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XIX

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El viejo criado hallábase sentado en su lugar de costumbre y escuchaba los ronquidos del Príncipe. En el gran gabinete, situado en el ala extrema de la casa, podían oírse, a través de las puertas cerradas, los pasajes difíciles de la Sonata de Dussek repetidos por vigésima vez.

En aquel momento, un coche se detuvo a la entrada y el príncipe Andrés saltó del carruaje. Dio la mano a su esposa para ayudarla a bajar y la hizo pasar adelante. Tikhon, con peluca gris, anunció en voz baja, desde la puerta del gabinete de trabajo, que el Príncipe dormía, y cerró la puerta rápidamente. Tikhon sabía que ni la llegada del hijo ni cualquier otro acontecimiento, por extraordinario que fuese, podía trastornar las costumbres establecidas. Seguramente el príncipe Andrés lo sabía tan bien como el criado. Consultó el reloj como para comprobar si los hábitos de su padre habían cambiado desde que hubo dejado de verlo, e, informado sobre este particular, se dirigió a su esposa.

- Despertará dentro de veinte minutos - le dijo -. Mientras tanto vayamos a ver a la princesa María.

La pequeña Princesa había engordado mucho durante los últimos tiempos, pero sus ojos y el labio sonriente sombreado por un ligero bozo elevábase de la misma manera alegre y encantadora cada vez que comenzaba a hablar.

- ¡Pero si esto es un palacio! - dijo a su marido, mirándolo con aquella expresión que se adquiere para felicitar a un huésped por la magnificencia del baile que celebra -. Vamos deprisa, deprisa.

Y volvíase sonriente a Tikhon, a su marido y al criado que les acompañaba.

-Sin duda, María está haciendo escalas. No hagamos ruido y así le daremos una sorpresa.

El príncipe Andrés subía tras ella con una expresión tierna y triste.

- Te has hecho viejo, Tikhon - dijo, al pasar, al viejo criado que le besaba la mano.

Al encontrarse ante la habitación donde sonaba el clavecín, salió de una puerta lateral la rubia y hermosa francesa mademoiselle Bourienne. Parecía loca de alegría.

- ¡Ah! La Princesa se alegrará mucho-dijo-. Voy a avisarla.

- No, no, hágame el favor. Es usted mademoiselle Bourienne; ya la conocía por la amistad que mi cuñada le profesa - repuso la Princesa besando a la señorita de compañía -. No tiene ni idea de que estamos aquí.

Se acercaron a la puerta de la salita, tras la cual oíase el pasaje que se repetía incesantemente. El príncipe Andrés se detuvo e hizo un gesto como si escuchara algo desagradable. La Princesa entró. El pasaje se interrumpió en su mitad. Oyóse un grito, los pesados pasos de la princesa María y un rumor de besos. Cuando entró el príncipe Andrés, las dos cuñadas, que no se habían visto desde poco tiempo después del matrimonio del Príncipe, se besaban, todavía abrazadas.

El príncipe Andrés besó a su hermana.

- ¿Irás a la guerra, Andrés? - preguntó ella, suspirando.

Lisa también se estremeció.

- Mañana mismo - repuso el Príncipe.

- Me abandona aquí sólo Dios sabe por qué. Tan fácil como le hubiera sido ascender y…

La princesa María, sin escuchar, siguiendo el hilo de sus propios sentimientos, se dirigió a su cuñada, mirándole tiernamente la cintura.

- ¿De veras? - preguntó.

Se turbó el rostro de la Princesa y suspiró.

- ¡Oh, sí, de veras! -repuso-. ¡Ah! ¡Es terrible!

El breve labio de Lisa temblaba. Acercó la cara a su cuñada y de nuevo se echó a llorar.

- Necesitas descansar - dijo el príncipe Andrés frunciendo el entrecejo -. ¿No es cierto, Lisa? Llévatela - dijo a su hermana -. Yo iré a ver a papá. ¿Cómo está? Siempre el mismo, ¿verdad?

- El mismo. No sé cómo lo encontrarás - dijo la Princesa riendo.

- ¿Las mismas horas, los mismos paseos por los caminos? ¿Y el torno? - preguntó el príncipe Andrés con una sonrisa imperceptible que demostraba que, a pesar de todo, su amor y su respeto por su padre constituían su debilidad.

- Las mismas horas y el torno, y además las matemáticas y mis lecciones de geometría - replicó alegremente la Princesa, como si aquellas lecciones fuesen una de las cosas más divertidas de su vida.

