola con él. Le extrañaba la timidez del Príncipe. Comprendía que había de decirle alguna cosa, pero que no se decidía.
Cuando, por la noche, el príncipe Andrés se marchó, la Condesa, en voz baja, le preguntó a Natacha:
- ¿Y qué?
- Mamá, por Dios, no me preguntes nada ahora. No debemos hablar de ello.
Pero por la noche, Natacha, ora emocionada, ora asustada, con los ojos inmóviles, permaneció mucho rato tendida en la cama de su madre. Tan pronto le contaba los cumplidos que él le hacía, como le decía que se marcharía al extranjero, o le preguntaba dónde pasarían el verano, o le hablaba de Boris.
- ¡No he sentido jamás cosa semejante! - decía Natacha -. Ante él me encuentro extraña, tengo miedo; ¿qué quiere decir esto? ¿Eh? Mamá, ¿duermes?
- No, hija mía; yo también tengo miedo - dijo la Condesa -. Ve, ve a dormir.
-Es igual; tampoco dormiría. ¡Qué tontería es dormir! ¡Mamá, mamá, no había experimentado jamás cosa semejante! -repetía, aterrorizada y admirada de aquel sentimiento que descubría-. ¡Quién había de decirlo!
A Natacha le parecía que se había enamorado del príncipe Andrés desde que le vio por primera vez en Otradnoie. Estaba asustada de aquella suerte extraña e inesperada que había hecho que se encontrara de nuevo con aquel a quien ella había escogido entonces (de esto estaba firmemente convencida), y que, a juzgar por las apariencias, ella no le era del todo indiferente. «Y como si fuese hecho a propósito, él está en San Petersburgo cuando estamos nosotros; y nos hemos encontrado en el baile. Eso es el destino. Está bien claro que todo esto es obra del destino. La primera vez que le vi experimenté una sensación extraña.»
- ¿Qué es lo que te ha dicho? ¿Qué versos son aquellos…? - dijo pensativamente la madre, refiriéndose a unos versos que el príncipe Andrés había escrito en el álbum de Natacha.
-Mamá, ¿verdad que no es ningún mal que sea viudo?
- Basta, Natacha, basta. Reza. Los casamientos se hacen en el cielo.
-Pero, mamita, mujer, ¡si supieras cuánto lo quiero! ¡Qué contenta estoy! - exclamó Natacha, llorando de emoción y de felicidad y abrazando a su madre.
A aquella hora, el príncipe Andrés se encontraba en casa de Pedro y le hablaba de su amor por Natacha y de su intención de casarse con ella.
Aquel día había reunión en casa de la condesa Elena. Entre los invitados se encontraban el embajador francés, el gran Duque, quien frecuentaba mucho la casa desde hacía poco tiempo, y muchas grandes damas y personalidades. Pedro, abajo, atravesaba los salones y dejaba sorprendidos a todos los que le veían a causa de su expresión concentrada, distraída y oscura.
Desde el baile, Pedro se sentía preso de una hipocondría que procuraba vencer con desesperados esfuerzos. A raíz de las relaciones del gran Duque con su mujer, inesperadamente había sido nombrado chambelán, y a partir de aquel momento empezó a sentir aburrimiento y vergüenza en la alta sociedad. Ideas tenebrosas sobre la vanidad de todo lo de este mundo le ensombrecían a menudo. Desde que había descubierto los sentimientos de su protegida Natacha y del príncipe Andrés, su mal humor aumentaba por el contraste de su situación y la de su amigo. Procuraba no pensar ni en su mujer, ni en Natacha, ni en el príncipe Andrés.
Pedro, al salir del piso de la Condesa, a medianoche, había ido a sentarse arriba, en la habitación de techo bajo, llena de humo; ante la mesa, con una bata vieja, hacía copias de actas cuando alguien entró.
Era el príncipe Andrés:
- ¡Ah! ¿Eres tú? - exclamó Pedro con tono distraído y descontento -. Aquí me tienes - dijo mostrando la libreta con el gesto de huir de las miserias de la vida con el cual los desgraciados miran el trabajo que están haciendo.
El príncipe Andrés, con el rostro radiante, entusiasta, transformado, se paró ante Pedro y, sin darse cuenta de su expresión triste, le sonrió con el egoísmo de la felicidad.
- Y bien, amigo - dijo -. Ayer quería hablarte y hoy he venido para esto. En mi vida había experimentado cosa semejante. Estoy enamorado, amigo mío.
Pedro suspiró pesadamente y se dejó caer sobre el diván, al lado del Príncipe.
- De Natacha Rostov, ¿verdad?
- Sí, sí, claro. ¿De quién sino de ella? No lo hubiera creído nunca, pero esto es más fuerte que yo. Ayer sufrí mucho; pero no daría este sufrimiento por nada del mundo. Antes no vivía, pero ahora no puedo vivir sin ella. Pero ¿puede amarme? Soy viejo para ella… ¿Por qué no me dices nada?
- ¿Yo, yo? ¿Qué quieres que te diga? - dijo Pedro súbitamente. Levantándose, empezó a pasear por la habitación -. Ya hacía mucho tiempo que lo pensaba… Esta muchacha es un tesoro, tan… Es una rareza… Amigo, por favor, no dudes más y cásate, cásate, cásate; estoy seguro de que no habrá hombre más feliz que tú.
- Pero, ¿y ella?
-Ella te ama.
- No digas tonterías - dijo el príncipe Andrés sonriendo y mirando a Pedro de hito en hito.
- Ella te ama…, yo lo sé - exclamó Pedro.
- No, escucha - dijo el Príncipe deteniéndole con la mano -. ¿Sabes en qué situación me encuentro? Tengo necesidad de decirlo a alguien.
- Bueno, pues. Di. Estoy muy contento.
Y, en efecto, el rostro de Pedro cambiaba, las arrugas desaparecían y con gesto alegre escuchaba al príncipe Andrés.
Éste parecía otro hombre. ¿Dónde estaban su enojo, su desprecio de sí mismo, aquel extraño desengaño de todo? Pedro era la única persona ante la cual se podía decidir a confesarse, y exprimió todo lo que tenía en el alma. Sosegadamente, con atrevimiento, hacía los planes para un largo porvenir; decía que no podía sacrificar su felicidad por el capricho de su padre, que él sabría obligarle a dar el consentimiento a su matrimonio, a verlo con gozo; de lo contrario, lo haría sin su consentimiento. Y a veces se admiraba de este sentimiento que se apoderaba de él en absoluto, como de una cosa extraña, independiente de sí mismo.
- Si alguien me hubiese dicho que yo podía enamorarme de esta manera, no lo hubiera creído. Esto no se parece en nada a lo que sentía antes. Para mí, el mundo está dividido en dos partes: ella, y con ella la felicidad, la esperanza; la otra parte, todo aquello donde ella no está: la tristeza, la oscuridad, el final - dijo el príncipe Andrés.
- La oscuridad, las tinieblas… - replicó Pedro -. Sí, lo comprendo.
-Yo no puedo dejar de amar la claridad; esto no es culpa mía; y soy muy feliz. ¿Me comprendes? Ya sé que compartes mi alegría.
- Sí, sí - afirmó Pedro mirando a su amigo con ojos que expresaban tristeza y ternura. Y cuanto más brillante le parecía la suerte del príncipe Andrés, más negra le parecía la suya.