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Crisis civilizatoria: energías limpias y gestión local

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Asistimos al despliegue de una encrucijada orgánica del sistema mundo vigente hasta los años setenta. Como crisis estructural, significa que han cambiado sus dos variables fundamentales: el paradigma o patrón energético y la pauta comunicacional, dominantes desde el siglo XVII. Esto, a su vez, implica cambios en lo relacionado con el sistema económico: producción, distribución, intercambio y consumo de bienes y servicios. En consecuencia, ocurren cambios en las tensiones y conflictos sociopolíticos, en el sistema educativo –científico, tecnológico y cultural– y en las formas de gobierno y administración de las diversas instituciones económicas, políticas, sociales e ideológicas, es decir, en las formas de gestión y de participación –la democracia, a lo largo y ancho del sistema y subsistemas que lo organizan–. Este tipo de encrucijadas se caracterizan por poner en nuevas condiciones y perspectivas a la vida humana y su entorno.

Reconocemos que la humanidad se encuentra actualmente en un estado de dificultades, al decir de los más variados autores que debaten su carácter: “en los países capitalistas desarrollados aparecieron más signos de la crisis en la década de 1970 y principios de la década de 1980” (O’Connor, 1989, p. 27).

Una crisis estructural que comenzó en la década de los setentas del siglo xx y que mantendrá sus nefastos estertores por diez, veinte o cuarenta años. No es una crisis a resolver en el curso de un año o un momento. Se trata, pues, de la mayor crisis de la historia. (Pardo, 10 de octubre del 2011)

Al decir de Wallerstein,

[p]ero el caso es que el mundo está en medio de una crisis estructural y por lo tanto fundamental, de muy largo plazo y por lo tanto que no se presta a una solución sino aun desdoblamiento de muy largo plazo. Simultáneamente, estamos también en medio de un estancamiento económico mundial, que es lo que muchos llaman la crisis. (Wallerstein, 1983, p. 14)

Si consideramos el carácter o tipo de encrucijada en mención, autores como Paul Krugman (2014) consideran que es una situación funcional al sistema capitalista y otros, como Jeremy Rifkin, la suponen de carácter orgánico o estructural. Una crisis es funcional cuando le resulta necesaria al sistema para retroalimentar sus amenazas y mantenerse vigente; en ese sentido, sus ruidos son transitorios, de corto tiempo y rápida caducidad. Es orgánica, en cambio, cuando impele un cambio de la civilización en la que está inmerso todo el sistema (Ornelas, 2013; Rifkin, 2010). También implica la institucionalización de una nueva condición de la convivencia humana en todas sus variables; al decir de Ernesto Laclau, “crisis orgánica [es] cuando el sistema simbólico requiere ser reformado de un modo radical” (Laclau, 2008, p. 166).

Este tipo de situaciones representa una situación sinigual para la humanidad, pues se constituye en una deconstrucción de largo aliento de la civilización vigente, al requerir años y centurias para su resolución, como lo ilustra la historia. En ese sentido, vamos para media centuria de vivir en transición; desde la década de los ochenta, esta hace más intensos sus ruidos al incorporar nuevos ingredientes como la situación medioambiental, las migraciones de orden planetario y la inestable alternancia entre gobiernos autoritarios y populares, tan evidente en América Latina.

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