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II
ОглавлениеEn el mes de noviembre de 1805, el príncipe Basilio había de efectuar un viaje de inspección a cuatro provincias. Se había proporcionado este nombramiento para visitar de paso sus arruinadas fincas y para ir en compañía de su hijo Anatolio, a quien había de recoger en la ciudad donde se hallaba de guarnición, a casa del príncipe Nicolás Andreievitch Bolkonski, con objeto de casarlo con la hija de aquel potentado. Pero antes de marchar y de emprender estos nuevos asuntos, el príncipe Basilio tenía que terminar con Pedro. Cierto era que, durante aquellos últimos tiempos, Pedro pasaba todo el día en casa, es decir, en la del Príncipe, donde vivía emocionado, extravagante, atontado, tal como ha de ser un enamorado, en presencia de Elena. Pero aún no había hecho la petición de mano.
«Todo esto está muy bien, pero ha de terminar», se dijo un día el príncipe Basilio con un suspiro de tristeza, al reconocer que Pedro, que tan obligado le estaba (y que Dios no se lo reprochara), no se portaba tal como debía con respecto a este asunto. «Juventud… Frivolidad… Pero que Dios provea», pensaba el Príncipe, encantado de descubrir tanta bondad. «Pero esto ha de acabar. Pasado mañana, día del santo de Lilí, invitaré a algunos amigos, y si no comprende lo que tiene que hacer, yo se lo haré entender. Tengo la obligación, porque soy el padre.»
En la fiesta que se dio para celebrar el santo de Elena, el príncipe Basilio invitó a unas cuantas personas de las más íntimas, parientes y amigos, como decía la Princesa. Los invitados se habían sentado en torno a la mesa para la cena. La princesa Kuraguin, una mujer gruesa y monumental, que había sido muy bella ocupaba el puesto del ama de casa. A ambos lados tenía a los huéspedes más distinguidos: a un anciano general con su vieja esposa y a Ana Pavlovna Scherer. Al otro lado de la mesa se encontraban los invitados más jóvenes, menos importantes y los familiares. Pedro y Elena estaban juntos. El príncipe Basilio no se sentó en la mesa. Las velas ardían con luz clara. La plata y el cristal resplandecían. Los vestidos de las señoras y el oro y la plata de las charreteras brillaban del mismo modo. En torno a la mesa movíanse los criados con libreas rojas.
En los lugares de honor de la mesa, todos estaban alegres y animados bajo las más diversas influencias. Únicamente Pedro y Elena permanecían silenciosos uno al lado del otro, casi en un extremo de la mesa. En las caras de ambos se había detenido una sonrisa resplandeciente, sonrisa de transporte sentimental. Fueran las que fuesen las palabras, las risas y las bromas de los demás, la satisfacción de saborear el vino del Rin, la salsa o el helado, el modo con el cual se contemplaba la pareja, con indiferencia o negligencia, fuera lo que fuere, se comprendía, por las furtivas miradas que de vez en cuando les dirigían, que las anécdotas de los comensales, las risas e incluso la cena, todo era fingido, y que toda la atención de los invitados se concentraba en la pareja formada por Pedro y Elena.
Pedro se daba cuenta de que era el centro de la atención general y se sentía contento y cohibido. Encontrábase en el estado de un hombre abstraído en una ocupación. No veía nada claramente. No comprendía nada. A veces, tan sólo momentáneamente y de una forma impensada, algunas dispersas ideas atravesaban su espíritu y de la realidad se destacaban únicamente algunas impresiones. «Así, pues, todo se ha acabado… ¿Cómo ha ocurrido? ¿Cómo tan deprisa? Ahora comprendo que no es por ella sola, ni por mí solo, por lo que esto deba de llevarse a cabo forzosamente, sino también por todo.. A todos les pertenece también un poco esto. Todos están convencidos de que esto ha de ser, que no puedo engañarlos. Pero ¿cómo será? No lo sé, pero será», pensaba Pedro, contemplando los hombros que resplandecían al mismo nivel de sus ojos.
De pronto, una voz conocida se deja oír y le dice dos veces la misma cosa. Mas Pedro está tan absorto que no sabe lo que le dicen.
- Te pregunto cuándo has recibido carta de Bolkonski -repitió por tercera vez el príncipe Basilio-. ¿Estás distraído, hijo mío?
El príncipe Basilio sonrió, y Pedro se dio cuenta de que todos le sonreían, y a Elena también. «Bien, si todos lo saben, es que es verdad», se decía. Y sonrió con su dulce sonrisa de niño. También sonreía Elena.
- ¿Cuándo la has recibido? ¿Es de Olmutz? - repitió el Príncipe, que daba a entender que tenía necesidad de aquellos datos para resolver la cuestión.
«Parece mentira que piensen y hablen de esta tontería», pensó Pedro. Y luego, en voz alta, suspirando, dijo:
- Sí, de Olmutz.
Después de cenar, detrás de todos, Pedro acompañó a su dama al salón. Los invitados comenzaron a despedirse. Algunos se marcharon sin decir adiós a Elena. Otros, que no querían molestarla en su seria preocupación, se acercaban a ella un momento y se alejaban inmediatamente, prohibiéndole que les acompañara.
