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Capítulo Once

No había un camino que llevara a Fintack, solo un sendero que salía de la autopista Arce hacia el este, por las colinas bajas. El sol finalmente había decidido mostrarse en el último minuto del día, como una cita que se comporta recatada durante toda la cena, pero que te lanza un beso al salir por la puerta.

Yo había aprendido de mis errores, y antes de salir de la ciudad pasé por una tienda de ropa de segunda mano. Llevaba cuatro capas de ropa en la parte de arriba y unas polainas debajo del pantalón. Tenía calcetines gruesos, y la piel de quimera de mi chaqueta seguía tan espesa como el día que la arrancaron del lomo del animal.

Sin las luces de antes iluminándola, Sunder pronto se perdió en la oscuridad. Las nubes se disiparon y dejaron pasar el brillo de la luna llena, lo que me permitió vislumbrar el camino que debía seguir. Avancé a una buena velocidad; solo me detenía para orinar o para coger algo de comida de la bolsa. Al salir del edificio, me había topado con Georgio, y él se había mostrado lo suficientemente amable para prepararme un bocadillo de medianoche: nueces, bayas secas y unas lonchas de salchicha fibrosa.

Después de dos horas de caminata, una colonia de murciélagos cruzó por lo alto del cielo, siguiendo el camino en dirección al bosque. Eran más de cincuenta, chillando como viejas y batiendo sus correosas alas.

Durante la siguiente media hora, la tensión del cuerpo se me fue relajando. Primero, los pequeños músculos del entrecejo. Luego, la mandíbula, el cuello y los hombros. Se me aflojaron varios nudos a lo largo de la columna. Los brazos me colgaban a los lados, respiré hondo y el aire frío me llenó los pulmones. Estaba solo. No solo como en mi oficina, donde alguien podía llamar a la puerta en cualquier momento. No solo en un bar, donde podía sentir soledad y aun así estar rodeado de desconocidos. Verdaderamente solo. Nada de humanos. Tampoco criaturas exmágicas. Nada que tuviera recuerdos ni opiniones. Nadie que juzgara las cosas que yo había hecho o las que iba a hacer. Ni los errores que había cometido o las cosas estúpidas e ingenuas que había dicho. Yo no significaba nada para nadie. Solo era parte del paisaje, arrastraba los pies sin una historia ni un futuro que tuvieran la menor importancia para nadie. Las lejanas estrellas no podían verme y no les importaba. No le importaba a nadie. Podía tenderme allí mismo sobre la tierra hasta que mi respiración disminuyera y se detuviera, y no le interesaría a nadie.

Era algo precioso.


En la linde del bosque, encontré una vieja cabaña de caza donde no había nadie, solo una familia de arañas y una zarigüeya de nariz sonrosada.

—¿Hay sitio para uno más? —pregunté.

Los residentes no se opusieron, así que cerré la puerta. Era agradable estar a resguardo del viento. En un rincón había una hamaca de lona sucia, pero intacta. Le di unas palmadas para quitarle el polvo y me tumbé. No era tan cómoda como una cama y no mantenía el calor exactamente, pero me elevó del suelo y me sirvió para levantar las piernas y calmar el dolor que se les había metido dentro. La cabaña estaba oscura y silenciosa, y no tardé mucho en quedarme dormido.


Crujidos. Carne rasgándose y huesos quebrándose.

Edmund. Albert. Rye.

Lo oía. Su boca llena de dientes rotos y encías sangrantes, masticando los huesos de jovencitas y succionando la médula. Él había querido magia. En cambio, se convirtió en un monstruo. En un devorador de criaturas adorables. En una maldición para él y para aquellos a quienes amaba.

Estaba de pie a mi lado. Su aliento olía a muerte. Sus ojos, llenos de olvido. Reía porque había sido liberado de la carga de intentar arreglar las cosas.

Entonces la oscuridad se tornó roja. Luego dorada. El amanecer. Recordé abrir los ojos.

La zarigüeya estaba masticando la araña más grande de la telaraña. Del hocico sobresalían algunas patitas, lo que le aportaba bigotes extra.

