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VIII
ОглавлениеA las ocho de la mañana, Kutuzov, a caballo, se dirigía a Pratzen a la cabeza de la cuarta columna de Miloradovitch, que era la que había de situarse en el lugar que antes ocupaban las columnas de Prjebichevski y de Lageron, que habían llegado ya al río. Saludó a los soldados del regimiento que estaban delante y dio la orden de marcha, para demostrar que tenía la intención de conducir él mismo la columna. Se detuvo muy cerca del pueblecito de Pratzen. El príncipe Andrés iba tras el general en jefe, entre el montón de personas que formaban su escolta. Estaba emocionado, malhumorado, pero resuelto y tranquilo como generalmente se encuentran los hombres cuando llega un momento largamente deseado. Estaba firmemente convencido de que aquel día sería su Tolón y su Puente de Arcola.
¿Cómo sucedería tal cosa? No lo sabía, pero se hallaba plenamente seguro de que llegaría a ser un hecho. Conocía el país y la situación de las tropas como cualquier otro del ejército ruso. Su plan estratégico había sido dado de lado; las circunstancias habían hecho que fuera imposible de ejecutar. Y mientras se acomodaba al plan de Veyroter, pensaba en los azares que podían producirse y suscitar la necesidad de sus consideraciones rápidas y de su resolución.
Abajo, a la izquierda, en la niebla, se oían las descargas entre tropas invisibles. La batalla se concentraba, pues, abajo, tal como el príncipe Andrés había supuesto. Era allí donde estaba el obstáculo principal. «Seré enviado a la batalla con una brigada o una división, y yo seguiré adelante con la bandera en la mano, deshaciendo todo lo que me salga al paso», pensaba.
El príncipe Andrés no podía mirar con indiferencia las banderas de los batallones que pasaban. Contemplándolas, pensaba continuamente: «¿Quién sabe si será esta misma bandera la que tendré que coger para conducir a las tropas?.»
La niebla de la noche, cuando se hacía de día, se transformaba en rocío y escarcha y quedaba en las cimas, pero en el fondo todavía se extendía como un lácteo mar. En el fondo de la hondonada, hacia la izquierda, por donde bajaban las tropas rusas y por donde se oían las descargas, no se veía nada. Sobre las cimas aparecía el cielo azul oscuro y a la derecha brillaba el amplio disco del sol. Enfrente, a lo lejos, en la otra orilla de aquel mar de niebla, distinguíanse las gibosas colinas en las que debía encontrarse el ejército enemigo, alcanzándose a distinguir alguna cosa.
A la derecha, al penetrar en la niebla, la guardia dejaba a sus espaldas un sordo rumor de pasos y de ruedas; de vez en cuando veíase el brillo de las bayonetas.
A la izquierda, detrás del pueblo, las masas de caballería avanzaban también y sé percibían en la niebla. La infantería marchaba delante y detrás. El general en jefe permanecía estacionado a la salida del pueblo y las tropas desfilaban por delante de él. Aquella mañana, Kutuzov parecía cansado y malhumorado. La infantería que pasaba por delante de él deteníase desordenadamente; debía de haber algo que entorpecía su camino.
- Ordene que se dividan en batallones y que den la vuelta al pueblo - dijo Kutuzov con acento de cólera a un general que se acercaba -. ¿No se da usted cuenta de que es imposible avanzar en fila por las calles de un pueblecito cuando se marcha hacia el enemigo?
- Había pensado formar detrás del pueblo, Excelencia - replicó el general.
En los labios de Kutuzov dibujóse una amarga sonrisa.
- Será mejor, mucho mejor, que despliegue usted cara al enemigo.
-El enemigo está todavía lejos, Excelencia, y según la disposición…
- ¿Qué disposición? - exclamó Kutuzov en tono de riña -. ¿Quién le ha dicho a usted eso? Haga el favor de hacer lo que le ordeno.
- A sus órdenes.
-Querido amigo, el viejo está hoy de un humor de todos los diablos - bisbiseó Nesvitzki al príncipe Andrés.
Un general austriaco, luciendo uniforme azul y un plumero verde, aproximóse a Kutuzov y le preguntó, en nombre del Emperador, si la cuarta columna había entrado ya en acción.
Kutuzov volvióse sin responder y su mirada fue a fijarse por casualidad en el príncipe Andrés, que encontrábase a su lado. Al darse cuenta de la presencia de Bolkonski, la mirada colérica y amarga de Kutuzov se suavizó como si quisiera decir con ello que su ayudante de campo no tenía la menor culpa de lo que pasaba. Sin responder una palabra al ayudante de campo austriaco, dirigióse a Bolkonski.
- Hágame el favor de ir a comprobar si la tercera división ha pasado ya del pueblo. Dígales que se detengan y que esperen mis órdenes.
El Príncipe apresuróse a cumplir la orden; Kutuzov le detuvo.
- Y pregunte si los tiradores están en posición - añadió -. Pero ¿qué están haciendo? - dijo como para sí, prescindiendo en absoluto del general austriaco.