- Supongo que la puedo felicitar - dijo Ana Pavlovna a la Princesa, besándola efusivamente -. Si no tuviera jaqueca, me quedaría.
La Princesa no dijo nada. Sentíase atormentada, impaciente con la felicidad de su hija.
Mientras salían los invitados, Pedro quedó algún tiempo solo con Elena en la salita donde se habían refugiado. Durante aquel último mes se había encontrado solo frecuentemente con ella, pero nunca le había hablado de amor. Ahora comprendía que era necesario, pero no podía decidirse a dar este último paso. Se avergonzaba y suponía que al lado de Elena ocupaba un lugar que no le correspondía en modo alguno. «Esta felicidad no es para ti - le decía una voz interior -. Es una felicidad para aquellos que carecen de lo que tú tienes.» Pero había que decir algo y comenzó a hablar. Le preguntó si estaba contenta de aquella velada. Ella, como siempre, respondió con sencillez, diciendo que aquella fiesta había sido para ella una de las más agradables.
Quedaban en la sala todavía algunos parientes próximos. El príncipe Basilio se acercó a Pedro caminando perezosamente. Pedro se levantó y dijo que era demasiado tarde. El príncipe Basilio le miró severamente, con un tono interrogador, como si aquellas palabras fuesen tan extrañas que no valiese la pena escucharlas. Pero enseguida desapareció la expresión de severidad, y el príncipe Basilio cogió la mano de Pedro y le obligó a sentarse, sonriéndole tiernamente.
- Bien, Lilí - dijo inmediatamente a su hija, con ese tono negligente y de habitual caricia que adoptan los padres para hablar con sus hijos, pero que en el príncipe Basilio no había llegado a exteriorizarse sino a fuerza de imitar a los demás padres. Le pareció que el Príncipe estaba confuso.
Esta turbación del viejo hombre de mundo le impresionó. Se volvió a Elena y ella también pareció confusa. Con su mirada parecía decirle: «Usted tiene la culpa.»
«Éste es el momento de dar el salto. Pero no puedo, no puedo», pensó Pedro. Y de nuevo comenzó a hablar de cosas indiferentes. Cuando el príncipe Basilio entró en el salón, la Princesa hablaba en voz baja con una señora anciana. Hablaba de Pedro.
- Sí, sin duda es un partido muy brillante, pero la felicidad, amiga mía…
- Los matrimonios se hacen en el cielo - repuso la señora de edad.
El príncipe Basilio, como si no hubiese oído a las dos señoras, se dirigió al rincón más distante y se sentó en el diván. Cerró los ojos y pareció adormecerse. Cabeceó y se despertó.
- Alina, ve a ver qué hacen - dijo a su mujer.
La Princesa se acercó a la puerta. Pasó ante ella con aire importante e indiferente y echó una ojeada a la salita. Pedro y Elena, sentados en el mismo sitio, hablaban.
- Todo igual por ahora - le dijo a su marido.
El príncipe Basilio arrugó las cejas, dilató una de las comisuras de sus labios, le temblaron las mejillas con una expresión tosca y molesta y, estirándose, se levantó, irguió la cabeza y con resuelto paso cruzó ante las damas y entró en la salita. Se acercó a Pedro con paso rápido y alegre semblante. La cara del Príncipe era tan extraordinariamente solemne que Pedro, al verle, se levantó atemorizado.
- Que Dios sea loado - dijo el Príncipe -. Mi mujer me lo ha contado todo - y con una mano cogió a Pedro y con la otra a su hija-. Amigo mío, Lilí, estoy muy contento, muy contento. - Le temblaba la boca -. Quería mucho a tu padre, y ella será una buena esposa para ti. Que Dios os bendiga. - Besó a su hija y después besó a Pedro con su apestosa boca. Por las mejillas le resbalaban las lágrimas -. Princesa, ven - gritó.
La Princesa entró y lloró también. La señora de edad se secaba los ojos con el pañuelo. Pedro fue besado y besó muchas veces la mano de Elena. Al cabo de algunos instantes los dejaron solos.
«Esto había de ocurrir así. No podía ser de otro modo - pensó Pedro -. Por eso no hay que preguntar si está bien o mal. Está bien porque ha terminado y porque me ha quitado de encima la duda que me trastornaba.»
Silencioso, había cogido la mano de su prometida y contemplaba su espléndido seno, que se agitaba suavemente.
-Elena - dijo en alta voz.
Y se detuvo. «En estos casos hay que decir algo especial», pensó. Pero no podía acordarse de lo que se decía en semejantes casos.
- Te quiero - dijo, acordándose de pronto. Pero estas palabras le parecieron tan tontas que se avergonzó de sí mismo.
Mes y medio más tarde estaba casado y era el poseedor feliz - así lo decían - de una mujer hermosísima y de varios millones. Se instaló en San Petersburgo, en la enorme y ya renovada casa del conde Bezukhov.