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Capítulo Diez

Baxter Thatch era une demonio únique en su clase: ministre de Educación e Historia, curadore del museo, a veces amigue, de vez en cuando enemigue, une experte sin edad sobre una gran variedad de fenómenos mágicos y, técnicamente, ni masculino ni femenino. Su pericia mágica no provenía de hacer magia, sino de presenciarla y estudiar su uso a lo largo de los siglos.

Baxter había estado trabajando incansablemente para volver a poner en pie Sunder City. Yo nunca sabía dónde podría encontrarle, por lo que la mejor opción siempre era llamar al Ministerio. En esa ocasión, me informaron que Baxter estaba en la Central Eléctrica de Sunder City porque, al parecer, “Esa mierda está en llamas de nuevo”.

La central eléctrica había sido construida en lado noreste de la ciudad, erigida detrás de una ladera, como si la ciudad se avergonzara de su presencia. Eso no estaba del todo mal: la central era fea, peligrosa y poco fiable. Mortales, la empresa de electrónica perteneciente a unos humanos, la había levantado a toda prisa después de que la Coda eliminara las llamas. Era un triste sustituto de las llamas eternas que habían dado lugar a la fundación de la ciudad. La central no podía generar suficiente energía para que las fábricas pudieran volver a producir o, ni siquiera, para mantener encendidas las farolas de la calle Principal. Hacía que funcionaran los teléfonos y encendía las luces de la mayoría de los hogares la mayoría de los días de la semana, pero si se la presionaba demasiado, lo más probable era que se cagara encima.

Siempre había planes para repararla, pero ninguno se había hecho realidad. Cada año, el alcalde hablaba de construir más centrales, pero eso tampoco sucedía. Todos los esfuerzos que se hacían eran para reparar las piezas que se rompían o disminuir el número de accidentes, ya que la máquina de vapor generaba más muertos que energía.

La central despedía aún más humo que el de costumbre, lo que ennegrecía el cielo ya oscuro; pude oler el edificio incluso antes de verlo.

Todos los trabajadores estaban en la calle mientras los miembros del cuerpo de bomberos entraban y salían del edificio a toda velocidad, cargando mangueras y cubos de hielo. El fuego parecía estar casi bajo control, y la multitud parecía más frustrada que asustada. Probablemente llevaría un día o dos volver a poner la central en funcionamiento, pero todos los habitantes de Sunder ya habían aprendido a tener a mano una abundante reserva de velas.

Era un tema trillado, nada por lo que valiera la pena escribir a los periódicos. Los trabajadores ya estaban minimizando la situación y planeando cómo aprovechar el tiempo libre. Baxter Thatch era la única persona que parecía estar verdaderamente deprimida.

El cuerpo de Baxter era un enorme trozo de mármol rojo y negro, aparentemente indestructible, coronado con dos cuernos enormes. Cuando sucedió la Coda, Baxter no cambió en absoluto. Eso llevó a varios, entre quienes estaba le propie Baxter, a tener la inquietud de que en realidad nunca había formado parte de la magia.

Quizás ese fuera el motivo por el que Baxter trabajaba con tanto ahínco. Dedicaba sus días a ayudar a todos los que podía. Primero como viajere, luego como ministre, siempre se las arreglaba para mantener un aire positivo, de confianza.

Hasta ese momento.

Baxter estaba en la acera de enfrente, sentade sobre una piedra, con la cabeza entre las manos. Su traje, usualmente liso, estaba todo arrugado. La corbata que solía llevar en el cuello había sido arrojada al suelo. Nunca había visto a Baxter en semejante estado emocional. Desanimade, quizá. Decepcionade, seguro. Pero nunca algo así, y menos en público.

—¿Algún problema, Bax?

Baxter levantó las cejas, empujándolas entre los cuernos rojo y negro de su cabeza.

—Solamente todo.

Maldición. Baxter había vivido una eternidad, y algo finalmente había logrado quebrarle. Me senté sobre la piedra, extraje la petaca y se la pasé.

—No tiene sentido —dijo, después de un sorbo—. Sin las llamas ni las fábricas, este lugar no es nada. Y, sin embargo, la gente sigue viniendo a la ciudad. No por lo que es. Ni siquiera por lo que fue. Sino por lo que debió de ser en otra época. Vienen a buscar una historia.

—No todas las historias eran tan cálidas.

Baxter resopló y me devolvió la petaca.

—Claro, antes de la Coda había delitos y pobreza. Pero había un equilibrio. Había motivos para abrirse paso por el lodo y los carteristas y la puta nieve de color marrón. ¿Y ahora?

Baxter se inclinó hacia atrás y miró el cielo. Yo bebí un sorbo, y sentí que la boca de la petaca tenía un aroma ahumado.

—Yo tenía esperanzas, Fetch. Vi la oportunidad de hacer que algo volviera a suceder aquí. No esta... —Baxter hizo un gesto vago con la mano, en dirección a la central que ardía en la acera de enfrente—. Esta mierda. Sino un progreso real. Industria. Trabajos. Ahora no queda nada.

—¿Por esto? Solo ha sido un pequeño incendio.

Baxter levantó las manos e hizo un gesto hacia la nada misma.