El Príncipe se lanzó al galope para hacer cumplir la orden que le habían dado.
Una vez se hubo adelantado al batallón que marchaba a la cabeza, detuvo a la tercera división, comprobando que, en efecto, delante de las columnas rusas no había ni un solo tirador.
El jefe del regimiento que iba en cabeza quedóse muy sorprendido al escuchar la orden del Generalísimo disponiendo que colocaran tiradores. Estaba más que convencido de que delante de él tenia tropas rusas y pensaba que el enemigo encontrábase a unas diez verstas. En efecto, ante él extendíase una desierta sabana de suave pendiente cubierta de una espesa niebla.
Después de transmitida la orden del Generalísimo, el príncipe Andrés regresó a su puesto. Kutuzov continuaba en el mismo lugar; su voluminoso cuerpo descansaba sobre la silla y continuos bostezos se escapaban de su boca mientras entornaba los ojos. Las tropas no se movían, permaneciendo en posición de descanso, con las culatas de los fusiles apoyadas en tierra.
- Muy bien, muy bien - dijo al príncipe Andrés. Y acto seguido dirigióse al General, el cual, reloj en mano, indicábale que era hora de ponerse en marcha, pues todas las columnas del flanco izquierdo encontrábanse ya abajo.
- Ya tendremos tiempo, Excelencia - repuso Kutuzov, después de lanzar un bostezo -. No tenemos prisa -añadió.
En aquel momento, detrás de Kutuzov oyéronse a lo lejos los gritos de los regimientos que saludaban, y los sonidos empezaron a propagarse rápidamente por los haces de columnas que avanzaban. Aquel a quien saludaban debía pasar evidentemente muy aprisa. Cuando los soldados del regimiento delante del cual se encontraba Kutuzov empezaron a gritar, el Generalísimo se echó un poco hacia atrás y volvióse a mirar con las cejas fruncidas.
Habríase dicho que por el camino de Pratzen galopaba un escuadrón completo de caballería vestido con uniforme de diferentes colores. Los jinetes avanzaban delante de los demás, corriendo al galope. Uno de ellos vestía un uniforme de color negro y lucía un plumero blanco; montaba un caballo alazán; el otro llevaba un uniforme blanco y su caballo era negro: eran los dos emperadores, seguidos de su escolta. Kutuzov, con la afectación propia de un subordinado que está de servicio, ordenó: «¡Firmes!», y se acercó al Emperador, saludando militarmente. Su persona y su actitud cambiaron de súbito. Ofrecía el aspecto de un subordinado que no discute las órdenes. Con respeto afectado, que pareció disgustar al Emperador, se acercó a él y le saludó.
- ¿Por qué no empieza usted, Mikhail Ilarionovitch? -preguntó ásperamente el emperador Alejandro a Kutuzov, dirigiendo una mirada cortés al emperador Francisco.
- Esperaba a Vuestra Majestad - respondió Kutuzov haciendo una respetuosa reverencia.
El Emperador acercó su oreja y frunció ligeramente las cejas, dando a entender que no había oído bien.
- Espero a Vuestra Majestad - repitió Kutuzov.
El príncipe Andrés observó que al pronunciar la palabra «espero», el labio inferior de Kutuzov tembló de una manera anormal.
-Las columnas todavía no están reunidas, Majestad.
El Emperador oyó la respuesta y todos pudieron darse cuenta que no era de su agrado. Se encogió de hombros y miró a Novosiltzov, que se encontraba cerca de él, y con la mirada se quejó de Kutuzov.
- No estamos en el Campo de Marte, Mikhail Ilarionovitch, para que hayamos de esperar que todos los regimientos estén en línea - dijo el Emperador mirando otra vez al emperador Francisco, como si le invitara, si no a intervenir en el diálogo, por lo menos a escuchar lo que decían.
El emperador Francisco, sin embargo, seguía mirando a su alrededor sin prestar oído.
-Es precisamente por eso, Majestad, por lo que no empiezo - replicó Kutuzov con voz sonora y clara, como si quisiera que sus palabras fueran comprendidas por todos. En su rostro algo parecía temblar -. No empiezo, Majestad, porque no estamos en una revista ni en el Campo de Marte.
En la escolta del Emperador, en todos los rostros, que al oír aquellas palabras se miraron los unos a los otros, dibujóse una expresión de disgusto y de censura: «Por viejo que sea, no tiene derecho ni pretexto alguno para hablar de ese modo», querían decir todos aquellos semblantes.
El Emperador tenía la mirada clavada en los ojos de Kutuzov, en espera de que éste dijera alguna otra cosa. Kutuzov inclinó respetuosamente la cabeza y también pareció quedar en espera de algo.
- No obstante, si Vuestra Majestad lo ordena… - dijo Kutuzov alzando la cabeza.
Y, cambiando de tono una vez más, habló como un general en jefe que obedece sin discutir.