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Aun cuando Anatolio y mademoiselle Bourienne no hubieran tenido explicación alguna, habíanse entendido por completo. Habían comprendido que tenían muchas cosas que decirse en secreto, y por eso buscaban la oportunidad de tener una conversación a solas. Mientras la Princesa dejaba pasar la hora acostumbrada en el taller de su padre, mademoiselle Bourienne veíase con Anatolio en el jardín de invierno. Aquel día, la princesa María acercóse a la puerta del taller con un sentimiento especial. Le parecía que no solamente sabían todos que había de decidirse aquel día su suerte, sino que todos sabían también qué pensaba: leyó esto en la expresión del rostro de Tikhon y en la del criado del príncipe Basilio, con quien se cruzó en el corredor cuando trasladaba el agua caliente a su amo, saludándola con una inclinación de cabeza. Aquella mañana, el viejo Príncipe se encontraba extraordinariamente amable y benévolo con su hija. Pero la princesa María conocía demasiado bien aquella acariciadora expresión. Era la misma que aparecía en su semblante cuando apretaba con rabia los puños porque la Princesa no entendía un problema de aritmética. Se alejaba de ella y repetía muchas veces las mismas palabras en voz baja. Inmediatamente comenzó la conversación, tratándola de «usted».

- Me ha sido hecha una petición para usted - dijo con una sonrisa poco natural-. Supongo que habrá adivinado que el príncipe Basilio no ha venido en compañía de su pupilo - no se sabe por qué, el Príncipe trataba a Anatolio de pupilo - por mi cara bonita. Me han hecho una petición para usted, y como ya conoce usted mis principios, lo dejo para que usted misma resuelva.

- ¿Cómo quiere que le entienda, papá? - dijo la Princesa, que se ruborizaba continuamente.

- ¿Cómo? - gritó con cólera el Príncipe -. El príncipe Basilio cree que reúne usted toda clase de condiciones como nuera, y te pide en matrimonio para su hijo. Esto es lo que has de comprender. ¿Qué opinas de todo esto? Es lo que te pregunto.

- No lo sé, papá. Usted mismo ha de decirlo - murmuró la princesa María.

- ¿Yo…? ¿Yo…? Déjame en paz. No soy yo quien ha de casarse. ¿Qué piensas? Esto es lo que me interesa saber.

La Princesa comprendió que su padre había recibido aquélla petición con hostilidad, pero en aquel momento tuvo la idea de que su vida había de decidirse entonces o nunca. Bajó los ojos con el deseo de no encontrarse con su mirada, bajo cuya influencia se sentía incapaz de pensar y ante la cual no sabía hacer otra cosa sino obedecer. Luego dijo:

- Sólo deseo una cosa: hacer su voluntad. Pero si hubiese de manifestar mi deseo…-no pudo concluir de hablar, porque el Príncipe la interrumpió.

- Está bien - dijo -. Tomará tu mano, con tu dote correspondiente, y con mademoiselle Bourienne. Ésta será la mujer, y tú… - El Príncipe se detuvo, observando la impresión que estas palabras habían producido en su hija.

La Princesa bajó la cabeza, a punto de llorar.

- Bien, bien, ha sido una broma - dijo el Príncipe -. Recuerda siempre que nunca me moveré de este principio: la mujer tiene derecho a elegir, y tú ya sabes que dispones de toda la libertad. Acuérdate tan sólo de una cosa: de que de tu decisión depende la felicidad de tu vida. No has de preocuparte para nada de mí.

La suerte de la Princesa se había decidido, y felizmente. Pero la alusión a mademoiselle Bourienne que había hecho su padre la aterrorizaba. No era verdad, es cierto, pero hubiese sido horrible. No podía evitar pensarlo. Caminaba mirando ante sí, a través del jardín de invierno, sin ver ni oír nada, cuando, de pronto, el conocido murmullo de la conversación de mademoiselle Bourienne la despertó de su ensimismamiento. Levantó los ojos y vio a Anatolio abrazar a la francesa por la cintura, murmurando algo a su oído. Anatolio, con una expresión terrible en su hermoso rostro, se volvió a la princesa María y momentáneamente soltó la cintura de mademoiselle Bourienne, que no había visto aún a la Princesa.

«¿Qué ocurre? ¿Qué quiere? Espere», parecía decir el semblante de Anatolio.

