Читать книгу Hombre muerto en una zanja (versión española) - Luke Arnold - Страница 12
ОглавлениеCapítulo Cinco
Llamé a la casa de Warren y me atendió una mujer. Me dijo que podría encontrarlo en Cerámicas Hamhock, una fábrica en quiebra ubicada en el centro del distrito industrial. El viento hizo cambio de turno con la nieve mientras yo atravesaba la ciudad deseando haberme tomado la molestia de coserme la rodilla del pantalón.
Cuando las llamas todavía ardían, la nieve de Sunder se tornaba de color marrón estando aún en el aire. Después de la Coda, esperaba a tocar suelo antes de empaparse de ceniza, óxido y basura. Al menos no olía tan mal. Durante el verano, las alcantarillas hervían como una cacerola.
El distrito industrial era un batiburrillo destartalado de fábricas y mercados al por mayor ubicado en el lado oeste de la ciudad. Yo solía comprar allí, en lugar de derrochar mi dinero con los comerciantes de la calle Principal, que cobraban extra por el mismo producto, solo porque colgaba de un gancho de mejor calidad.
Había pasado muchas veces por delante de Hamhock, pero nunca había estado dentro. Tenía dos plantas de altura, con una persiana enrollable que abarcaba toda la pared del frente. Del tejado se elevaba media docena de chimeneas, junto con una gran turbina eólica que giraba a una velocidad hipnótica.
La persiana enrollable estaba abierta y el interior del edificio era un caos. Un lodo líquido de un color entre gris y marrón cubría el suelo, las paredes, la maquinaria y a la mayoría de los trabajadores. Había tendederos llenos de alfarería sin cocer: floreros, cuencos y platos. Algunas piezas estaban húmedas y brillaban, otras estaban secas, y otras se estaban rajando. La turbina del tejado estaba conectada a una gran bañera llena de arcilla mezclada con agua; al girar, batía la mezcla, que de vez en cuando rebosaba chapoteando.
Habían trabajado mucho, pero algo había hecho que todo se detuviera. El personal estaba sentado por allí, sin hacer nada, mientras un pequeño grupo se amontonaba alrededor de una gran caja metálica que había en un rincón.
Warren, el gnomo bien vestido, estaba sentado solo. Años atrás, antes de que yo lo conociera personalmente, había sido una leyenda del crimen subterráneo. La Coda eliminó a los grandes jugadores que él había colocado en el poder y mató a sus matones. Desde entonces, había perdido casi todos sus ahorros tratando de restablecer su imperio y había acabado como otro estafador solitario que había visto mejores días.
Warren podía haber perdido casi todo su dinero y la mayor parte de su negocio, pero su orgullo seguía intacto. Sus trajes siempre estaban limpios, su cabello nunca a más de una semana del peluquero, y se movía de una forma relajada que daba a entender que tenía todo el tiempo del mundo.
Pero no tenía todo el tiempo del mundo. Le quedaba muy poco tiempo y estaba aterrorizado de cómo lo iba a utilizar.
Tenía el sombrero entre las manos y su candor habitual se había desvanecido. Coloqué un taburete junto a él y le dejé hablar primero.
—Cuando había magia, el dueño de esta fábrica era un amigo mío, y ganaba muy bien vendiendo platos y jarrones. Eso se interrumpió hace seis años. Pero cuando las inundaciones del otoño atravesaron Sunder y dejaron grandes charcos de arcilla río abajo, pensé que podríamos usar aquel lodo para comenzar de nuevo. Pero el fuego... —Hizo un gesto de desdén en dirección a la caja metálica—. No podemos generar suficiente calor. Lo hemos intentado todo. Incluso si saliera más caro calentar el horno que lo que ganaríamos vendiendo los cuencos, al menos podríamos hacer algo. Pero no. No hay nada aquí. Solo más desperdicios. —Observamos a los trabajadores cubiertos de lodo mientras retiraban del horno una bandeja con tazas de cerámica empapadas y, luego, las arrojaban a un lado—. Probad con algo más pequeño —ordenó Warren—. Unos... unos dedales, quizás. Y poned el doble de leña.
Los ceramistas, descorazonados, asintieron con la cabeza, y fue casi gracioso. Eran delincuentes. Hombres rudos que antes se habían ganado la vida golpeando a la gente en la cabeza. Entonces estaban allí usando guantes y delantales, decepcionados por no poder terminar de fabricar unas tazas de té.
Casi gracioso.
—Lo lamento, Warren. Desearía poder ayudarte, pero la ciencia nunca ha sido mi fuerte. Si me entero de algo útil, te avisaré.
Levantó la mirada.
—Entonces, ¿eso sí es lo que estás haciendo? ¿Estás buscando poderes mágicos? Pensaba que habías dicho que era imposible.
—Es imposible. Pero eso no significa que no haya cosas nuevas, no mágicas. Como lo que estaba intentando venderte ese médico.
Él estrujó el ala de su sombrero. La decepción del cuerno de unicornio aún era una herida abierta.
—Solo fue una idea, eso es todo. Solo quería ayudar.
—Bueno, yo también quiero ayudar. ¿Puedo hablar con tu amigo?
Puso una expresión que yo ya había visto demasiadas veces en demasiados rostros: la que pone alguien cuando sabe que voy a causar problemas.
—Es tan solo un químico. Un brujo que está tratando de abrirse un nuevo camino en el mundo, como todos nosotros.
—Vendiéndote mentiras. ¿Cuánto pensaba cobrarte para prepararte la sopa de unicornio?
Warren apoyó una de sus pequeñas manos sobre la mía. Fue algo chocante. Entre nosotros, habíamos construido una buena rutina de bromear e intercambiar comentarios crueles. Por algún motivo, él había decidido romper con eso con un poco de infrecuente sinceridad.
—No le reproches que me haya dado un sueño, Fetch. Tenía el corazón lleno de esperanza, al igual que yo. Te diré dónde encontrarlo, pero no vayas a patearle las pelotas. Que tú te hayas dado por vencido no es motivo para que arrastres contigo al resto de nosotros.
Maldición. Lo había vuelto a hacer. Quise disculparme, pero Warren no lo necesitaba. Había dicho lo que tenía que decir y yo lo había escuchado. Eso sería suficiente. Intenté recordar hacerlo más a menudo. Apoyé mi otra mano sobre la de él y la mantuve así. Respiró hondo, mirando el almacén inútil y el comercio moribundo que había intentado resucitar. Yo no necesitaba recordarle que la vida continuaba. Él lo tenía más claro que lo que yo nunca lo tendría. Fuera cual fuese el trabajo que yo creyera estar haciendo, no debía consistir en ir por ahí arrebatándole a la gente el último fragmento de esperanza que le quedaba.
De modo que guardé silencio. Warren me dijo que el químico se llamaba Rick Tippity y que trabajaba a unas manzanas de allí, hacia el norte. Me dijo que debía ser amable con el brujo porque ya había demasiados sujetos en el mundo comportándose como imbéciles, y a todos ellos les salía mejor que a mí.
—Así que sé amable —dijo—. Hoy en día, tendrás menos competencia.