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1 LA UNIDAD DE TODAS LAS RELIGIONES (En Cambridge con Mascaró)
ОглавлениеCuando vayas al colegio, por laico que sea, te educarán en los valores de la ética judeocristiana. Yo, que he pasado por ese trago con penas y fatigas y mucha sensación de culpa, quisiera contarte que en la otra mitad del mundo, la que está al este del Edén, la gente sabe vivir con otra ética, que en muchas ocasiones coincide con la nuestra pero en otras no. La ética de esa parte del mundo no te la enseñarán, ni el ambiente te impregnará de ella. Por lo tanto, quiero hablarte de esos valores en este pequeño libro, con la esperanza de ayudarte a que tu vida sea más tranquila y serena, y te permita disfrutar mejor la alegría de vivir.
Oriente no empieza en Beirut ni en El Cairo como creían los ingleses, sino en un meridiano que atraviesa Irán a 60º de latitud este. A levante de esa divisoria se encuentran dos matrices culturales muy poderosas: India y el Lejano Oriente (China, Japón, Sudeste Asiático). Al oeste de esa frontera están otras dos: Oriente Medio y Europa con las excolonias anglosajonas esparcidas por el mundo.
A un lado están los del libro: judíos, cristianos y musulmanes, y al otro los del yoga. Unos leen y hablan con Dios o los santos (rezar), los otros respiran y vacían la mente (contemplar). Todos buscan la buena vida, pero sus prácticas religiosas los llevan por caminos diversos. Últimamente cuando la religión se ha batido en retirada, desprestigiada por la ciencia, los europeos han tenido que aceptar una ética laica, racional, filosófica, que propusieron Aristóteles, los estoicos, los epicúreos, Spinoza, y que fue finalmente formalizada por los ilustrados en el siglo XVIII. El filósofo Alasdair MacIntyre define la Ilustración como «el intento de dar una justificación racional independiente a la moral».
Lo malo es que Europa, que a partir 1500 inventa la ciencia y coloniza el mundo entero, se mira el ombligo sin reconocer otra cultura válida que no sea la suya. Está costando mucho hacerles entender que más Platón y menos Prozac está bien, pero también menos Platón y más Buda, y, desde luego, menos Descartes y más Lao Tse aún está mejor.
Como define Savater, la moral es un conjunto de comportamientos y normas aceptados socialmente, y la ética es la reflexión de por qué los consideramos válidos. La ética es una disciplina que trata de cómo deben comportarse las personas para tener una buena vida o, como también se dice, para ser felices. La felicidad no tiene receta y además nunca se alcanza plenamente. Sin embargo, estoy convencido de que hay formas mejores que otras de ver y entender lo que nos pasa. Esta convicción es fruto de la experiencia. Los años han hecho que me dé cuenta de que a lo largo de mi vida he tomado decisiones acertadas y, en aquellas ocasiones en que no ha sido así, creo ahora saber el porqué. Una de mis principales certezas, la que me ha animado a escribir este libro, es que el pensamiento y la ética que dominan Occidente en algunos casos contienen menos sabiduría que los orientales.
El origen de que esto sea así hay que buscarlo en dos cuestiones fundamentales. Una de ellas radica en el sentimiento de culpabilidad que nos ha inculcado la tradición judeocristiana a través del mito del pecado original. La otra, en la separación que establece la Biblia entre el creador y la creación, entre Dios y Naturaleza, y, por consiguiente, su rechazo del panteísmo.
Quiero explicarte las ideas básicas de la ética oriental que no encontrarás en la europea, y para ello te contaré mi búsqueda espiritual, mi trayectoria vital en pos de la experiencia suprarracional que he intuido que existe desde que era un niño como tú y me sobrecogió la música, como a ti te encanta Papageno. Sirva mi biografía para engarzar las ideas básicas de Oriente que deseo enseñarte o al menos señalar. Como dice el maestro zen: el dedo señala la Luna, es la Luna que debes escudriñar, no el dedo. O mejor aún el taoísta Chuang Tzu:
El propósito de las palabras es transmitir ideas;
cuando las ideas se han comprendido
las palabras se olvidan.
¿Dónde puedo encontrar un hombre
que haya olvidado las palabras?
Con ese me gustaría hablar.
