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IV

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Índice

El resto de la infantería atravesaba el puente a paso de maniobra, apelotonándose a la salida. Una vez hubieron pasado todos los carros, los empujones dejaron de ser tan violentos y el último batallón penetró en el puente, únicamente los húsares de Denisov manteníanse al otro extremo del puente, frente al enemigo. Éste, que se distinguía a lo lejos, sobre la montaña situada ante el río, no veíase aún desde el puente, y el horizonte se encontraba limitado a una media versta de distancia por un collado por donde se deslizaba un arroyuelo. Hacia delante extendíase una especie de desierto donde maniobraban unas patrullas de cosacos. De pronto, sobre las lomas opuestas a la carretera, aparecieron tropas con capotes azules y artillería. Eran franceses. El destacamento de cosacos se dirigió al trote hacia las lomas. Todos los oficiales y soldados del escuadrón de Denisov, a pesar de que procuraban hablar de cosas indiferentes y miraban de soslayo, no cesaban de pensar en lo que se preparaba al pie de la montaña y contemplaban constantemente las manchas que producían en el horizonte las tropas enemigas.

Al mediodía aclaró el tiempo otra vez y cayó el sol a plomo sobre el Danubio y las montañas oscuras que le rodeaban. No corría ni la más insignificante brisa y de vez en cuando llegaban desde la montaña el sonido de los clarines y el grito del enemigo. Entre el escuadrón y éste no veíase a nadie, a excepción de algunas patrullas; un espacio vacío de unas trescientas sagenes les separaba. El enemigo había dejado de disparar y la línea terrible, inabordable e inalcanzable, que dividía los dos campos adversarios hacíase aún más sensible.

- El diablo sabe lo que se traen entre manos - gruñó Denisov-. ¡Eh, Rostov!-gritó al joven, que parecía muy contento -. Por fin se te ve - y sonrió con aire de aprobación, evidentemente muy satisfecho del suboficial.

Rostov, en efecto, sentíase completamente feliz. En aquel momento apareció un jefe en el puente y Denisov acercóse a él al galope.

- Excelencia, permítame atacar. Yo les haré retroceder.

- ¿Cómo habla usted de ataque? - dijo el jefe con voz enojada, frunciendo el entrecejo, como si quisiera apartar de sí una mosca molesta -. ¿Qué hace usted aquí? ¿No ve que se retira a la descubierta? Haga retroceder al escuadrón.

El escuadrón atravesó el puente y se colocó fuera de tiro, sin perder un solo hombre. Después del escuadrón pasó otro, que se encontraba en línea, y los últimos cosacos abandonaron aquel lado del río.

Dos escuadrones del regimiento de Pavlogrado atravesaron el puente, uno tras otro, en dirección a la montaña. El coronel Karl Bogdanitch Schubert se acercó al escuadrón de Denisov y siguió su camino no lejos de Rostov sin prestarle la menor atención.

Jerkov, que no hacía mucho había dejado el regimiento de Pavlogrado, se acercó al coronel. Después de su destitución del Estado Mayor no se quedó en el regimiento, alegando que no era tan tonto como para trabajar en filas cuando en el Estado Mayor, sin hacer nada, podía ganar muchas más condecoraciones; y con esta idea había conseguido hacerse nombrar oficial a las órdenes del príncipe Bagration. Ahora iba a dar una orden del general de retaguardia a su antiguo jefe.

- Coronel - dijo con sombrío aspecto -, se ha dado la orden de detención y de prender fuego al puente.

-¿Quién lo ha mandado? -preguntó el Coronel con aspereza.

- No lo sé, Coronel - replicó seriamente Jerkov -, pero el Príncipe me ha ordenado esto: «Ve y dí al Coronel que los húsares retrocedan tan deprisa como puedan y que incendien el puente.»

Detrás de Jerkov, un oficial de la escolta se dirigió al Coronel de húsares con la misma orden. Tras él, montando un caballo cosaco que a duras penas podía manejar, galopaba el corpulento Nesvitzki.

- Coronel - gritó galopando aún -, le he dicho a usted que incendiaran el puente. ¿Quién ha rectificado mi orden? Parece que todos se hayan vuelto locos.

