Читать книгу Hombre muerto en una zanja (versión española) - Luke Arnold - Страница 15
ОглавлениеCapítulo Ocho
Cuando llegaron Simms y Richie, les conté todos los hechos lo más rápido que pude. Otros agentes ya estarían de camino, y Simms no quería que nos vieran comportándonos como compinches. Les mostré dónde había recibido el fogonazo, describí la bolsa y el fuego que surgió de ella, y, luego, los llevé a la trastienda para que conocieran al hombre de hielo.
No hablaron mucho, solo fueron asintiendo con la cabeza, procurando no llegar a ninguna conclusión alocada. Yo había estado tratando de hacer lo mismo. Había muchas maneras de hacer fuego. Yo tenía un pequeño encendedor en el bolsillo que lo hacía todos los días. No se necesitaba magia para eso. Pero ¿hielo? Bueno, el hielo es distinto. Sí, en aquella época del año había en abundancia, y no era la primera vez que alguien había muerto a causa del frío, pero este no era el caso de un pobre indigente abandonado a la intemperie. Parecía que alguien había conjurado ese hielo de la misma manera que la bola de fuego. Si Rick Tippity había abierto una pequeña bolsita de cuero y una nube azul congelada había salido y matado a alguien, yo no sabía qué nombre ponerle, si no el obvio.
Aun así, yo no era científico. Que algo resulte extraño no significa que alguien haya descifrado los secretos para hacer que la magia vuelva a fluir. Y si los ha descifrado, yo ciertamente no sería el primero en decirlo.
—¿Habíais visto algo así? —pregunté.
Ambos negaron con la cabeza.
—No en mucho tiempo —dijo Simms—. El resto de la fuerza llegará enseguida. ¿Hay alguna otra cosa que quieras decirnos antes de que dejen volar su imaginación?
—Sí. No sé qué relación tiene, pero mirad esto.
Abrí el cubo de basura. Los dos estoicos policías miraron dentro y sus rostros se agrietaron como platos de porcelana sobre un suelo de hormigón.
El cubo estaba lleno de cuerpos pequeños. Había más de veinte. Eran diminutos: entre treinta y sesenta centímetros de altura, todos flacuchos y rígidos.
Eran cuerpos de hadas. Todas muertas. Secas y desprovistas de magia.
—Ay, Dios. —Richie salió tropezando por la puerta trasera. Simms miró al vacío.
—¿Qué es lo que les ha hecho? —preguntó.
Se refería a los rostros. Encontrar un cubo de basura lleno de cadáveres de hadas ya sería bastante malo, pero, además, tenían la cabeza partida por la mitad. Alguien les había abierto el rostro, había hecho algo con la parte de dentro y, al terminar, había arrojado los cuerpos a la basura.
Simms cerró la tapa con fuerza. Yo chupé otro Clayfield. Richie se quedó fuera, maldiciendo.
Había muchos tipos de criaturas mágicas en el mundo, pero las hadas eran distintas. De algún modo, ellas eran magia. Fragmentos puros de lo imposible que caminaban entre nosotros. Su variedad era ilimitada: brownies, diablillos, leprechauns y hadas propiamente dichas, pero todas sufrieron de manera idéntica cuando llegó la Coda. Se congelaron, al igual que el gran río, y la vida se esfumó de su cuerpo.
Incluso en una ciudad de acero como Sunder, lejos de los bosques, se podía sentir el espacio vacío que habían dejado. Yo pensaba que la tragedia de las hadas era que ya no se las veía. Resulta que ese era un sentimiento preferible antes que encontrar una pila de cadáveres de ellas, profanados y arrojados a la basura.
Finalmente, Simms preguntó:
—¿Sabes por qué les hizo lo de...? —Hizo un gesto con la mano señalándose el rostro.
Negué con la cabeza.
—No.
Volvimos a quedarnos en silencio durante un rato. Richie volvió a entrar.
Simms se restregó los ojos.
—Cuando llegue el resto del equipo, te trataré mal, como en los viejos tiempos. Te preguntaré por qué estabas fisgoneando y amenazaré con llevarte a la comisaría si no me dices para quién trabajas. Ya te conoces la rutina.
—Claro.
—Lo lamento, Fetch. Estoy segura de que estás tan conmocionado como yo, pero el alcalde ya está interfiriendo con el caso, pidiendo novedades acerca de lo que sea que encontremos. Necesitamos mantenerte aislado, libre y...
Se abrió la puerta de entrada y llegaron los primeros de ellos. Diez minutos después, cada patrullero, detective, agente y guardia de tráfico había entrado para echar un vistazo al segundo asesinato milagroso del día. Simms, Richie y yo nos apegamos a nuestro plan, representando la obra de treatro que ya habíamos representado tantas otras veces.
Yo me comporté como el perfecto sabelotodo. Era más divertido porque sabía que en realidad no me iban a llevar a la comisaría por ello. Tuve que aminorar la actuación cuando noté que Simms había dejado de fingir su enfado y que estaba furiosa de verdad. Me advirtieron que mantuviera la boca cerrada y que no saliera de la ciudad, y, finalmente, me echaron de allí. Yo me sentí feliz de irme. Quería estar lo más lejos posible de aquel cubo de basura lleno de cuerpos rotos.
La imagen de las hadas se me había quedado grabada en la mente. Era demasiado triste. Demasiado trágica. Demasiado familiar. El estómago se me revolvía a cada paso que daba, y no pude discernir si estaba enfadado, asustado o a punto de llorar.
Pero sabía exactamente adónde necesitaba ir a continuación.