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XVIII

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En Lisia-Gori, en las tierras del príncipe Nicolás Andreievitch Bolkonski, se esperaba de un día a otro la llegada del príncipe Andrés y la Princesa. No obstante, la espera no trastornaba el orden severo con que discurría la vida en casa del viejo príncipe.

El general en jefe príncipe Nicolás Andreievitch, a quien la sociedad rusa denominaba con el sobrenombre de «rey de Prusia», no se había movido de Lisia-Gori, con su hija la princesa María y la señorita de compañía mademoiselle Bourienne, desde que, reinando todavía Pablo I, había sido relegado a sus posesiones. A pesar de que el nuevo reinado le había permitido el acceso a las capitales, continuaba en el campo su vida sedentaria, diciendo que si alguien lo necesitaba recorrería las ciento cincuenta verstas que separan Moscú de Lisia-Gori, pero que él no necesitaba nada de nadie. Sostenía que los vicios humanos no tienen sino dos puentes: la ociosidad y la superstición, y solamente dos virtudes: la actividad y la inteligencia. Se ocupaba en persona de la educación de su hija, y para fomentar en ella estas dos virtudes capitales le dio lecciones de álgebra y geometría hasta los veinte años y distribuyó su vida en una serie ininterrumpida de ocupaciones. También él estaba siempre ocupado: tan pronto escribía sus memorias o se entretenía en resolver cuestiones de matemática trascendental como en tornear tabaqueras o vigilar en sus tierras las construcciones, que no faltaban nunca. Pero teniendo en cuenta que la condición principal de la actividad es el orden, éste era llevado en su vida hasta las últimas consecuencias. Las comidas eran siempre iguales, y no solamente a la misma hora, sino al mismo minuto exactamente. Con las personas que le rodeaban, desde su hija hasta los criados, el Príncipe era áspero y terriblemente exigente, de modo que, sin ser un hombre malo, inspiraba un temor y un respeto tales que difícilmente hubiera podido inspirarlos el hombre más cruel. Con todo y vivir retirado y sin influencia alguna en los negocios del Estado, todos los gobernadores de la provincia donde se encontraban sus tierras se creían en la obligación de presentarse a él, y, lo mismo que el arquitecto, el jardinero o la princesa María, el alto funcionario esperaba la hora fijada de la salida del Príncipe a la sala de su despacho. Todos los que aguardaban en aquella sala experimentaban el mismo sentimiento de respeto, por no decir de miedo, cuando se abría la amplia puerta del gabinete y aparecía, con su peluca empolvada, la pequeña figura del viejo, de breves manos apergaminadas, de cejas grises y caídas, que, al fruncirse, velaban el resplandor de unos ojos brillantes, inteligentes y amarillentos. Durante la mañana de la llegada del joven matrimonio, la princesa María, como de costumbre, entró en el despacho a la hora precisa para el saludo matinal. Se santiguó, temerosa, y rezó interiormente. Entraba allí todos los días, y todos los días pedía a Dios que la entrevista fuese fácil. El viejo criado empolvado que se encontraba en el despacho se levantó sin hacer ruido y, acercándose a la puerta, dijo en voz baja:

- Adelante.

Tras la puerta sentíase el rumor del torno. La Princesa empujó con timidez la puerta, que se abrió fácilmente, y se detuvo en el umbral. El Príncipe trabajaba en el torno. La miró y continuó trabajando.

La gran sala de trabajo estaba llena de objetos que visiblemente eran utilizados a menudo. La larga mesa en la que se hallaban esparcidos libros y planos; la gran librería, con las llaves colocadas en las puertas; el alto pupitre para escribir en pie, sobre el cual hallábase una libreta abierta, y el torno, con todas las herramientas preparadas y los restos de madera esparcidos por doquier, denunciaban una actividad infatigable, variada e inteligente. Por el movimiento de la corta pierna calzada con zapatilla de tacón y bordada en plata; por la presión firme de la mano delgada y venosa, veíase en el Príncipe la fuerza tenaz de una robusta vejez. Después de algunas vueltas del torno, retiró el pie del pedal, limpió la herramienta, la colocó en una bolsa de cuero colgada del torno y, acercándose a la mesa, llamó a su hija. No daba nunca la bendición a sus hijos, pero al presentarle la mejilla, no afeitada todavía aquella mañana, y mirándola con ternura y atención, dijo severamente:

- ¿Te encuentras bien? Siéntate.

Cogió el cuaderno de geometría, manuscrito por él mismo, y con el pie se acercó una silla.

- Para mañana - dijo, buscando rápidamente la página y marcando con la uña párrafo por párrafo -, todo esto.

La Princesa se inclinó sobre el cuaderno.

