Читать книгу Ya no me duele - Лили Рокс - Страница 7
Me quedé bajo
ОглавлениеMe quedé bajo las corrientes de agua caliente, que lavaban los restos de la vida en el hospital, pero no podía sentir un verdadero alivio. Era tan extraño estar bajo la ducha, sintiendo cómo el calor penetraba mi cuerpo. Mi piel, que hacía mucho había olvidado la sensación de agua caliente, casi se quemaba por ese contacto. Cerré los ojos e imaginé que con el agua no solo se iba la suciedad, sino también los recuerdos de aquellas frías duchas, donde te podían inmovilizar en cualquier momento si hacías algo mal.
Cuando finalmente salí de la ducha, envolviendo apresuradamente mis caderas con una toalla, me sentí como si de repente me devolvieran a la realidad. Natasha, esperando pacientemente a que me arreglara un poco, me llevó de vuelta a la habitación. No había en ella ni una pizca de vergüenza o atención indebida hacia mi desnudez. Era algo cotidiano para ella, como si cumpliera con su rutina diaria.
Así, medio desnuda, con la toalla a punto de resbalar, me devolvió al mismo lugar de donde me había llevado, sentándome bajo la atenta mirada de Lázarev. Sentí cómo sus ojos me observaban, pero no había nada impropio en su mirada. Me observaba con un interés profundo, como si intentara entender quién era la persona que ahora estaba frente a él.
Me senté frente a él, sintiendo cómo las gotas de agua aún recorrían mi piel y la toalla apenas se sostenía en su lugar. La habitación se sumió nuevamente en el silencio, y no sabía qué iba a pasar después.
Lázarev me miraba de la misma forma que aquel día en la clínica, cuando sus ojos escudriñaban cada detalle de mi rostro. Pero ahora, sus ojos recorrían lentamente, casi con curiosidad, mi cuerpo. Se detenía en cada imperfección, en cada cicatriz, como si intentara juntar todas las piezas del rompecabezas que había estado ocultando durante tanto tiempo. Su mirada se quedó en mis hombros, en mi torso delgado, en las cicatrices que marcaban mi piel. Parecía que no podía apartar la vista de los rastros que el dolor había dejado.
Se acercó más, y me quedé inmóvil. Su toque en mi brazo fue inesperadamente suave, pero sentí cómo sus dedos se deslizaban por mis muñecas, deteniéndose en las cicatrices profundas, dejadas no solo por el dolor físico, sino también por el emocional. Sus cejas se fruncieron, y en sus ojos apareció algo que parecía preocupación.
–¿Qué te ha pasado? ¿Quién te hizo esto? —su voz sonaba baja, casi contenida, pero había una clara nota de preocupación. – Estas cicatrices… ¿quién te hizo daño?
Sus palabras parecieron desencadenar algo dentro de mí, algo que había estado reprimiendo durante tanto tiempo. Sentí cómo una oleada de angustia comenzaba a elevarse, como si la oscuridad empezara a envolverme desde dentro. Mi cuerpo temblaba, un escalofrío me recorría hasta los huesos, y mis pensamientos se desmoronaban en un caos incontrolable. Todas esas cicatrices… Eran mías. Mis recuerdos, mis heridas, que no podía permitir que nadie me arrebatara. Tiré de mi brazo bruscamente, liberándome de su toque suave pero firme, y retrocedí, como un gato salvaje acorralado.
–¡No las toques! —mis palabras salieron más fuertes de lo que esperaba. – No te atrevas a tocarlas. Son mías… Mis recuerdos, y no tienes derecho a tocarlos. No te daré nada… No te daré nada.
Cada palabra salía de mí con tanta agonía que sentí cómo las lágrimas comenzaban a llenar mis ojos, pero no les permití salir. Esas cicatrices eran mi historia, mis experiencias. Había vivido con ellas demasiado tiempo como para permitir que alguien, ni siquiera él, las tocara.
