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IV

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Cuando la princesa María entró en el salón, ya se encontraba en él el príncipe Basilio y su hijo, hablando con la Princesa menor y mademoiselle Bourienne. Cuando entró María, caminando, como de costumbre, pesadamente, apoyando todo el pie en el suelo, los señores y mademoiselle Bourienne se levantaron y la pequeña Princesa, señalándola a los huéspedes, dijo:

- Ya está aquí María.

María los vio a todos detalladamente. Se dio cuenta de que la cara del príncipe Basilio, al verla, se entenebreció un momento y que inmediatamente se aclaraba con una sonrisa. Se dio cuenta de que el rostro de la pequeña Princesa trataba de leer curiosamente en el de los recién llegados la impresión que María les había producido. Se dio cuenta de que mademoiselle Bourienne, con su lazo y su hermosa faz y su mirada más animada que nunca, se había fijado en «él». Pero ella no podía verlo. Advirtió tan sólo una cosa grande, clara, bella, que se acercaba a ella al entrar. El primero que se le aproximó fue el príncipe Basilio. María besó la cabeza calva que se inclinaba hacia su mano y a su saludo repuso que se acordaba muy bien de él. Inmediatamente le tocó el turno a Anatolio. Continuaba no viéndolo. Sentía únicamente una mano suave que estrechaba fuertemente la suya. Vio tan sólo la frente blanca sobre la cual brillaban unos hermosos cabellos rubios. Cuando él miró, su belleza la entristeció.

-Por ahora, querido Príncipe, le tendremos a usted con nosotros - dijo la Princesa, en francés, al príncipe Basilio -. No ocurrirá lo mismo que durante las veladas de Anuchtka, de donde siempre se escapaba. ¿Recuerda usted a nuestra querida Anuchtka?

- ¡Ah! Supongo que no comenzará usted a politiquear como Anuchtka.

- ¿Y nuestra mesa de té?

- ¡Oh, sí!

- ¿Por qué no iba usted a casa de Anuchtka? - preguntó a Anatolio la princesa Lisa -. Ya lo sé, ya lo sé -dijo guiñando un ojo-. Su hermano Hipólito me ha hablado de sus aventuras. ¡Oh! -y le amenazaba con el dedo -. Ya conozco sus aventuras en París.

- ¿Hipólito no te contaba nada? - dijo el príncipe Basilio dirigiéndose a su hijo y cogiendo la mano de la Princesa, como si ésta quisiera escaparse y él la retuviese -. ¿No te contaba cómo él, Hipólito, se enamoraba de la encantadora Princesa, y cómo la encantadora Princesa se lo quitaba de encima? ¡Oh, es la perla de las mujeres! - dijo, dirigiéndose a la Princesa.

Por su parte, mademoiselle Bourienne, en cuanto oyó la palabra París, no pudo evitar el mezclar sus recuerdos personales con la conversación. Se permitió preguntar si hacía mucho tiempo que Anatolio estaba fuera de la ciudad, y qué le parecía París. Anatolio contestó con gusto, y, sonriendo y comiéndosela con los ojos, le habló de su patria. En cuanto vio a la linda parisiense, Anatolio dedujo que en Lisia-Gori se podría pasar un buen rato. «Esta señorita de compañía no está mal, nada mal. Supongo que ella, cuando se case, continuará teniéndola. La pequeña es muy linda», pensaba.

El viejo príncipe Nicolás entró en el salón con paso resuelto. Dirigió una mirada en torno suyo, y, al darse cuenta del traje nuevo de la pequeña Princesa, de los lazos de mademoiselle Bourienne y las sonrisas de ésta y Anatolio y del aislamiento de su hija, extraña en la conversación general, pensó, mirándola con cólera: «Se ha vestido como un mamarracho. ¿No le da vergüenza? Ni él mismo la mira.» Se acercó al príncipe Basilio.

- Buenos días - dijo -. Estoy muy contento de verlos.

-Para un buen amigo, unas cuantas verstas no son un trastorno - dijo el príncipe Basilio, hablando rápidamente, con aplomo y familiaridad -. Le presento a usted a mi hijo menor. ¿Puedo atreverme a esperar que le acogerá gustosamente?

El príncipe Nicolás miró a Anatolio.

- Un buen mozo - dijo -. Bien, abrázame - y le ofreció la mejilla.

Anatolio besó al viejo y le miró con curiosidad perfectamente tranquila, esperando de él una de aquellas originalidades que su padre le había prometido.

El príncipe Nicolás se sentó en su lugar habitual, en el rincón del diván. Acercó la silla destinada al príncipe Basilio y, señalándola, comenzó a interrogarle sobre las cuestiones políticas y las últimas noticias. Parecía que escuchase con atención el relato del príncipe Basilio, pero no separaba la mirada de su hija, a la que se acercó para decirle:

- Te has endomingado para los huéspedes, ¿no? Me gusta, me gusta mucho. Para los huéspedes te has vestido como una muñeca, pero te advierto delante de los huéspedes que no lo hagas nunca más sin mi permiso.

- Papá, yo tengo la culpa - dijo, ruborizándose, la pequeña Princesa.

