Читать книгу Séneca - Obras Selectas - Lucio Anneo Séneca - Страница 40

Capítulo XIV

Оглавление

Debemos también hacernos fáciles, sin entregarnos con pertinacia a las determinaciones; pasemos a lo que nos llevare el suceso, y no temamos las mudanzas de consejo o de estado, con tal que no seamos poseídos de la liviandad, vicio encontradísimo con la quietud: porque es forzoso que la pertinacia sea congojosa y miserable en aquel a quien diversas veces quita alguna cosa la fortuna, y que sea más grave la liviandad de aquel que jamás está en un ser. El ignorar hacer mudanza cuando conviene y el no saber perseverar en cosa alguna, son cosas contrarias a la tranquilidad: conviene, pues, que apartándose el ánimo de todas las externas, se reduzca a sí, confíe de sí y se alegre consigo: abrace sus cosas en cuanto fuese posible, abstrayéndose de las ajenas y aplicándose a sí mismo sin sentir los daños, juzgando con benignidad aun de las cosas adversas. Habiendo llegado nuevas a nuestro Zenón de que en un naufragio se había anegado toda su hacienda, dijo: «Quiere la fortuna que yo filosofe más desembarazadamente.» Amenazaba un tirano a Teodoro filósofo con la muerte y con que no sería sepultado, y él respondió: «Tienes con que alegrarte, pues mi sangre está en tu potestad; pero en lo que dices de la sepultura eres ignorante, si piensas que importa el podrecerme encima o debajo de la tierra.» Canio Julio, varón grande, a cuya estimación no daña el haber nacido en nuestro siglo, habiendo altercado mucho tiempo con Cayo, le dijo aquel Fálaris cuando se iba: «Para que no te lisonjees con vana esperanza, he mandado te lleven al suplicio»; y él le respondió: «Doyte las gracias, óptimo príncipe.» Estoy dudoso de lo que en esto quiso sentir, y ocúrrenme muchas cosas. Quísole afrentar dándole a entender cuán grande era su crueldad, pues tenía por beneficio la muerte; o quizá le dio en rostro con la ordinaria locura de aquellos que le daban gracias cuando les había muerto sus hijos y quitádoles sus haciendas; o por ventura recibió con alegría la muerte juzgándola por libertad. Sea lo que fuere, la respuesta fue de ánimo gallardo. Dirá alguno que pudo después de esto mandar Cayo que Canio viviese. No temió esto Canio, que era conocida la estabilidad que en semejantes crueles mandatos tenía Cayo. ¿Piensas tú que sin algún fundamento pidió cinco días de dilación para el suplicio? No parece verosímil lo que aquel varón dijo y lo que hizo, y en la tranquilidad que estuvo. Jugando estaba al ajedrez cuando el alguacil que traía la caterva de muchos condenados a muerte mandó que también le sacasen a él; y después de haber sido llamado, contó los tantos y dijo al que jugaba con él: «Advierte que después de mi muerte no mientas diciendo que me ganaste.» Y llamando al alguacil, le dijo: «Serás testigo de que le gano un tanto.» ¿Piensas tú que Canio jugaba en el tablero? Lo que hacía no era jugar, sino burlarse del tirano, y viendo llorosos a sus amigos por la pérdida que hacían de tal varón, les dijo: «¿De qué estáis tristes? Vosotros andáis investigando si las almas son inmortales, y yo lo sabré ahora.» Y hasta el último trance de su muerte, no desistió de inquirir la verdad y disputar de la muerte, como lo tenía de costumbres. Íbale siguiendo un discípulo suyo, y estando ya cerca del túmulo, adonde cada día se hacían sacrificios a César que pretendía ser adorado por Dios, le dijo: «¿En qué piensas, Canio? ¿Qué juicio es el tuyo? Sacrifica a César.» Respóndele Canio: «Tengo propuesto averiguar si en aquel velocísimo instante de la muerte siente el alma salir del cuerpo.» Y prometió que en averiguándolo, visitaría a sus amigos y les avisaría qué estado es el de las almas. Advertid esta tranquilidad en medio de las tormentas, y ved un ánimo digno de la eternidad, que para averiguación de la verdad llama a la muerte, y puesto en el último trance hace preguntas al alma cuando se despedía del cuerpo, aprendiendo no sólo hasta la muerte, sino también de la misma muerte. Ninguno ha habido que filosofase más tiempo; y así la memoria de este gran varón no se borrará arrebatadamente, antes siempre se hablará de él con estimación. Tendrémoste en todo tiempo, oh clarísima cabeza, por una gran parte de la calamidad cayana.

Séneca - Obras Selectas

Подняться наверх