El Coronel detuvo al regimiento sin mucha prisa y se dirigió a Nesvitzki.

- Me ha hablado usted de materias inflamables - dijo -, pero no me ha dicho nada con respecto a prender fuego al puente.

- ¿Cómo se entiende? - dijo Nesvitzki quitándose la gorra y alisándose con la mano los cabellos, empapados en sudor -. ¿Cómo es posible que no le haya dicho yo que prendiera fuego al puente si se han colocado en él materias inflamables? Amigo mío…

- Yo no soy para usted ningún «amigo mío», señor oficial de Estado Mayor, y no me ha dicho que prendiera fuego al puente. Sé muy bien mi obligación y acostumbro cumplir estrictamente las órdenes que se me dan. Usted me ha dicho: «Prenderán fuego al puente.» Pero ¿quién? No puedo saberlo, diablo.

- Siempre ocurre lo mismo - dijo Nesvitzki con un ademán -. ¿Qué haces aquí? - preguntó a Jerkov.

-He venido a dar la misma orden. Vienes muy mojado. Acércate, acércate…

- ¿Qué dice usted, señor oficial? - continuó el Coronel con tono ofendido.

- Coronel - le interrumpió el oficial de la escolta -, hay que darse prisa o de lo contrario el enemigo acercará sus cañones hasta ponerlos a tiro de metralla.

El Coronel miró en silencio al oficial de la escolta, al corpulento oficial de Estado Mayor Jerkov y frunció el entrecejo.

- Incendiaré el puente - dijo con voz solemne, como si quisiera dar a entender que, a pesar de todos los disgustos que se le ocasionaban, haría todo cuanto fuera necesario hacer. Y espoleando al caballo con sus piernas largas y musculosas, como si el animal tuviera la culpa de todo, el Coronel avanzó y ordenó al segundo escuadrón, aquel en, que servía Rostov bajo las órdenes de Denisov, que volviera al puente.

Las caras alegres de los soldados del escuadrón cobraron la expresión severa que tenían cuando se encontraban bajo las granadas. Rostov miró al Coronel, sin bajar los ojos. Pero el Coronel no se volvió ni una sola vez a Rostov, y, como siempre, desde las filas miraba con altivez y solemnidad. El escuadrón esperaba la orden.

- Aprisa, aprisa - gritaban en torno suyo algunas voces.

Colgando los sables de las sillas, con gran ruido de espuelas, precipitábanse a caballo los húsares, sin saber siquiera lo que iban a hacer. Los soldados se santiguaban. Rostov no miraba ya al Coronel ni tenía tiempo de hacerlo. Tenía miedo. Su corazón latía, temiendo que los húsares llegasen tarde. Cuando entregó su caballo al soldado le temblaba la mano y sintió que la sangre afluía a oleadas a su corazón. Denisov pasó ante él, gritando algo. Rostov no veía sino a los húsares que corrían en torno suyo, tropezando con las espuelas y produciendo un gran ruido con los sables.

- ¡Camilla! - gritó una voz tras él.

Rostov no se dio cuenta de lo que significaba la petición de una camilla. Corría, procurando tan sólo llegar el primero; pero cerca ya del puente dio un paso en falso y cayó de bruces sobre el pisoteado y pegajoso barro. Los demás pasaron ante él.

- Por ambos lados, teniente - decía la voz del Coronel, que, a caballo constantemente, avanzaba o retrocedía cerca del puente, con la cara triunfante y alegre.

Rostov, limpiándose las manos sucias de barro en el pantalón, miró al Coronel y quiso correr más allá, imaginándose que cuanto más lejos fuera mejor quedaría. Pero fuera que Bogdanitch no le hubiese mirado o reconocido, le llamó con cólera.

- ¿Quién es ese que corre por el centro del puente? ¡A la derecha, suboficial, a la derecha y atrás! - y se dirigió a Denisov, quien, valeroso y audaz, paseábase a caballo sobre las maderas del puente.

- ¿Para qué servirá esa imprudencia, capitán? Mejor será que desmonte.

