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III. LAS LECTURAS DE UN ESCRITOR POR NECESIDAD Y POR PLACER

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Como es evidente, en los Escolios resuenan las innumerables lecturas de Gómez Dávila265: mayoritariamente realizadas en el reducto de su biblioteca, una estancia majestuosa en el centro de la imponente vivienda de estilo Tudor ubicada en una hacinada calle de Bogotá, donde a “Colacho” –como lo llamaban los amigos– le gustaba pasar cotidianamente largas horas, rodeado de muchísimos libros, casi todos en lengua original, que llegaron a superar los treinta mil ejemplares266, en gran parte adquiridos gracias a Karl Buchholz, de proveniencia alemana267, y al amigo de origen vienés Hans Ungar268. Libros que comprenden, a veces en ediciones raras de factura europea, textos de la literatura universal, de Homero a Goethe y más allá, y del pensamiento occidental –de los presocráticos a Heidegger– e incluso oriental269, pero muy pocos frutos de los escritores sudamericanos contemporáneos. Y entre estos, de forma nada sorprendente, ni siquiera uno de su compatriota Gabriel García Márquez, distinguido con el premio Nobel en 1982270, el cual, como adversario caballeresco que era de Gómez Dávila, en cierta ocasión habría admitido: “si no fuese comunista, pensaría en todo y por todo como él”271 (mientras Marco Tangheroni272, con leve ironía, dirá más tarde: “no siendo comunista, pienso en todo y por todo como él”273). De cualquier modo, en primera fila se encontraban los escritos de Justus Möser, padre del conservatismo rural274, la obra completa, en el original ruso, de Konstantin Leont’ev, el fustigador del ‘europeo medio’, los ensayos de Joseph de Maistre, de Juan Donoso Cortés y de otros paladines del pensamiento reaccionario, entre ellos Maurice Barrès y Charles Maurras275.

Gómez Dávila tenía acceso inmediato a aquel auténtico tesoro que lo rodeaba en el tiempo dilatado dedicado al estudio y la escritura: conocía, en efecto, además del español, el portugués, el francés, el italiano, el inglés, el alemán, el ruso, aunque no con profundidad, y, entre las lenguas antiguas, el griego y el latín276. Y en las postrimerías de su vida estaba aprendiendo el danés para poder vagar libremente entre las páginas de Kierkegaard277. Movido por un acentuado celo exegético y no para condescender a pulsiones de vanidad intelectual278, desconfiaba de las traducciones, como se deduce de las glosas en las que ridiculiza a la gente que está convencida de haber leído un libro porque leyó la versión en su propia lengua279, y señala la capacidad de leer la poesía en traducción como señal inequívoca de insensibilidad para la misma280.

Leer era para él la primera forma de llenar de significado su vivir apartado, lejano de la escena, elegido para huir de los males del momento y sustraerse a los compromisos y a las contaminaciones de otro modo inevitables281. De acuerdo con una indicación que se encuentra en los Escolios: “la lucha contra el mundo moderno tiene que ser solitaria. Donde haya dos hay traición”282.

Si se excluye la Biblia –voz del hombre que encuentra a Dios283–, le atraían particularmente los grandes escritores y pensadores del pasado, capaces de ofrecerle un refugio frente al conformismo y la tiranía de la mayoría, entreabriendo el acceso al único oasis que resiste el avance del desierto que el presente lleva consigo284. Se acercaba a sus libros con la seriedad de quien condena la vacua disposición a hojear páginas perezosamente, considerándolos, al igual que todo “lector que sabe leer”, de absoluta contemporaneidad285; capaces además, por ser inteligentes, de hacernos sentir inteligentes, igual que una música militar da a quienes la escuchan la sensación de ser heroicos286, pero sobre todo eficaces para activar, afinar, conmover e incluso, si fuera irremisiblemente carente y mísero, para compensar nuestro pensamiento287.

No pudiendo esperar que otros igualaran sus inmensas lecturas, Gómez Dávila recomendaba no omitir en ningún caso las esenciales, con segura recaída salvífica y terapéutica, limitadas a pocos y bien seleccionados textos como “los clásicos griegos y la Biblia”: estos, en efecto, “leídos lentamente con minuciosa atención, bastan para enseñarnos lo que la humanidad sabe de ella misma”, como escribe Gómez Dávila en Notas288. Y precisamente a un coloso de los clásicos griegos, Homero, el poeta de la aristocracia jónica –que, junto a Dante, el poeta de la aristocracia medieval, y Shakespeare, el poeta del feudalismo, tanto complace a la reacción289–, reservaba el colombiano, siguiendo casi una especie de prescripción profiláctica, un contacto estrechísimo en razón del inmediato beneficio que le proporcionaba, según él mismo refiere: “la lectura matutina de Homero, con la serenidad, el sosiego, la honda sensación de bienestar moral y físico, de salud perfecta, que nos infunde, es el mejor viático para soportar las vulgaridades del día”290. Para nuestro autor, por otro lado, la obra de Homero, como la de Platón, representaba el paradigma de la autoridad, entendida no como fuente de mando, sino como aquello que nos subyuga, en cuanto “no es concebible que se le desobedezca sin demencia”291.

Pero leer, como bien sabemos, no le bastaba a Gómez Dávila. Debía y quería también escribir, como si escribir, en su opinión “una forma más estricta, más rigurosa o rígida de meditar”292, fuese el complemento indispensable para la plena actuación de un proyecto de vida colocado bajo la enseña de la autenticidad o, si se quiere, la proyección de una estética de la existencia293, pese a no ignorar el peligro de encontrarse en la penosa situación del autor sin talento, parecida a la del eunuco enamorado294, y estando seguro, por otra parte, de que “no hay muerto más muerto que el escritor de talento que se creyó genio”295. Debía escribir porque era para él “la única manera de distanciarse del siglo”296, trastornado por “un naufragio que no acaba”297, conservando la vida “en cierto estado de tensión”298. Y luego, porque sentía la necesidad de tender su pensamiento en la página, como confiesa en Notas: “ciertamente no creo que para pensar, meditar o soñar, sea siempre necesario escribir. Hay quien puede pasearse por la vida con los ojos bien abiertos, calladamente. Hay espíritus suficientemente solitarios para comunicarse a sí mismos, en su silencio interior, el fruto de sus experiencias. Mas yo no pertenezco a ese orden de inteligencias tan abruptas; requiero el discurso que acompaña el ruido tenue del lápiz, resbalando sobre la hoja intacta”299. También quería escribir Gómez Dávila por el placer que le procuraba esta actividad, manifestación de la inteligencia300, es decir, para él, el verdadero “órgano del placer”301 y aquello de lo que la vida misma es “instrumento”302. Y escribir bien en ese idioma nativo tan insidioso –porque “el libro mediocre es más mediocre en español que en otros idiomas”303–, a costa de esperar, envuelto en un vasto y duradero silencio, el manantial de las palabras justas304, de modo de satisfacer, caso de que lo hubiera305, “al único lector inteligente: el que busca su placer en la lectura y sólo su placer”306.

Lo jurídico como categoría del espíritu.

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