—¿Me guardas un poco?

La zarigüeya no respondió, pero yo había dormido con la bolsa en las manos, así que fue fácil extraer un puñado de bayas de su interior y desayunar en la cama. La zarigüeya y yo compartimos el desayuno, y, luego, le deseé buena suerte y volví a salir al camino.


Había mucha neblina y muchos árboles, pero el camino me resultaba lo suficientemente claro para mantener un buen ritmo y hacer que me circulara la sangre. Eso sí, tenía que ir mirando el suelo. Si miraba hacia delante, hacia lo blanco, perdía el sentido de la realidad. Había ruidos por todos lados. Más murciélagos y zarigüeyas, probablemente. Quizá lobos. Yo tenía un cuchillo, pero no mucho más. Preocupado ante la posibilidad de que los depredadores olieran la carne, me comí el resto de la salchicha, arrojé el envoltorio y me lavé las manos con un poco de hierba mojada.

Los árboles no tenían hojas. Quizás a causa de la Coda. O quizá porque estábamos en invierno. Yo no lo sabía. Sobre el sendero colgaban ramas parecidas a dedos de bruja. Yo las esquivaba, a veces. En un momento en que iba mirándome los pies, una rama me rozó la costra de una de las heridas de la frente. Ya estaba a punto de comenzar a maldecir cuando vi a alguien en el sendero, esperando en la neblina.

Estaba en medio del camino, justo delante de mí. Contuve la respiración, pero el corazón me golpeteaba tan fuerte contra las costillas que temí que la figura de las sombras llegara a oírlo.

El sujeto miraba en mi dirección. Era una silueta; gris contra el fondo blanco. Era más bajo que yo. No era Tippity. ¿Un amigo suyo? ¿Un explorador?

No había dicho nada. No había atacado. Quizá no se había percatado de mi presencia. O si lo había hecho, no estaba seguro de si yo era amigo o enemigo.

Doblé las rodillas y dejé caer la bolsa con el mayor silencio posible. La figura no reaccionó en absoluto. Extraje el cuchillo de mi cinturón, silencié el sonido de metal contra metal tapándolo con la chaqueta. Metí la mano derecha en el bolsillo y me coloqué las manoplas metálicas, a continuación me incorporé y hablé con voz grave, fuerte y clara.

—Hola.

Solo me respondió el viento, que me agitaba la ropa y me azotaba los tímpanos.

—¿Me estás esperando a mí? —pregunté.

Nada.

Me acerqué, tenso como la cuerda de una trampa.

—Preferiría hablar antes que pelear, si tengo voto en el asunto. Pero estoy preparado para ambas cosas, si no lo tengo.

Entrecerré los ojos, intentando ver sus facciones, pero había algo raro. La neblina se arremolinaba en torno al sujeto. La ropa suelta se movía con el viento, pero lo que había debajo de ella estaba rígido. Tenía una mano apoyada en un bastón y la otra extendida. Sus dedos delgados estaban separados, pero se veían demasiado quietos para estar vivos. Era una estatua vestida con ropa formal, abandonada en medio del bosque.

Y yo aún no lograba ver su rostro.

Me volví a acercar. Era más bajo de lo que yo había pensado: tendría poco más de un metro. El traje estaba hecho jirones, podrido y entre los pliegues de tela había insectos instalados. Atravesé la neblina, con el cuchillo listo y entendí por qué me había costado tanto verle el rostro.

No tenía rostro. Ya no. Tenía una oreja a cada lado y algo que parecía una barbilla, pero todo lo del medio había sido extraído. Era un miembro del pueblo de las hadas. Un pobre sujeto que había muerto durante la Coda, al que luego se le había realizado una autopsia extraoficial en el cuerpo, al igual que a las hadas de la trastienda de la farmacia.

