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La clausura en Colombia del régimen frentenacionalista

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En las negociaciones de La Habana se asistió, en nuestro criterio, a los funerales del régimen frentenacionalista8. Este régimen, por sus características y su larga historia, anidó un conflicto centenario de violencia en el país y, en su fase contemporánea, gatilló a los actores sociopolíticos más recientes: la insurgencia guerrillera. Contrario a las formalidades jurídicas, el conocido oficialmente como Frente Nacional desborda esa consideración periódica, histórica y políticamente, hacia atrás y hacia adelante.

Definido como una “coalición política concretada en 1958 entre el Partido Liberal y el Partido Conservador de la República de Colombia” (Banrepcultural, 2015), encontramos sus orígenes en el siglo XIX cuando, por primera vez en la historia del país, liberales radicales y conservadores —enfrascados entonces en el conflicto armado de 1851— se coalicionan en 1854 para derrocar al General José María Melo (Silva, 1989; Vargas, 1972). Esa situación se repitió cien años después, en 1956, cuando el Partido Liberal y conservadores laureanistas, trenzados desde antes de 1948 en la violencia bipartidista, luego de avalar un golpe de Estado en 1953, constituyen un frente civil para desmontar la dictadura del General Gustavo Rojas Pinilla. Así fue establecido formalmente el régimen de coalición bipartidista liberal-conservador. Al respecto, el sacerdote Camilo Torres señalaba que:

[e]l Frente Nacional es el resultado de la racionalización de un conflicto. Conflicto sentimental y conflicto por el manejo del presupuesto y repartición del botín burocrático […] el Frente Nacional, que como primer partido de clase en Colombia constituye un hecho trascendental en nuestra historia política. (Citado por Umaña, 2003, p. 88)

O, como lo precisaba la Cámara de Representantes de entonces, “Colombia no puede tener por más tiempo dos castas políticas en continua batalla, ni dos clases sociales que no sientan entre ellas el vínculo de la fraternidad en la desgracia, de la amistad en todo el tiempo” (Vázquez, 1992, p. 148). Un sistema de gobierno bipartidista cuyas dos facciones se alternan el poder presidencial por 16 años no es otra cosa que “un instrumento para retener el poder político en manos de los dirigentes tradicionales” (González, 1997, p. 184).

El acuerdo comenzó a ser aplicado en 1958, con la elección del liberal Alberto Lleras Camargo, en lo que se puede considerar su onda corta jurídica, que va hasta 1974; pero su onda larga persiste hasta 1994, cuando un candidato independiente es elegido por primera vez en el país, en el marco de la nueva Constitución: Antanas Mockus, para la Alcaldía de Bogotá. Es decir que fue elegido alguien que no representaba a los partidos tradicionales y que derrota electoralmente, por primera vez en la historia política del país, a las dos colectividades tradicionales. A partir de ese momento entran en franca desaparición.

Se destaca, dentro de las principales características de este régimen, “un recurrente proceso de acomodación de elementos modernos en el seno de prácticas tradicionales, […] persistiendo una situación cuasipermanente de déficit de gobernabilidad” (Vargas, 1999, pp. 217-218; Hartlyn, 1993), al seno del cual se anidan el clientelismo asociado a la corrupción (Audelo, 2004) y la exclusión. El clientelismo es entendido como la apropiación privada de recursos oficiales con fines políticos, ejercida por medio de una red de relaciones sociales de tipo clientelar que regulan las relaciones políticas de la sociedad y alrededor del cual se teje la corrupción en sus más diversas versiones. En Colombia se relaciona con las deficiencias del carácter contractual del Estado, al no poder suplir todas las demandas sociales ni absorber todos sus conflictos. Un sistema que era un ingrediente del régimen antes de 1958 se constituye, desde entonces, en su principal nervio (Leal y Dávila, 2010).

De otra parte, el Frente Nacional activaba “[…] la vida política del país, pero por exclusión […] La oposición fue proscrita. Incluso la conciliadora (o legal) que no iba más allá de reponer rectificaciones al nuevo sistema político” (Ayala, 1999). Por esta exclusión, campesinos liberales de la reforma agraria propuesta por Alfonso López Pumarejo a finales de los años treinta, al fracasar posteriormente, gatilla las guerrillas liberales que devinieron en 1964 en las FARC. Posteriormente en los años sesenta, por la disidencia del Movimiento Revolucionario Liberal (MRL), opuesta al pacto del Frente, y la vuelta al redil bipartidista de su fundador, Alfonso López Michelsen, propicia la aparición del Ejército de Liberación Nacional (ELN). A mediados de los setenta, el fraude electoral de 1970 contra el General Pinilla habilita la aparición del M-19.

Pero no solo se trataba de la exclusión política sino también económica, social, regional, étnica, cultural y de género, pues los modelos de desarrollo económico implementados excluyen a importantes grupos sociales de sus beneficios y ceba la aparición del narcotráfico. Esta situación llega al límite con la acción ejercida por diversos actores para eliminar física, simbólica o espacialmente todo tipo de oposición a las propuestas de desarrollo en curso o de diferencia política (Vargas, 1999). La situación llevó, en pleno siglo XXI, a acuñar la frase de que en Colombia “es más fácil crear una guerrilla que un sindicato […] Toda movilización o protesta se ve como un acto subversivo dirigido a desestabilizar las instituciones democráticas y, por tanto, se le da tratamiento de orden público” (El Tiempo, 1 de mayo del 2001). Este régimen estuvo enmarcado internacionalmente en la Guerra Fría, cobijado en la doctrina norteamericana de la Seguridad Nacional, y amparado por la política anticubana de la Alianza para el Progreso. Todas ellas están actualmente venidas a menos.

Esa exclusión centenaria del régimen político empezó a ser jaqueada jurídica e institucionalmente con la expedición de la carta de 1991 que, al decir de los grupos étnicos,

[…] permitió la inclusión de fuerzas políticas diferentes de las tradicionales. El país, acostumbrado a la monotonía bipartidista que había marcado la pauta de la representación política desde los inicios de la vida republicana, se sorprendió al reconocer como representantes de la ciudadanía colombiana a miembros de las fuerzas políticas de izquierda, representantes de los pueblos indígenas y líderes del mundo académico y social. (Observatorio de Territorios Étnicos y Campesinos, 2012)

De ahí nuestra consideración de que en la Habana se da la extremaunción a este régimen –por lo que resulta ser el hecho más significativo de ese proceso de negociación– al propiciar la inclusión de los insurgentes al sistema sociopolítico y poner al país de frente a los retos del espíritu civilizatorio de la época. Del posconflicto se espera que instaure un nuevo régimen participativo y de derechos —como reza la misma Constitución de 1991—, que a través de la política pública gestione en todos los niveles territoriales las condiciones que permitan el despliegue inteligente e imaginativo de las potencialidades de sus diversos actores y haga efectivo el estado social de sus derechos; que vaya en contravía de las pretensiones neoregenaradoras decimonónicas que persisten en mantenerse vigentes por obra de los actores más rancios de la política nacional, que se oponen al despliegue de los acuerdos.

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