Cuando hubieron transcurrido los veinte minutos necesarios para que despertara el Príncipe, llegó Tikhon en busca del príncipe Andrés, para acompañarle al lado de su padre. Para honrar la llegada de su hijo, el anciano había cambiado un poco sus costumbres. Ordenó que se le acompañase a su habitación mientras se preparaba para la mesa.

El Príncipe vestía a la moda antigua, con caftán, y se empolvaba. En el momento en que el príncipe Andrés, no con aquella expresión desdeñosa y afectada que adoptaba en los salones, sino con el rostro resplandeciente que tenía cuando hablaba con Pedro, entraba en la habitación de su padre, el viejo se había sentado al tocador, sobre una silla de brazos de cuero, y, cubierto con un peinador, abandonaba la cabeza en manos de Tikhon.

- ¿Qué hay, guerrero? ¡Vas a batir a Bonaparte! - dijo el viejo sacudiendo la cabeza empolvada todo lo que la trenza le permitía y que Tikhon tenía sujeta entre las manos -. Sí, sí. Métele mano. Si no, pronto seremos todos súbditos suyos. Buenos días-y le ofreció la mano.

La siesta de antes de comer le ponía de buen humor. Decía que el mediodía era de plata, pero que la siesta de antes de comer era de oro. Miró alegremente a su hijo bajo las espesas cejas caídas. El príncipe Andrés se acercó a él y le besó en el lugar que el viejo le señaló. No respondió nada al tema de conversación predilecto de su padre: la burla de los militares de hoy y, sobre todo, de Bonaparte.

- Sí, padre, he venido con mi mujer, que está encinta - dijo el príncipe Andrés siguiendo con una mirada animada y respetuosa los movimientos de cada rasgo del rostro de su padre -. ¿Cómo estás?

-Amigo mío, solamente los tontos o los depravados se encuentran mal. Tú ya me conoces. De la mañana a la noche trabajo con moderación y por esto me encuentro bien.

-Alabado sea Dios - dijo él hijo sonriendo.

-Dios no tiene nada que ver con esto-y volviendo a su idea añadió -: Bien, explícame cómo los alemanes nos han enseñado a batir a Napoleón, según esa nueva ciencia vuestra que se llama estrategia.

- Papá, permíteme que me rehaga un poco - dijo con una sonrisa que demostraba que la debilidad de su padre no le impedía respetarlo y quererle -. Todavía no he abierto las maletas.

- Lo mismo da, lo mismo da - gritó el viejo sacudiendo la pequeña trenza para ver si estaba bien hecha y cogiendo la mano de su hijo-. La habitación de tu esposa está a punto. La princesa María la acompañará y la instalará allí. Las mujeres no hacen otra cosa que hablar continuamente. Estoy muy contento de poderla ver. Siéntate y cuéntame. Comprendo el ejército de Mikelson, el de Tolstoy y el desembarco simultáneo… ¿Qué hará entonces el ejército del Sur? Ya sé que Prusia se mantiene neutral. Y Austria, ¿qué hace? - dijo levantándose y comenzando a pasear por la habitación, seguido de Tikhon, que corría tras él entregándole las distintas prendas de su vestido-. ¿Qué hará Suecia? ¿Cómo se las arreglarán para atravesar Pomerania?

A las preguntas de su padre, el príncipe Andrés comenzó a exponer los planes de campaña proyectados, hablando primero con frialdad, pero animándose paulatina e involuntariamente, pasando, como de costumbre, del ruso al francés. Explicó que un ejército de noventa mil hombres había de amenazar Prusia para sacarla de su neutralidad y arrastrarla a la guerra; que una parte de este ejército había de unirse a las tropas de Suecia en Stralsund; que doscientos veinte mil austriacos, unidos a cien mil rusos, habían de operar en Italia y en las márgenes del Rin; que cinco mil rusos y cinco mil ingleses desembarcarían en Nápoles, y, finalmente, que un ejército de quinientos mil hombres invadiría Francia por distintos puntos.

El viejo Príncipe, que parecía no escuchar la explicación, continuaba vistiéndose sin dejar de andar, interrumpiéndole tres veces de una forma imprevista. La primera se detuvo y exclamó:

- Blanco. blanco…

Esto quería decir que Tikhon no le entregaba el chaleco que quería. La otra vez se detuvo y preguntó:

- ¿Dará pronto a luz tu mujer?

E inclinando la cabeza había dicho en tono de enfado:

-No va bien. Continúa, continúa…

- No me has dicho nada nuevo - y, preocupado, el viejo murmuró rápidamente-: «… No sé cuándo vendrá.» Ve al comedor.

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