- ¡Bah! Solamente cae el que ha de caer - replicó Denisov volviéndose sobre la fila.

Mientras tanto, Nesvitzki, Jerkov y el oficial de la escolta continuaban de pie, agrupados y fuera de tiro, contemplando aquel puñado de hombres con gorras amarillas, guerreras verde oscuro con brandeburgos y pantalones azules, que avanzaban de lejos, y el grupo de hombres con los caballos, entre los cuales podían distinguirse fácilmente los cañones.

¿Conseguirían o no prender fuego al puente? ¿Quién sería el primero? ¿Lo incendiarían y podrían huir, o bien los franceses se acercarían lo bastante para ametrallarlos y no dejar a uno solo con vida? Estas preguntas acudían voluntariamente a todos los soldados que se encontraban al otro lado del puente y que, a la clara luz de la tarde, contemplaban a aquél, a los húsares y a los capotes azules que se movían al otro lado con las bayonetas y los cañones.

- Esto será terrible para los húsares - dijo Nesvitzki -; ya se encuentran a tiro de metralla.

- No había necesidad de haber mandado a tantos hombres - dijo el oficial de la escolta.

- Sí, ciertamente - opinó Nesvitzki -; para esto, con dos hombres hubiera bastado.

- ¡Ah, Excelencia! - intervino Jerkov, sin separar la vista de los húsares pero conservando su tono inocente que no permitía distinguir si hablaba en serio o no -. ¡Ah, Excelencia! ¿Cómo dice usted enviar dos soldados tan sólo? ¿Quién nos daría entonces la Cruz de Vladimir? Más vale que se pierdan todos y que se proponga a todo el escuadrón para la recompensa, porque todos tendremos entonces una condecoración. Bogdanitch ya sabe lo que se hace.

- ¡Ah! - dijo el oficial de la escolta -. Ya ametrallan - y señalaba a los cañones puestos en funcionamiento y que avanzaban pesadamente.

Del lado de los franceses donde se encontraban los cañones se levantó una columna de humo, y casi simultáneamente una segunda y una tercera, y, mientras llegaba el ruido del primer disparo, una cuarta. Después oyéronse dos detonaciones, una tras otra, y luego la tercera.

- ¡Oh, oh! - dijo Nesvitzki, como si hubiera sentido un dolor muy agudo, y cogió al oficial de la escolta por un brazo -. Mire, ya ha caído el primero. Mire.

- Y me parece que también el segundo.

- Si fuese rey, no haría nunca la guerra - dijo Nesvitzki volviendo la cabeza.

Los cañones franceses se cargaban de nuevo apresuradamente. La infantería de los capotes azules corría hacia el puente; la humareda apareció de nuevo en diversos lugares y zumbó la metralla, estrellándose sobre el puente. Esta vez, sin embargo, Nesvitzki no pudo ver lo que ocurría. Lo cubría todo un humo espeso. Los húsares habían conseguido prender fuego y las baterías francesas tiraban contra ellos no para impedirlo, sino porque los cañones estaban cargados y no sabían contra quiénes tirar. Los franceses pudieron tirar tres veces antes de que los húsares hubiesen tenido tiempo de volver a montar a caballo. Dos de estos disparos estaban mal dirigidos y la metralla pasó por encima de los húsares, pero la tercera cayó en medio del grupo y derribó a tres.

Rostov se detuvo en medio del puente sin saber qué hacer. No había nadie a quien atacar de la forma en que él había imaginado que eran los combates, y no podía ayudar a incendiar el puente porque no había cogido brasa ninguna, como hicieron los demás soldados. Estaba de pie y miraba cuando, de pronto, algo chocó contra el puente con gran estrépito y uno de los húsares más cercanos a él cayó, gimiendo, sobre la baranda. Rostov corrió con los demás. Alguien gritó: «¡Camilla!» Cuatro hombres cogieron al húsar y lo levantaron.

-¡Ay, ay, ay! ¡Dejadme! ¡Por Dios, dejadme!-gritó el herido.

