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CONVERSACIÓN CON JOAN MASCARÓ
ОглавлениеY un día, cuatro años después de mi apostasía, conocí a Joan Mascaró, que era mallorquín y había enseñado sánscrito en la Universidad de Barcelona, hasta que llegó la Guerra Civil. Eso no me lo contó él, pero, según se decía, cuando entraron los nacionales en la universidad, registraron sus papeles y, como vieron cosas escritas en sánscrito, decidieron que era un espía y aquello, sus claves secretas. Le sometieron a un interrogatorio, tras lo cual él, que ya no tenía ganas de quedarse, se fue a Inglaterra. Allí se instaló en Cambridge, donde yo le encontré veintisiete años después.
La manera en que llegué a conocerle es de esas que hacen válida aquella máxima que señala como inescrutables los caminos del Señor. Un amigo mío, Josele Trenor, marqués por cierto, se había comprado un Seat 850, que era el modelo sport del 600, pero un poquito más grande, porque en vez de tener 600 centímetros cúbicos tenía 850. Esto sucedió en 1967 y en esa época había que rodar los coches, es decir, hacerlos correr ciertas velocidades sin pasar de X revoluciones en cada marcha para que el coche se afinara. Había que cubrir tres mil kilómetros, y a partir de ahí, se podía conducir con normalidad. Este amigo me dijo: «Me he comprado un Seat 850 y lo tengo que rodar, podríamos ir a Cambridge». «Ah, muy bien, vámonos a Cambridge». Y me monté en el 850. Cruzamos Francia en un momento en que se habían escapado dos presos de la cárcel de Marsella, por lo cual nos pararon varias veces durante el viaje, hasta que al final, cuando les veíamos acercarse, el marqués les espetaba, con ironía y sin darles tiempo a decir una palabra: «Sí, ya estamos enterados de su problema». Hicimos noche en París —en aquella época no había autopistas— y continuamos hasta Cambridge.
Josele había estudiado inglés en Cambridge y allí conocía a un hindú, de la secta sij. Los sijes se caracterizan por llevar turbante y no acatar a la reina de Inglaterra como soberana. Nuestro sij tenía por nombre Teshu Sig, era profesor de Matemáticas en Cambridge, y estuvo varias veces en la cárcel por meterse con la reina. Dada su amistad con Josele, Teshu nos alojó en su casa, un cottage entre altos pinos y ancianas secuoyas. Era muy alto, cetrino, de luengas y negras barbas: una presencia impresionante. Por la noche, leía los Upanishads en sánscrito, y en esa lengua sagrada leer es cantar, porque las lenguas antiguas que se precian tienen un ritmo como lo tiene el latín gregoriano. Teshu cantaba los Upanishads y yo no entendía nada, pero mientras dormía, los escuchaba.
Así que le dije a Teshu: «Quiero aprender filosofía oriental, porque para mí el cristianismo ha tocado techo y no me da para más. Ya lo he comprendido e incorporado, ha sido para mí enriquecedor, satisfactorio, pero ahora me gustaría introducirme en el hinduismo». Sin vacilar me contestó: «Cómprate los Upanishads y el Bhagavad-Gita en la edición de Penguin con traducción de Joan Mascaró». Inmediatamente, el apellido del traductor llamó mi atención, y le dije: «Este nombre es catalán». «Bueno, sí, este señor es un español exiliado, que reside en Cambridge desde hace ya muchos años». Averigüé su dirección por el listín de teléfonos. Figuraba como Joan Mascaró, The Retreat, Comberton, un pueblo situado a dos o tres kilómetros de Cambridge, un arrabal de la ciudad. Le llamé por teléfono y se puso su mujer. Tuve que convencerla, como suele suceder con las señoras de todos estos hombres importantes, y nos dio cita aquella misma tarde.
Mi amigo el marqués y yo fuimos a Comberton, y llegamos a una de esas típicas pequeñas cabañas inglesas con tejado de paja, donde nos recibió un señor alto, fuerte, de ojos azules, luminosos, penetrantes, grandes, con el pelo ya blanco, pero que había sido rubio de joven. Debía de tener entonces sesenta y tantos o setenta años. Cuando empezamos a hablar en castellano, él nos pidió si le podíamos hablar en catalán, porque hacía mucho tiempo que no lo oía y tampoco tenía ocasión de hablarlo. Bueno, mantuvimos la conversación en catalán, pero a cada autor lo citaba en su idioma correspondiente. Ese día me regaló su libro Lamps of Fire y me lo dedicó con esa letra suya, escribiendo el catalán como si fuera sánscrito.
Esa conversación fue lo que los hippies llaman un turn on, o sea, una apertura de la mente, porque no fue solo que nos introdujera a la filosofía oriental, sino que nos mostró la unidad de todas las religiones.
Tomé en la primera página del libro unas notas de la conversación con Mascaró. Este es el resumen de lo que nos dijo:
En las enseñanzas de los grandes hombres que han sido, y de todas las religiones del mundo, son recurrentes unos temas que provienen de los valores fundamentales de la humanidad. En el fondo de estos valores están el ser y el amor. Cada persona nace y muere sola y tiene un ser que nunca podrá compartir totalmente. Cuando reposa su pensamiento y lo deja vacío, su consciencia interior se le aparece. Siente que dentro de sí lleva lo infinito y que forma parte de él. Entonces despierta a un estado superior, la iluminación. Esta nos hace comprender la limitación que nuestro individualismo egoísta impone. El egoísmo individualista nos hace tristes, envidiosos, alimenta el resentimiento, y fortalece el odio y el desprecio. El hombre necesita el altruismo porque es lo que le da satisfacción espiritual y alegría. El altruismo es amor. En el amor hay el mismo gozo que se siente al crear. Amar es hacer una obra de arte. En el fondo de las palabras de los grandes hombres hay una misma esencia: la poesía.
Empezamos a hablar a las tres de la tarde y creo que ya eran las siete y había oscurecido cuando salimos. Para mostrarnos que lo que habían dicho los grandes poetas y las religiones, era en el fondo lo mismo, nos citaba a Dante en italiano, a Baudelaire en francés, a Maragall en catalán —«quan arribi l’hora de temença»—, a Shakespeare en inglés, naturalmente, y cuando citaba en sánscrito nos lo traducía. De William Blake me recitó un poema panteísta que jamás he olvidado:
To see a world in a grain of sand
and a heaven in a wild flower,
hold infinity in the palm of your hand
and eternity in an hour.
Si bien Mascaró insistió como tesis central en la unidad última de todas las religiones, también matizó dos creencias que separan Oriente de Occidente: la culpa y el panteísmo, ilustradas en sus respectivas mitologías.