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VII

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El príncipe Andrés, a caballo, se detuvo para contemplar la columna de humo de un cañón que acababa de disparar. Sus ojos recorrieron el amplio horizonte. Vio tan sólo que las masas de soldados enemigos, inmóviles hasta momentos antes, comenzaban a moverse y que, a la izquierda, como había sospechado, estaba emplazada una batería. Aún no se había disipado el humo sobre este emplazamiento. Dos caballeros franceses, probablemente dos ayudantes de campo, galopaban por la montaña al pie de la cual, sin duda para reforzar las tropas, avanzaba una pequeña columna enemiga, que se distinguía perfectamente. El príncipe Andrés volvió grupas y se lanzó al galope en dirección a Grunt, donde se reuniría con el príncipe Bagration. Tras él, el cañoneo hacíase más frecuente y violento. Los rusos comenzaron a contestar. Abajo, en el lugar donde se entrevistaron los parlamentarios, tronaban los fusiles.

Lemarrois acababa de llegar al campamento de Murat con la carta de Bonaparte, y Murat, humillado y deseoso de reparar su falta, hacía mover rápidamente sus fuerzas con la intención de atacar el centro de la posición y rodear los flancos con la esperanza de que antes del anochecer y de la llegada de Bonaparte desharía al pequeño destacamento que se encontraba ante él.

«¡Vaya, ya hemos empezado!-pensó el Príncipe, sintiendo que la sangre afluía más apresuradamente en su corazón-. ¿Dónde podré encontrar a Tolon?»

Al pasar ante las compañías que hacía un cuarto de hora comían el rancho y bebían aguardiente, vio por doquier los mismos movimientos rápidos de los soldados, que ocupaban sus posiciones y escogían los fusiles. En todas las caras brillaba idéntica animación que él sentía en su pecho. «Ya ha empezado esto. Es terrible y alegre a la vez», parecía que dijeran las caras de cada soldado y cada oficial. Antes de llegar al atrincheramiento que estaban construyendo, a la claridad de un crepúsculo de un día nuboso de otoño, percibió a un caballero que se dirigía hacia él. Éste, cubierto con un abrigo de cosaco y montando un caballo blanco, no era otro que el príncipe Bagration. El príncipe Andrés se detuvo para esperarle, y el otro paró el caballo y, reconociendo al príncipe Andrés, le saludó con una inclinación de cabeza. Continuó mirando ante sí, mientras el ayudante le contaba cuanto había visto. También la expresión de: «Ya ha empezado todo esto» leíase en el moreno rostro del príncipe Bagration, cuyos ojos, medio cerrados, parecían no mirar a ninguna parte, como si no hubiera dormido. El príncipe Andrés contempló este rostro inmóvil con una inquieta curiosidad. Quería saber si aquel hombre pensaba y sentía y qué era lo que sentía y pensaba en aquel momento. «¿Hay algo tras esta cara inmóvil?», se preguntaba el Príncipe sin cesar en su contemplación. El príncipe Bagration, con su acento oriental hablaba con particular lentitud, como si no creyese necesario apresurarse. No obstante, hizo galopar a su caballo en dirección a la batería de Tuchin, y el príncipe Andrés se reunió a los oficiales de la escolta, constituida por el oficial de servicio, el ayudante de campo personal del Príncipe, Jerkov, el ordenanza, el oficial de Estado Mayor de servicio, montado en un hermoso caballo inglés, un funcionario civil y un auditor que por curiosidad había pedido autorización para asistir a la batalla. Todos se acercaron a aquella batería, desde la cual Bolkonski había estado estudiando el campo de batalla.

- ¿De quién es esta compañía? - preguntó el príncipe Bagration al suboficial de guardia que estaba al lado de los cañones.

En realidad, en vez de hacer esta pregunta parecía como si quisiera inquirir: «¿Aquí no tenéis miedo?», y el artillero lo comprendió.

- Es la compañía del capitán Tuchin, Excelencia - dijo el interpelado irguiéndose y con voz alegre. Era un artillero rubio, con la cara cubierta de pecas.

Poco después, Tuchin informaba al Príncipe.

- Está bien - dijo Bagration por toda respuesta. Y, pensando algo, comenzó a examinar el campo de batalla que se extendía ante él.

Los franceses acercábanse cada vez más a aquel lugar. De abajo, donde se encontraba el regimiento de Kiev, y en el lecho del río, oíase el ruido de la fusilería, y más a la derecha, tras los dragones, hallábase una columna de franceses que rodeaban uno de los flancos de las tropas rusas y que había despertado la atención del oficial de la escolta, y así se lo daba a entender al Príncipe. A la izquierda estaba obstruido el horizonte por un bosque vecino. El príncipe Bagration dio órdenes a los dos batallones centrales para reforzar el ala derecha. El oficial de la escolta se atrevió a objetar al Príncipe, diciéndole que una vez los batallones estuvieran fuera de la posición quedarían los cañones al descubierto. El príncipe Bagration le miró fijamente y en silencio con una mirada vaga. La observación del oficial de la escolta pareció justa e indiscutible al príncipe Andrés, pero en aquel momento el ayudante de campo del jefe del regimiento, que se encontraba abajo, llegó con la noticia de que enormes contingentes de tropas francesas avanzaban por la llanura y que el regimiento se había dispersado y retrocedía para unirse a los granaderos de Kiev. El príncipe Bagration inclinó la cabeza en señal de aprobación y de consentimiento. Al paso de su montura, se dirigió a la derecha y envió al ayudante de campo a los dragones con la orden de atacar a los franceses. Pero el ayudante volvió al cabo de media hora y anunció que el comandante del regimiento de dragones se había replegado tras el torrente para evitar un cañoneo concentrado y terrible dirigido a su posición, por cuanto perdería a los hombres inútilmente. Por este motivo dio orden a los tiradores de echar pie a tierra y huir en dirección al bosque.

- Bien - dijo Bagration.

Mientras se alejaba de la batería en dirección a la izquierda, también oíanse tiros en el bosque, y como la distancia hasta el flanco izquierdo era demasiado grande para poder llegar oportunamente, el príncipe Bagration envió a Jerkov para que dijera al general en jefe, aquel mismo que en Braunau mandaba el regimiento que revistó Kutuzov, que retrocediera tan rápidamente como le fuera posible y se situase tras el torrente, ya que el flanco derecho no podría resistir sin duda demasiado tiempo el empuje del enemigo. Tuchin y el batallón que le cubría fueron olvidados. El príncipe Andrés escuchaba atentamente las palabras que dirigía el príncipe Bagration a los jefes y las órdenes que daba, y con gran extrañeza suya veía que en realidad no se daba ninguna orden y que el Príncipe procuraba dar a todo aquello, que se hacía por necesidad, por azar o por la voluntad de otros jefes, la apariencia de actos realizados, si no por orden suya, por lo menos de acuerdo con sus intenciones. Gracias al tacto que mostraba el príncipe Bagration. El príncipe Andrés comprendió que, a pesar del giro que pudieran tomar los acontecimientos y su independencia con respecto a la voluntad del jefe, la presencia del general era importantísima. Los jefes que se acercaban a Bagration con las caras descompuestas se reanimaban; los soldados y los oficiales le saludaban alegremente, cobrando nuevos ánimos en su presencia, y ante él se exaltaba su coraje.

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