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II

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El salón de Ana Pavlovna comenzaba a llenarse paulatinamente. La alta sociedad de San Petersburgo afluía a él, es decir, las más diversas personas por la edad y por el carácter, pero todas pertenecientes en absoluto al mismo medio: la hija del príncipe Basilio, la bella Elena, que venía en busca de su padre para acompañarlo a la fiesta que se celebraba en la Embajada; lucía un vestido de baile en el que se destacaba el emblema de las damas de honor. Luego, la joven princesa Bolkonskaia, conocida como la mujer más seductora de San Petersburgo, casada el pasado invierno - ahora, a causa de su gravidez, no podía acudir a las grandes recepciones y frecuentaba tan sólo las pequeñas veladas -; el príncipe Hipólito, hijo del príncipe Basilio, acompañado de Mortemart, a quien presentaba; el abate Morio y otros muchos.

La joven princesa Bolkonskaia había llevado sus labores en un saquito de terciopelo bordado de oro. Su labio superior, muy lindo, con un ligero vello rubio, era corto en comparación con los dientes, pero abríase de una forma encantadora y todavía era más encantador cuando se distendía sobre el labio inferior. Como sucede siempre en las mujeres totalmente atractivas, su solo defecto, el labio demasiado corto y la boca entreabierta, parecía ser la belleza que la caracterizaba.

Para todos era una satisfacción contemplar a aquella «futura mamá» llena de salud y vivacidad, que soportaba tan fácilmente su estado. Los viejos y jóvenes malhumorados que la miraban parecía que se volviesen como ella cuando se encontraban en su compañía y hablaban un rato. Quien le hablase veía en cada una de sus palabras la sonrisa clara y los dientes blancos y brillantes siempre al descubierto; y ese día creíase particularmente amable. Todos pensaban esto mismo.

La pequeña Princesa, balanceándose a pequeños y rápidos pasos, dio la vuelta a la mesa con el saquito en la mano; alisándose el traje, se sentó en el diván, cerca del samovar de plata, como si todo lo que hiciera fuese un juego de placer para ella y para todos los que la rodeaban.

- Me he traído la labor - dijo, abriendo el saquito y dirigiéndose a todos -. Tenga usted cuidado, Ana, no me haga una mala pasada - dijo a la dueña de la casa -. Me ha escrito que se trataba de una pequeña velada, y ya ve usted cómo me he vestido.

Y extendió los brazos para enseñar su vestido gris, elegante, rodeado de puntillas y ceñido bajo el pecho por una amplia cinta.

- Tranquilícese, Lisa. Será usted siempre la más bella - replicó Ana Pavlovna.

- Ya lo ven. Me abandona mi marido - continuo con el mismo tono, dirigiéndose a todos-. Quiere hacerse matar. Dígame, ¿por qué esta triste guerra? - insinuó, dirigiéndose al príncipe Basilio, y, sin esperar la respuesta, habló a la hija de éste, a la bella Elena.

- ¡Qué criatura más encantadora es esta pequeña Princesa! - murmuró el príncipe Basilio a Ana Pavlovna.

Al cabo de un rato entró un hombre joven, robusto, macizo, con los cabellos muy cortos, lentes, un pantalón gris claro, según la moda de la época, un gran plastrón de encaje y un frac castaño. Este corpulento muchacho era hijo natural de un célebre personaje del tiempo de Catalina II; el conde Bezukhov, que en aquellos momentos se estaba muriendo en Moscú. Todavía no había servido en cuerpo alguno y acababa de llegar del extranjero, donde se había educado; aquélla era la primera vez que asistía a una velada. Ana Pavlovna lo acogió con un saludo que reservaba para los hombres del último plano jerárquico de su salón, pero, a pesar de esta salutación dirigida a un inferior, al ver entrar a Pedro, la fisonomía de Ana Pavlovna expresó la inquietud y el temor que se experimentan al ver una enorme masa fuera de su sitio. Pedro era, realmente, un poco más alto que los demás hombres que se hallaban en el salón, y, sin embargo, este miedo no lo producía sino la mirada inteligente y, al mismo tiempo, tímida, observadora y franca que le distinguía de los demás invitados.

- Señor, es usted muy amable viniendo a ver a una pobre enferma - dijo Ana Pavlovna.

Pedro murmuró algo incomprensible y continuó buscando a alguien con los ojos. Sonrió alegremente, saludando a la pequeña Princesa. Ana Pavlovna se detuvo, pronunciando estas palabras:

- ¿No conoce usted al abate Morio? Es un hombre muy interesante.

- He oído hablar de sus proyectos de paz eterna. Es muy interesante, en efecto, pero es muy posible que…

- ¿Cómo? - dijo Ana Pavlovna por decir algo y reanudar inmediatamente sus funciones de dueña de la casa.

Pedro apoyó la barbilla en el pecho y, separando las largas piernas, comenzó a demostrar a Ana Pavlovna por qué consideraba una fantasía los proyectos del abate.

- Ya hablaremos después - dijo Ana Pavlovna sonriendo, y, deshaciéndose del joven, que no tenía ningún hábito cortesano, volvió a sus ocupaciones de anfitriona, escuchándolo y mirándolo todo, dispuesta siempre a intervenir en el momento en que la conversación languideciera. Como el encargado de una sección de husos que, una vez ha colocado a los obreros en sus sitios, paséase de un lado a otro y observa la inmovilidad o el ruido demasiado fuerte de aquellos, corre, se para y restablece la buena marcha, lo mismo Ana Pavlovna, moviéndose en el salón, tan pronto se acercaba a un grupo silencioso como a otro que hablaba demasiado, y, en una palabra, yendo de uno a otro invitado, daba cuerda a la máquina de la conversación, que funcionaba con un movimiento regular y conveniente. Pero, en medio de estas atenciones, veíase que temía sobre todo algo por parte de Pedro. Mirábale atentamente cuando le veía acercarse y escuchar lo que se decía en torno a Mortemart, o se dirigía al otro grupo en que se encontraba el abate. Para él, educado en el extranjero, esta velada de Ana Pavlovna era la primera que veía en Rusia. Sabía que se encontraba reunida allí la flor y nata de San Petersburgo, y sus ojos, como los de un niño en una tienda de juguetes, iban de un lado a otro. Tenía miedo de perder la inteligente conversación que hubiera podido escuchar. Observando las expresiones seguras, los ademanes elegantes de los reunidos, esperaba a cada instante algo extraordinariamente espiritual. Por último se acercó a Morio. La conversación le pareció interesante; se detuvo y esperó la ocasión de expresar sus pensamientos tal como a los jóvenes les gusta hacerlo.

Colección integral de León Tolstoi

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