- Espera, tengo una carta para ti - dijo el Príncipe de pronto, extrayendo de una bolsa que tenía clavada a la mesa un sobre escrito con letra de mujer.

Al ver la carta, la cara del Príncipe se cubrió con dos manchas rosadas y la cogió apresuradamente.

- ¿Es de Eloísa? - preguntó el Príncipe, descubriendo con una, sonrisa fría los dientes amarillentos pero fuertes aún.

- Es de Julia - repuso la Princesa mirándole y sonriendo tímidamente.

-Aún te dejaré pasar dos más. La tercera la leeré - dijo el Príncipe severamente -. Temo que os escribáis demasiadas tonterías. La tercera la leeré - repitió.

-Lee ésta si quieres, papá-dijo la Princesa enrojeciendo aún más y ofreciéndole la carta.

- Te he dicho que leeré la tercera - replicó el Príncipe rechazando la carta. Y, apoyándose sobre la mesa, tomó el cuaderno ilustrado de figuras geométricas -. Bien, señorita - comenzó el viejo inclinándose sobre el cuaderno al lado de su hija y pasando la mano sobre el respaldo de la silla en que la Princesa se encontraba sentada, de modo que por todas partes sentíase rodeada por el olor a tabaco y a viejo particular de su padre y que ella tan bien conocía desde hacía muchos años -. Bien, señorita. Estos triángulos son semejantes. Fíjate en el ángulo ABC…

La Princesa miraba con terror los ojos brillantes de su padre. Aparecían y desaparecían en su rostro manchas rojas. Veíase claramente que no entendía nada y que el miedo le impediría entender todas las explicaciones de su padre, por claras que fuesen. ¿De quién era la culpa, del profesor o del discípulo? Pero cada día sucedía lo mismo. Los ojos de la Princesa se nublaban. No veía ni entendía nada en absoluto. Únicamente notaba cerca de ella el rostro seco de su severo profesor, su aliento y su olor, y no pensaba sino en salir cuanto antes del gabinete para dirigirse a sus habitaciones y descifrar tranquilamente el problema. El viejo se indignaba ruidosamente. Apartaba y acercaba la silla en la que se sentaba y hacía grandes esfuerzos para no perder la calma. Pero diariamente se deshacía en improperios y con frecuencia el cuadernillo iba a parar al suelo.

La Princesa equivocó la respuesta.

- ¡Eres tonta! - exclamó el Príncipe apartando vivamente el cuaderno y volviéndose con rapidez; pero inmediatamente se levantó y se puso a pasear por la habitación. Pasó la mano por los cabellos de la Princesa y volvió a sentarse. Se acercó a la mesa y continuó la explicación -No puede ser, Princesa, no puede ser - dijo cuando la joven hubo cerrado el cuaderno, después de la lección, y se disponía a marcharse -. Las matemáticas son una gran cosa, hija mía. No quiero que te parezcas a nuestras damas, que son unas ignorantes. Esto no es nada. Ya te acostumbrarás, y concluirá por gustarte. - Le pellizcó las mejillas -. Al final, la ignorancia se te irá de la cabeza.

La Princesa se disponía a salir, pero él la detuvo con un gesto y cogió de la mesa un libro nuevo todavía por abrir.

-Toma. Tu Eloísa te envía esto: La llave del misterio. Es un libro religioso y a mí no me importa nada ninguna religión. Ya lo he ojeado. Tómalo. Vete si quieres. - Le dio un golpecito en las espaldas y cerró suavemente la puerta tras ella.

La princesa María regresó a su alcoba con una expresión de tristeza y temor que raramente la abandonaba y afeaba aún más su rostro enfermizo. Se sentó ante su escritorio, lleno de miniaturas y abarrotado de cuadernos y libros. La Princesa era tan desordenada como ordenado su padre. Dejó el cuaderno de geometría y anhelosamente abrió la carta. Era de su íntima amiga de la infancia, Julia Kuraguin, la misma que había asistido a la fiesta de los Rostov.

Julia escribía:

«Querida y excelente amiga:

«¡Qué terrible y desconsoladora es la ausencia! ¿Por qué no puedo, como ahora hace tres meses, encontrar nuevas fuerzas morales en tu mirada, tan dulce, tan tranquila y tan penetrante, mirada que yo amo tanto y que me parece ver ante mí cuando te escribo?»

Al terminar de leer este pasaje, la princesa María suspiró y se miró en el espejo que tenía a su derecha. Vio en él reflejado su cuerpo sin gracia, mezquino, su delgado rostro. «Me halaga», pensó. Y apartando los ojos del espejo continuó la lectura. Sin embargo, Julia no halagaba a su amiga. En efecto, los ojos de la Princesa, grandes, profundos, a veces fulgurantes como si proyectasen rayos de un ardiente resplandor, eran tan bellos que frecuentemente, a pesar de la fealdad de toda su cara, sus ojos eran mucho más atractivos que cualquier otra belleza. No obstante, la Princesa no había visto nunca la expresión de sus ojos, la expresión que adquirían cuando no pensaba en sí misma. Como el rostro de todos, el suyo adquiría una expresión artificial cuando se miraba al espejo. Continuó leyendo.