Pero, a pesar de sus gemidos, le tendieron sobre la camilla. Rostov se volvió y, como si buscase algo, miró a lo lejos, al cielo y al sol, sobre el Danubio. El cielo le pareció magnífico. ¡Era tan azul, tan sereno, tan profundo…! ¡Qué majestuoso y claro era el sol poniente! ¡Cuán suavemente brillaba el agua en el Danubio! Y todavía eran mucho más hermosas las azulencas y largas montañas tras el río, los picos misteriosos y los bosques de pinos rodeados de niebla. Allí todo estaba en calma, todo era feliz.

«Si estuviera allí, no desearía nada - pensó Rostov -. En mí y en ese cielo hay tanta felicidad, y aquí… gemidos, sufrimientos, miedo, esta inquietud, esta fiebre… Otra vez gritan algo. De nuevo todos corren hasta allí, y yo corro con ellos. Y he aquí que la muerte está a mi lado. Un solo instante y no veré ya más ni este sol, ni este aire, ni estas montañas…»

Comenzó entonces a ocultarse el sol detrás de las nubes. Ante Rostov aparecieron las camillas, y el miedo de la muerte y de las camillas, y el amor al sol y a la vida, se mezclaban en su cerebro en una impresión enfermiza y trastornadora.

«¡Oh Dios mío, Señor!, Tú que estás en los cielos, sálvame, perdóname y protégeme», murmuró Rostov.

El húsar corrió hacia los caballos; las voces se hicieron más fuertes y más tranquilas y las camillas desaparecieron de sus ojos.

- ¡Vaya, camarada, ya has probado el gusto de la pólvora! - le gritó Denisov al oído.

«Todo ha terminado y soy un cobarde, sí, un cobarde», pensó Rostov. Gimiendo, cogió las riendas de Gratchic de manos de un soldado.

- ¿Qué era? ¿Metralla? - preguntó a Denisov.

- ¡Y vaya metralla! - exclamó Denisov -. Han trabajado como leones, a pesar de que no era un trabajo agradable. El ataque es una gran cosa; siempre de cara; pero aquí, maldita sea, te atacan por la espalda.

Y Denisov se alejó hacia el grupo que, parado cerca de Rostov, formaba el Coronel, Nesvitzki, Jerkov y el oficial de la escolta.

«Me parece que nadie se ha dado cuenta», pensó Rostov.

En efecto, nadie se había percatado, porque todos conocían el sentimiento experimentado por primera vez por el suboficial que todavía no ha entrado en fuego.

- Será considerada una acción excelente - dijo Jerkov-. Quizá me propongan para un ascenso.

-Anuncie al Príncipe que he prendido fuego al puente - dijo el Coronel con alegría y solemnidad.

-Si me pregunta las bajas…

- ¡No ha sido nada! - dijo en voz baja el Coronel -. Un muerto y dos heridos - continuó con visible alegría, incapaz de reprimir una sonrisa de satisfacción al pronunciar la palabra «muerto».

Perseguido por un ejército de más de cien mil hombres mandados por Bonaparte, entorpecido por habitantes animados de intenciones hostiles, perdida la confianza en los aliados, falto de provisiones y obligado a obrar fuera de todas las condiciones previstas de la guerra, el ejército ruso de treinta y cinco mil hombres, bajo el mando de Kutuzov, retrocedía rápidamente siguiendo el curso del Danubio, deteniéndose allí donde se veía rodeado por el enemigo y defendiéndose por la retaguardia tanto como le era necesario para retirarse sin perder bagajes. Había habido combates en Lambach, Amsterdam y Melk; pero a pesar del coraje y la firmeza, reconocidos hasta por el propio enemigo, que los rusos habían demostrado, el resultado de estas acciones no era sino una retirada cada vez más rápida. Las tropas austriacas que habían evitado la capitulación en Ulm, y se habían unido a Kutuzov en Braunau, habíanse separado últimamente del ejército ruso y Kutuzov veíase reducido tan sólo a sus débiles fuerzas ya agotadas. Era imposible pensar en defender Viena. En lugar de la guerra ofensiva, premeditada según las leyes de la nueva ciencia - la estrategia -, el plan de la cual había sido remitido a Kutuzov durante su estancia en Viena por el Consejo Superior de Guerra austriaco, el único objeto, casi inaccesible, que entonces se presentaba a Kutuzov consistía en reunirse a las tropas que llegaban de Rusia, sin perder al ejército como Mack en Ulm.