La princesa María les miró en silencio. No comprendía lo que deseaba. Por último, mademoiselle Bourienne dio un grito y huyó. Anatolio saludó a la Princesa con una amable sonrisa, como invitándola a que riera también de aquel extraño caso, y, encogiéndose de hombros, atravesó el umbral de la puerta que daba al interior de la casa.

Una hora después, Tikhon fue en busca de la princesa María, rogándole que subiera a la habitación de su padre y añadiendo que el príncipe Basilio estaba con él. Cuando Tikhon entró en la alcoba de la princesa María, ésta hallábase sentada en el diván, estrechando entre sus brazos a mademoiselle Bourienne, que lloraba desconsoladamente. Acariciábale con ternura la cabeza; los bellos, resplandecientes y serenos ojos de la Princesa miraban con ternura y con pasión el hermoso rostro de mademoiselle Bourienne.

-No, Princesa, ya lo sé. He perdido su afecto para siempre - dijo mademoiselle Bourienne.

- ¿Por qué? La quiero a usted más que nunca, y haré cuanto esté en mi mano por su felicidad - repuso la Princesa.

-Pero me desprecia. Es usted tan pura que no podrá comprender nunca este extravío de la pasión. ¡Ah! Sólo mi pobre madre…

- Lo comprendo - dijo la Princesa tristemente -. Cálmese, querida. Voy a ver a papá - y salió.

Cuando la princesa María fue al encuentro de su padre, el príncipe Basilio, con las piernas cruzadas y la tabaquera en la mano, estaba sentado con una sonrisa de espera en los labios, y parecía extraordinariamente emocionado. Como si tuviera miedo de enternecerse demasiado, olió un polvo de rapé.

- ¡Ah, querida, querida! - dijo levantándose y cogiéndole ambas manos. Suspiró y continuó luego -: La suerte de mi hijo está en sus manos. Decídase, querida y dulce María, a quien siempre he querido yo como una hija.

Se alejó. En efecto, una lágrima temblaba en sus ojos.

El príncipe Nicolás murmuró algo ininteligible.

- El Príncipe - continuó después -, en nombre de su pupilo…, su hijo…, te pide en matrimonio. ¿Quieres ser la mujer del príncipe Anatolio Kuraguin? Contesta sí o no - exclamó -. Me reservo mi parecer para más tarde. Sí, mi parecer y nada más - añadió, dirigiéndose al príncipe Basilio en respuesta a su ansiedad -. ¿Sí o no?

-Mi deseo, papá, es no dejarte nunca. No separar jamás mi vida de la tuya. No quiero casarme - dijo resueltamente, mirando con sus claros ojos al príncipe Basilio y a su padre.

- Tonterías, tonterías, tonterías… - exclamó el príncipe Nicolás frunciendo el entrecejo. Cogió a su hija de la mano, la acercó hacia sí y no la besó, sino que únicamente acercó su frente a su rostro y le estrechó con tal fuerza la mano que a la Princesa se le escapó un grito. El príncipe Basilio se levantó.

- Querida Princesa. He de decirle que no olvidaré nunca, nunca, este momento. No obstante, ¿no nos dará usted un poco de esperanza de que su corazón, tan bueno y tan generoso, se incline alguna vez? Diga usted que tal vez… El tiempo nos guarda tantas sorpresas… Diga usted… ¡Quién sabe!

- Príncipe, lo que he dicho es todo lo que hay en mi corazón. Le agradezco el honor que me hace con su petición, pero no seré nunca la mujer de su hijo.

- Bien, esto ha terminado, amigo mío. Estoy muy contento de verte, muy contento. Vete, Princesa - dijo el viejo Príncipe -. Estoy muy contento de verte - repitió al príncipe Basilio, abrazándole.

«Mi vocación es otra - pensaba la princesa María -. Mi vocación es ser feliz con la felicidad de los demás. Mi felicidad es la felicidad del sacrificio, y cueste lo que cueste haré la dicha de la pobre Amelia. ¡Le quiere tanto! Está realmente enamorada. Haré cuanto pueda por concertar su matrimonio con él. Si no es rica, yo le daré todo lo necesario. Se lo pediré a mi padre. Le imploraré a mi hermano. Se considerará tan feliz siendo su mujer… Es tan desgraciada… Se encuentra en un país extranjero, sola, sin nadie que la ayude. ¡Dios mío! ¡Con qué pasión ha de quererlo, habiéndose olvidado de tantas cosas hasta ese punto! Quién sabe si yo hubiera hecho lo mismo que ella.»

Colección integral de León Tolstoi

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