Su rostro agrietado y abierto era algo espantoso pero limpio, de alguna manera. No había órganos ni sangre, como los habría si hubiera sido un humano el que hubiera terminado despedazado. Parecía más bien que alguien hubiera tallado un tronco viejo. La piel de la cabeza del hada estaba firme, como madera petrificada, pero llena de túneles diminutos. Al mirar más en detalle, noté que el interior tenía vetas plateadas; el tenue reflejo de algo brillante, como una tela de araña o la luz de las estrellas, entrelazado en los músculos y los huesos.

Sentí náuseas, pero también me sentí un tanto agradecido. Cuando volví a Sunder después de la Coda, Amari me estaba esperando. Ella se encontraba a salvo dentro de la mansión, no sola en medio del monte, para ser devorada por insectos y violentada como esta alma perdida.

No había nada que hacer por él, por supuesto. Nada que hacer por ninguna de las criaturas que perdieron la vida cuando desapareció la magia. Nada que hacer, más que darle una palmada en el hombro y adentrarme en el bosque para ver si tenía algún amigo.

De pronto reparé en que el objeto en que se apoyaba no era un bastón. Era el poste de un cartel indicador, pero el rótulo se había desprendido. El poste estaba en el lado derecho del sendero, junto a un hueco entre los árboles que en otra época quizá fue una senda. Seguí en esa dirección, a través de un pasaje abovedado cubierto de malas hierbas, y pronto encontré dos cuerpos diminutos. Diablillos, creo. Estaban abrazados, medio cubiertos de nieve y tan congelados como el primero. Uno de los rostros estaba abierto de la misma manera, al otro le faltaba la cabeza completa. Aquellas eran criaturas del bosque. Eso significaba que, a diferencia de la criatura del poste, sus cuerpos seguían creciendo. De los hombros y la espalda les habían salido unas pequeñas enredaderas que les habían envuelto el cuerpo y habían apretado; eso les había quebrado los miembros. Debajo de la nieve, el follaje debía de haberse extendido hasta los árboles más cercanos, pues había hojas sobre ellos; unas pequeñas, nacidas de las enredaderas que habían brotado de las criaturas que se descomponían en el suelo. Todo me resultaba demasiado familiar. Demasiado triste.

Seguí avanzando con esfuerzo a través del bosque, y fui encontrando más muerte y más profanación. Había más estatuas en la senda y recostadas contra contra los árboles, y a todas les faltaban los ojos. El rostro. Solo había cabezas vacías sobre cuerpos rígidos congelados en pantomimas de dolor. La senda se ensanchó y la neblina disminuyó, por lo que, al salir al claro, vi la silueta completa de la iglesia.

Tenía unos doce metros de alto y ni una sola línea recta a la vista. Las paredes eran ramas entrelazadas, unidas entre sí en patrones inimaginables, desde el suelo hasta el extremo de una torre puntiaguda. No era impresionante solo por su tamaño; era una obra de arte. Había formas en la madera: rostros, espirales, runas y palabras. Todas tridimensionales. Todas hermosas.

Las hadas del bosque tenían poder sobre las plantas. Usualmente lo utilizaban para cosas pequeñas, como pedirle a una flor que se abriera antes de tiempo o que hiciera madurar una fruta. Yo no tenía idea de qué se habría necesitado para crear semejante milagro. ¿Había sido un grupo de ninfas de madera habilidosas, trabajando en equipo?, ¿o una arquitecta particularmente talentosa con mucho tiempo libre? Los pájaros habían construido sus nidos en el alféizar de las ventanas sin cristales y alrededor de las agujas puntiagudas que había en las esquinas del tejado. Cada centímetro estaba cubierto de detalles diminutos, perfectamente diseñados. Pasada cierta altura, ya no pude distinguir qué formas eran parte de la arquitectura y cuáles eran hadas congeladas.

El jardín que rodeaba la iglesia estaba lleno de criaturas acurrucadas y, cuando vi que algunas aún conservaban el rostro, me sentí aliviado. Quienquiera que las estuviera destrozando aún no había terminado la tarea. Dejé de mirar demasiado en detalle y seguí avanzando, con la esperanza de que a partir de ese punto los cuerpos estuvieran todos completos.

Cuando entré, todo empeoró.

Hombre muerto en una zanja (versión española)

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