El día 28 de octubre, Kutuzov pasaba con su ejército a la ribera izquierda del Danubio y se detenía por primera vez, interponiendo el río entre él y el grueso del ejército enemigo. El día 30 se lanzó al ataque y deshizo la división de Mortier, que se encontraba en la orilla izquierda del Danubio. En esta acción consiguió apoderarse de unas banderas, algunos cañones y dos generales enemigos. También por primera vez, después de dos semanas de retirada, se detenía el ejército ruso y, después de un combate, no solamente quedaba dueño de la situación, sino que había logrado expulsar a los franceses.

El l de noviembre, Kutuzov recibió de uno de sus espías un informe según el cual el ejército ruso encontrábase en una situación casi desesperada. El informe decía que los franceses, con un enorme contingente de fuerzas, después de atravesar el puente de Viena, se dirigían contra la línea de comunicación de Kutuzov con las tropas procedentes de Rusia. Si Kutuzov se quedaba en Krems, los ciento cincuenta mil hombres del ejército de Napoleón le impedirían el paso por todas partes, rodearían su fatigado ejército de cuarenta mil hombres y se encontraría en la situación de Mack en Ulm. Si Kutuzov se decidía a abandonar la línea de comunicación con las tropas procedentes de Rusia, había de penetrar, ignorando el camino, en el desconocido y montañoso país de Bohemia, y, defendiéndose de un enemigo muy superior en número y armamento, renunciar a toda esperanza de reunirse con Buksguevden. Si Kutuzov decidía replegarse por la carretera de Krems a Olmutz para reunirse a las tropas que venían de Rusia, exponíase a que los franceses que acababan de atravesar el puente de Viena aparecieran ante él, viéndose entonces obligado a aceptar la batalla durante la marcha, con todo el impedimento de bagajes y furgones y contra un enemigo tres veces superior en número, que le cerraría el paso por todas partes. Kutuzov se decidió por esto.

Tal como había anunciado el espía, los franceses, después de atravesar el río en Viena, se dirigieron a marchas forzadas sobre Znaim por la carretera que seguía Kutuzov, a unas cien verstas de distancia. Llegar a Znaim antes que los franceses era una gran esperanza de salvación para el ejército. Dejar a los franceses el tiempo de llegar, indudablemente era infligir al ejército una derrota comparable a la de Ulm, con la pérdida total de las fuerzas. Pero anticiparse a los franceses con todo el ejército era imposible. La marcha de los franceses desde Viena a Znaim era mucho más corta y mejor que la que habían de hacer los rusos desde Krems.