«En Moscú no se habla sino de la guerra. Uno de mis hermanos está ya en el extranjero, y el otro en la Guardia que se dirige a la frontera. Además de llevarse a mis hermanos, me ha privado esta guerra de una de mis más entrañables amistades. Hablo del joven Nicolás Rostov, que, lleno de entusiasmo, no ha podido soportar la inactividad y ha dejado la Universidad para alistarse en el ejército. Bien, querida María. Te confesaré que, a pesar de ser muy joven, su ingreso en el ejército me ha producido un gran dolor. Este muchacho, de quien te hablaba este verano, posee tal nobleza de corazón, tan verdadera juventud, que difícilmente se encuentran personas como él en este mundo en que vivimos rodeados de viejos de veinte años. Sobre todo, es tan franco y tan bondadoso, posee un espíritu tan puro y poético, que mis relaciones con él, por pasajeras que fuesen, han sido una de las más dulces satisfacciones para este pobre corazón mío que ha sufrido tanto. Te contaré un día nuestra separación y lo que hablamos al marcharse. Ahora, todo esto es demasiado reciente. ¡Ah, querida mía! ¡Que feliz eres no conociendo estas alegrías y estas punzantes penas! Eres feliz porque, generalmente, las penas son más fuertes que las alegrías. Sé muy bien que el conde Nicolás es demasiado joven para que pueda ser alguna vez para mí algo más que un amigo. Pero esta dulce amistad, estas relaciones tan poéticas y tan puras, han sido una necesidad para mi corazón. Pero no hablemos más. La gran noticia del día, que corre de boca en boca por todo Moscú, es la muerte del viejo conde Bezukhov y su herencia. Imagínate que las tres princesas no han heredado casi nada, que el príncipe Basilio nada en absoluto y que Pedro lo ha heredado todo y ha sido reconocido como hijo legítimo. Por consiguiente, él es el actual conde Bezukhov, dueño de la fortuna mayor de Rusia. Se cuenta que el príncipe Basilio ha desempeñado un papel bastante feo en toda esta historia y que ha regresado muy aplanado a San Petersburgo.

«Te confieso que entiendo muy poco de todas estas cuestiones de legados y testamentos. Lo que sé es que desde que el joven que todos conocíamos con el nombre de monsieur Pedro, simplemente, se ha convertido en el conde Bezukhov y propietario de una de las más grandes fortunas de Rusia, me divierto mucho observando los cambios de tono y de tacto de las mamás cargadas de hijas casaderas, e incluso de aquellas mismas señoritas que se encuentran en análogas condiciones, con respecto a este sujeto, que, entre paréntesis, me ha parecido siempre un pobre hombre. Como quiera que hace dos años que se entretiene la gente adjudicándome prometidos que muchas veces ni yo siquiera conozco, la crónica matrimonial de Moscú me ha hecho condesa Bezukhov. Ya puedes suponer que no me preocupa ni poco ni mucho llegar a serlo. Y, a propósito de matrimonio, he de decirte que, no hace mucho, nuestra tía Ana Mikhailovna me ha confiado en secreto un proyecto matrimonial con respecto a ti. Se trata ni más ni menos que del hijo del príncipe Basilio, Anatolio, a quien querrían situar casándolo con una persona rica y distinguida. A lo que parece, tú has sido la que han elegido sus padres. No sé cómo tomarás todo esto, pero me parece que tenía la obligación de avisarte. Dicen que es un hombre de buen aspecto y una mala cabeza. Todo esto es cuanto puedo decirte referente a él.

«Pero dejemos estos chismes. Acabo de llenar la segunda hoja de papel y mamá me ha enviado recado para que la acompañe a casa de Apraksin, donde hemos de comer hoy. Lee el libro religioso que te envío. Aquí se ha puesto de moda; aún cuando en él hay cosas difíciles de comprender para la débil concepción humana, es un libro admirable y su lectura calma y eleva el espíritu.

«Adiós. Saluda respetuosamente a tu padre de mi parte y da mis recuerdos a mademoiselle Bourienne. Te abraza de todo corazón tu amiga,

Julia»

«P. S. Dame noticias de tu hermano y de su simpática esposa.»

La Princesa quedó un instante pensativa. De pronto se levantó, se dirigió al escritorio y comenzó a escribir rápidamente la respuesta a la carta de Julia.

Colección integral de León Tolstoi

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