Yo lo encontré: se llamaba Joan Mascaró, Jiddu Krishnamurti o Alan Watts, todos ellos grandes escritores y conferenciantes, que habían penetrado la experiencia espiritual más allá de las palabras. Sus palabras fueron el dedo que señalaba hacia la Luna, pero ellos habían llegado a la Luna de la experiencia mística, y yo todavía no.
Mi primer contacto con la religión y la espiritualidad fue en el colegio. Me eduqué en el colegio de la Bonanova de los hermanos de las escuelas cristianas del santo francés del siglo XVIII Juan Bautista de La Salle, natural de Reims, donde se produce todo el champán que se puede beber en este mundo. La Salle salió sobrio y fundó una orden de frailes, no de curas, para que enseñaran a los niños de Europa e incluso de Singapur, donde hay una estatua de él como la que se ve en el paseo de la Bonanova. En ese colegio el sexo monopolizaba la ética, pese a lo cual nunca se mencionaba explícitamente sino mediante alusiones indirectas en frases que pretendían alertarnos de sus peligrosas consecuencias y que incluían veladas amenazas: «No os comportéis como animales en celo»; «Hay cines con más acción en el patio de butacas que en la pantalla. La oscuridad es ocasión propicia para el pecado. Pero pensad que una mano que se desliza hacia el lugar equivocado puede arrojaros a las llamas del infierno para toda la eternidad». En una ocasión recuerdo que pedimos permiso para invitar a las chicas de Jesús y María —colegio femenino equivalente y vecino al nuestro— para representar una obra de teatro. La respuesta fue un no rotundo y la explicación, esta frase absurda: «En La Salle Bonanova no somos ni masculinos ni femeninos: somos neutros».
Un día, en clase de catequesis tocó hablar del noveno mandamiento («No desearás la mujer del prójimo»), o acaso fuera el sexto («no cometerás actos impuros»). Le correspondió leerlo a Horacio Quintero, un venezolano que estaba interno, dicharachero y desinhibido, que formuló incómodas preguntas adornadas con comentarios igualmente incómodos. Todo terminó cuando el hermano Sebastián, azorado, alarmado y escandalizado, a grito pelado le mandó callarse y, después, lo echó de clase. El sexo era tabú y no se hablaba de él ni siquiera para explicar los diez mandamientos.
Así las cosas, yo me perdí los avances de aquellas chicas maravillosas con las que coincidía durante los veranos en La Seu d’Urgell. Una de ellas era como Sophia Loren con quince años; la otra, una belleza mora, de piel canela y ojos magnéticos. Una quedó colgada de una roca en la montaña y me pidió ayuda: yo la cogí con delicadeza y la descolgué. La otra me tiró por la espalda la entrada del circo y, después, metió sus manos por el cuello de mi camisa hasta recogerla en la cintura. Yo, impávido, memo, reprimido, ¡estúpido!, todo porque al acabar el curso el hermano Sebastián nos había conminado a no comportarnos como animales en celo.
Resultado de la educación cristiana con los hermanos: represión total, timidez extrema ante las chicas, falta de naturalidad y comportamiento agarrotado, que a la postre te hacían parecer memo o antipático.
Con tan patético bagaje, cuando a los veintiún años tuve novia, para acariciarla tuve que hacerlo a campo abierto —dado que en casa de tus bisabuelos era imposible llevar a una amiga— y me encontré en la necesidad de confesarme cada semana, por idéntico motivo. Al cabo de unos meses se impuso mi sentido común y mi pragmatismo: «O dejas a la chica o dejas la Iglesia», me dije. Como no iba a pasarme la vida haciendo a hurtadillas aquello que más placer me proporcionaba, para después arrepentirme, tener que pedir perdón y volver a empezar, decidí abandonar la religión católica.
Pero como soy una persona espiritual, de esas que han sentido «el inmortal anhelo», por decirlo como Juan Ramón Jiménez, esa tendencia a intuir que existen más cosas en el cielo y en la tierra de las que nos quiere hacer creer la ciencia mecanicista y racionalista, eso que se tiene o no, como el oído musical, me propuse estudiar todas las demás religiones del mundo para llenar el vacío que mi erotismo incorregible había provocado, al ser incompatible con la moral judeocristiana.