- Tú eres libre de hacer lo que te parezca - dijo el príncipe Nicolás inclinándose ante su nuera -, pero ella no tiene ninguna necesidad de desfigurarse sin motivo. Ya es bastante fea - y volvió a sentarse en su sitio, sin prestar ninguna atención a su hija, que estaba a punto de llorar.

- Al contrario, este peinado le sienta muy bien - intervino el príncipe Basilio.

-Bien, querido joven Príncipe-dijo el príncipe Nicolás dirigiéndose a Anatolio-. Ven aquí. Hablemos. Trabemos amistad.

«Va a comenzar la farsa», pensó Anatolio. Y, sonriendo, se sentó al lado del viejo Príncipe.

- Bien, querido, según me han dicho, te has educado en el extranjero. Veo que no has sido como los otros, como tu padre y yo, a quienes un sacristán enseñó a leer y a escribir. Dime, ¿sirves en la Guardia Montada? - y miraba a Anatolio fijamente.

- No. Sirvo en el ejército regular - repuso Anatolio, que a duras penas contenía la risa.

- ¡Ah, bien, muy bien! Es decir, que quieres servir al Emperador y a la patria. Estamos en guerra. Un chico como tú ha de cumplir su deber. ¿Estás en activo?

- No, Príncipe. Nuestro regimiento ha marchado ya, y yo estoy agregado… ¿A qué estoy agregado? - preguntó, riendo, Anatolio.

-Buen servicio. «¿A qué estoy agregado?» ¡Ja, ja, ja!

El príncipe Nicolás reía y Anatolio reía aún más que él. De pronto, el príncipe Nicolás frunció el entrecejo.

- Bien, ya puedes irte.

Anatolio sonrió y volvió al grupo de las damas.

- Le has educado en el extranjero, ¿verdad? - dijo el príncipe Nicolás dirigiéndose al príncipe Basilio.

- He hecho todo lo que he podido. He de reconocer que la educación en el extranjero es mucho mejor que en nuestro país.

- Sí, hoy, claro. Todo, según la moda del tiempo. Un buen chico, un buen chico… ¡Vaya! Vamos arriba.

Cogió al príncipe Basilio y lo llevó al taller.

En cuanto se encontraron solos, el príncipe Basilio expuso sus pretensiones al príncipe Nicolás.

- ¿Qué crees? - dijo, molesto -. ¿Crees que la tengo presa, que no puedo separarme de ella? La gente lo supone - añadió encolerizado -. Por mí, mañana mismo, únicamente quisiera conocer más a mi yerno. Ya sabes mis principios. Las cartas boca arriba. Mañana, ante ti, le preguntaré si está conforme. Si dice que sí, se quedará aquí algún tiempo. Después, ya veremos.-El Príncipe resopló -. Que se case. Me tiene sin cuidado - gritó, con aquella voz penetrante con que se había despedido de su hijo.

-Príncipe, hay que reconocer que sabe usted apreciar a los hombres enseguida - dijo el príncipe Basilio con el tono del hombre que se ha convencido de la inutilidad de su picardía ante la perspicacia de su interlocutor -. Anatolio, realmente, no es un genio, pero es un chico correcto y bueno. Y muy buen hijo.

- Está bien, está bien. Ya veremos.

Después del té pasaron todos al salón de música, y la Princesa fue invitada a tocar el clavicordio. Anatolio se acomodó ante ella, al lado de mademoiselle Bourienne, y sus risueños ojos contemplaban a la princesa María, que, aterrorizada y alegre, sentía sobre sí aquella mirada. Su sonata predilecta la transportaba al mundo de la poesía más íntima, y la mirada bajo la cual se sentía añadía a este mundo una poesía mayor aún. La mirada de Anatolio, a pesar de haberse fijado en ella, nada tenía que ver con la Princesa; estaba pendiente del pequeño pie de mademoiselle Bourienne, que en aquel momento tocaba él con el suyo por debajo del clavecín. Mademoiselle Bourienne miraba también a la Princesa, que igualmente leyó en sus hermosos ojos una nueva expresión de alegría temerosa y de esperanza.

«¡Cómo me quiere esta muchacha! ¡Qué feliz soy en este momento, y qué feliz puedo ser con una amiga y un marido así! Pero ¿es un marido?», pensó la Princesa, no atreviéndose a mirarle a la cara y sintiendo constantemente su mirada sobre sí.

Por la noche, cuando, después de la cena, se dispersó la reunión, Anatolio besó la mano de la Princesa. Ella no sabía cómo tomar aquella audacia. Pero miró fijamente al bello rostro que se ofrecía a sus miopes ojos. Después Anatolio se acercó para besar la mano de mademoiselle Bourienne. Esto era una inconveniencia, pero lo hacía con tanta sencillez y con tanto aplomo… La muchacha se ruborizó y miró con terror a la Princesa.

«¡Qué delicadeza! ¿Por ventura, Amelia-era el nombre de mademoiselle Bourienne-cree que estoy celosa y que no sé comprender la pureza de su afecto por mí?», pensó la Princesa, y se acercó a mademoiselle Bourienne y la besó fuertemente. Anatolio se aproximó a la pequeña Princesa para besarle la mano.

- No, no, no. Cuando su padre me escriba diciéndome que se porta usted bien, le dejaré besarme la mano. Antes no - y levantando su minúsculo dedo salió sonriendo de la habitación.

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