La misma noche que recibió el informe, Kutuzov envió la vanguardia de Bagration, cuatro mil hombres, por las montañas, a la derecha de la carretera de Krems a Znaim y la de Viena a Znaim. Bagration había de llevar a cabo esta marcha sin detenerse, teniendo delante a Viena y a la espalda a Znaim, y si conseguía adelantarse a los franceses había de detenerlos todo el tiempo que pudiera. Kutuzov en persona, con todo el ejército, se dirigía a Znaim. Después de recorrer durante una noche tempestuosa, con soldados descalzos y hambrientos y desconociendo el camino, cuarenta y cinco verstas a través de las montañas y perdiendo un tercio de sus fuerzas por los rezagados, Bagration salió a la carretera de Viena a Znaim por Hollabrum unas cuantas horas antes que los franceses, que avanzaban hacia el mismo lugar desde Viena. Kutuzov tenía todavía que marchar una jornada, con toda la impedimenta, para llegar a Znaim. Así, pues, para salvar al ejército, Bagration, con menos de cuatro mil soldados hambrientos y extenuados, había de retener durante veinticuatro horas al ejército enemigo, con el que había de enfrentarse en Hollabrum. Evidentemente, era imposible. No obstante, la caprichosa fortuna hizo posible el milagro. El éxito de la estratagema gracias a la cual había caído el puente de Viena en manos de los franceses sin disparar un solo tiro impulsó a Murat a engañar igualmente a Kutuzov. Al hallar al débil destacamento de Bagration en la carretera, creyó Murat que tenía ante sí a todo el ejército de Kutuzov. Con objeto de aniquilarlo por completo, quiso esperar a los rezagados por la carretera de Viena, y, en consecuencia, propuso un armisticio de tres días con la condición de que los dos ejércitos conservarían sus posiciones respectivas y no darían un solo paso. Afirmaba Murat que ya se habían entablado negociaciones de paz y que proponía el armisticio para evitar una inútil efusión de sangre. El general austriaco que fue a las avanzadas creyó las palabras de los parlamentarios de Murat, y al retroceder dejó al descubierto el destacamento de Bagration. El otro parlamentario se dirigió a la formación rusa para dar cuenta de la misma noticia de las entrevistas pacifistas y propuso a las tropas rusas tres días de armisticio. Bagration contestó que no podía aceptar ni rechazar tal armisticio y envió por un ayudante de campo a Kutuzov el informe sobre la proposición que acababa de serle hecha. El armisticio es para Kutuzov el único medio de ganar tiempo, de dar descanso al fatigado destacamento de Bagration y adelantar, con los furgones y los bagajes cuyos movimientos no veían los franceses, toda la distancia posible que le separaba de Znaim. La proposición de armisticio ofreció la única e inesperada posibilidad de salvar al ejército. Al recibir esta noticia, Kutuzov envió inmediatamente al ayudante de campo Witzengerod al campamento enemigo. Witzengerod había no sólo de aceptar el armisticio, sino proponer también las condiciones de capitulación, y, mientras tanto, Kutuzov enviaría a sus ayudantes de campo a acelerar todo lo posible el movimiento de los furgones y de la impedimenta por la ruta de Krems a Znaim. Únicamente el destacamento hambriento y fatigado de Bagration había de quedar inmóvil ante el enemigo, ocho veces más fuerte, y cubrir la marcha de todo el ejército y de sus bagajes.

La esperanza de Kutuzov se realizaba. La propuesta de capitulación que no obligaba a nada, dio a buena parte de la impedimenta el tiempo suficiente para pasar, y no hubo de tardar mucho tiempo en hacerse sentir la equivocación de Murat. En cuanto Bonaparte, que se encontraba en Schoenbrun, a veinticinco verstas de Hollabrum, recibió el informe de Murat y el proyecto de armisticio y capitulación, sospechó la estratagema y escribió a Murat la siguiente carta:

«Al príncipe Murat. Schoenbrun, 25 Brumario de l805. A las ocho de la mañana.

»Me es imposible encontrar palabras para expresar mi disgusto. Manda usted tan sólo mi vanguardia, y no tiene derecho a concertar armisticio alguno sin orden mía. Me hace perder el fruto de una campaña. Rompa inmediatamente el armisticio y láncese contra el enemigo. Le dirá usted que el general que ha firmado la capitulación no tiene poderes para hacerlo y que el único que tiene este derecho es el Emperador de Rusia. Siempre y cuando el Emperador de Rusia ratificara dichos convenios, los ratificaré yo también, pero esto no es más que una excusa. Destruya al ejército ruso. Se encuentra usted en situación de apoderarse de todo su bagaje y artillería. El ayudante de campo del Emperador de Rusia es un… Los oficiales no son nadie cuando no tienen poderes, y éste no tenía… Los austriacos se han dejado engañar en el puente de Viena. Usted se deja engañar por un ayudante de campo del Emperador.

«Napoleón.»

El ayudante de campo de Bonaparte galopó con esta carta terrible al encuentro de Murat. Bonaparte, receloso de sus generales, se dirigió con toda su guardia hacia el templo de befalls, temeroso de dejar escapar la esperada victima. El destacamento de cuatro mil hombres de Bagration preparaba alegremente el fuego, se secaba ante él, se calentaba, preparaba el rancho, por primera vez al cabo de tres días, y ni uno de los soldados pensaba ni sabía lo que le esperaba.

Colección integral de León Tolstoi

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