Él se acercaba a mí. ¿Por qué? Todo se paralizó dentro de mí por el miedo. No podía entender qué estaba sucediendo, pero sabía una cosa: no podía esperar nada bueno. Lázarev no era ese amable hombre que podía aparentar ser. En sus movimientos, en su mirada, había algo que me recordó a ellos, aquellos que alguna vez habían destruido mi vida. Ese terror, esas manos que se extendían hacia mí como si quisieran arrancar los últimos restos de mi alma. Él era como ellos. Exactamente igual. Ahora lo había enfadado, y eso significaba que el castigo era inevitable. Siempre lo había. Por cualquier debilidad, por cualquier paso en falso, por cualquier acto de voluntad.
El mundo de repente se redujo al tamaño de la habitación, y me costaba respirar. Sentí cómo mi corazón palpitaba en mi pecho, desgarrado por el miedo, y lo único que pude hacer fue intentar esconderme. Salté de la cama, pero mis piernas se negaron a sostenerme. Caí sobre la alfombra suave, y aquello se convirtió en mi último refugio ante la amenaza inminente. Mi cabeza golpeó el suelo, pero ni siquiera sentí el dolor. Todo a mi alrededor se desvanecía. Me acurruqué, cubriendo mi cabeza con las manos, como lo hacía de niña, esperando que si me escondía lo suficientemente bien, no me encontrarían. Pero no funcionaba entonces, y tampoco funcionaría ahora.
Las lágrimas corrían por mis mejillas, silenciosas, como gotas heladas que corroían el alma. Me ahogaba en ellas, suplicándole que no me tocara, que no me hiciera daño.
–Por favor, perdóname, —mi voz temblaba como la de una niña asustada. – No lo volveré a hacer. Haré todo lo que quieras… Solo no me pegues.
Esas palabras, como un eco distorsionado, volvían a mí desde la infancia. ¿Cuántas veces las había pronunciado, escondiéndome de la realidad? Los recuerdos llenaban mi cabeza como una niebla, mezclándose con el presente. Mi abuela… Por alguna razón, la recordé en ese momento. Recordé cómo me cubría con una manta cuando era muy pequeña. Cómo soñaba entonces que algún día todo cambiaría, que crecería y nadie más podría hacerme daño. Soñaba con tener algún día un hogar donde me amaran, donde nadie gritara ni levantara la mano. Pero en lugar de eso, mi vida se había convertido en una pesadilla.
–Haré todo lo que digas, —esas palabras salieron nuevamente de mis labios. Parecía que había perdido la capacidad de sentir algo que no fuera miedo.
Estaba tirada en la alfombra, con la cara enterrada en la suave textura, escuchando sus pasos acercándose. Lázarev se inclinó hacia mí, y sentí cómo el aire a mi alrededor se volvía más denso. Estaba descontento. Cerré los ojos, esperando el golpe, preparándome para el dolor que inevitablemente vendría. Ahora sus manos me agarrarían por los hombros o por el cabello, me presionarían contra el suelo, y no podría seguir luchando. No quería volver a sentir ese terror. No quería pasar por ese momento de nuevo, pero mi cuerpo se preparaba para el dolor como si fuera una realidad inevitable.
Pero… el golpe no llegó. En lugar de eso, sentí cómo me sujetaba suavemente, sus manos acariciando mi cabello, como si intentara calmarme. La voz de Lázarev sonaba apagada, pero no podía distinguir sus palabras entre mis sollozos. Algo cálido y suave recorrió mi cuerpo, pero no podía permitirme relajarme. Todavía esperaba que todo esto fuera solo una trampa, que tras esta ternura hubiera un nuevo dolor.
En ese momento, sentí un ligero pinchazo en el hombro. Probablemente fue Natasha, pero no la vi, solo sentí cómo mi cuerpo empezaba a volverse pesado, agotado. Era como si alguien presionara suavemente mi mente, obligándola a calmarse. El miedo comenzó a disolverse lentamente junto con mis fuerzas.
Lázarev me levantó del suelo con cuidado, como si fuera una niña pequeña, y me acostó de nuevo en la cama. Me cubrió con una manta, ajustándola a los lados con tanto cuidado como lo hacía mi abuela cuando era pequeña. Eso me provocó una sensación extraña. Me sentía protegida, pero esa protección era tan desconocida que no podía permitirme relajarme por completo.