—¡Él ha muerto!

Volví a mirar la central ardiente y a los bomberos perezosos que iban entrando y saliendo. Nadie más parecía actuar como si hubiera habido una tragedia.

—¿Quién?

—La primera persona en venir a la ciudad con un poco de visión. Con iniciativa. ¡Con dinero, carajo!

Baxter golpeó el puño contra una piedra; pensé que se iba a partir en dos.

—Ah. No se llamaría Lance Niles, ¿no?

Baxter no levantó la cabeza.

—¿Te lo han contado?

—No, lo he visto.

Le conté a Baxter los detalles de la bola de fuego y el sujeto del bombín. Simms tenía razón sobre el hecho de que Lance estuviera haciéndose con amigos poderosos.

Según Baxter, el alcalde se había entusiasmado muchísimo con la idea de volver a poner en marcha la industria de Sunder, y todo se debía al difunto Lance Niles.

Puede que Baxter estuviera de mal humor, pero cuando le describí el fuego y el hielo que Tippity había utilizado como armas, el azufre de sus ojos brilló de fervor. Al igual que yo, Baxter había intentado pisotear sus sueños de días mejores. Hoy en día, los soñadores no sirven para gran cosa. Uno necesita una mandíbula firme, sangre fría y tener los pies constantemente sobre la tierra para lograr que se haga algo.

Pero cuando le describí la forma en que las llamas habían brotado de la bolsita, Baxter hasta sonrió.

—Supongo que por eso te falta una ceja.

—Sí.

Baxter volvió a mirar el cielo.

—Nunca pensé que llegaría este día.

—Quizá no haya llegado.

Baxter se detuvo, frustrade por mi interrupción, pero consciente de que se había estado adelantando a los hechos.

—¿Qué más podría ser?

Me guardé la petaca vacía en el bolsillo y mastiqué un Clayfield.

—No lo sé. Nunca entendí la magia, incluso cuando aún existía, por lo que soy la última persona que podría darse aires de experto sobre el tema. Pero, por lo que me explicaron, la magia fluía. Estaba viva. Esto parece más bien la sombra de la magia. Un residuo que queda cuando la vida se seca.

—Pero lo viste lanzar un hechizo, ¿no?

—Quizá.

No era todo lo que había visto. Pero no quería describirle lo que había en el cubo de basura. Yo no tenía problemas en hablar sobre Lance Niles, con la cabeza destrozada y ensangrentada en el Salón del Pájaro Azul. No era algo bonito, pero así era la vida. Todos estiraremos la pata algún día, y nadie tendrá un aspecto agradable cuando le llegue el momento. Pero ¿todos esos fragmentos de magia, pequeños y perfectos, apilados unos sobre otros en la oscuridad? Eso era una verdadera tragedia. De esa que se te queda pegada cuando te enteras. Yo no quería contaminar a Baxter con esa información si no era necesario.

—¿Dónde se podría encontrar un hada? —pregunté—. Y no me digas “en la mansión del gobernador” porque, si hicimos las cosas bien, nadie encontrará nada allí.

—En ningún lado. Tú lo sabes. Ya no existen.

—¿Y qué hay de los cadáveres? Nunca se me había ocurrido, pero después de la Coda no vi ningún cadáver de hada. Supongo que di por sentado que desaparecieron, que volvieron a convertirse en polvo mágico, o algo así. Pero a Amari no le sucedió eso, y resulta que tampoco les sucedió a muchas otras.

Baxter perdió lo último que le quedaba de entusiasmo.

—¿A qué te refieres con “muchas otras”? —Meneé la cabeza. Finalmente, Baxter se dio cuenta de que en realidad no quería una respuesta, así que continuó—. Nunca hubo muchas por aquí. La mayoría vivían en los asentamientos: refugiadas procedentes de bosques en ruinas que buscaban comenzar de nuevo. No criaturas de posición elevada, por supuesto, sino hadas simples, como diablillos y bogarts. Las cosas se agitaron bastante cuando algunas de ellas intentaron conseguir trabajo en este mundo industrial.

—Lo recuerdo.

—Bueno, algo que no recordarás, porque en ese entonces seguías encerrado en Sheertop, es que algunos días antes de la Coda todas las hadas abandonaron la ciudad.

Yo no sabía eso. Después de que deserté del Ejército Humano y fui capturado por el Opus, me arrojaron a una prisión mágica que, en teoría, me retendría durante el resto de mi vida. Obviamente, eso no sucedió. La Coda destrozó el sistema de seguridad de Sheertop y yo salí caminando por la puerta delantera sin que nadie me detuviera. Para cuando regresé a Sunder, el fin del mundo había sucedido hacía algunos días.

—¿Adónde fueron?

—Hacia el sudeste. Al parecer, hay una vieja iglesia de hadas en el bosque Fintack. No tengo idea de por qué se fueron todas juntas, justo antes de que el mundo se viniera abajo. Quizá presintieron algo que el resto de nosotros aún no sabíamos.

No era imposible. Las hadas eran una combinación perfecta de magia y materia, más cercanas al río sagrado que cualquier otra criatura. Es posible que, cuando unos cien soldados humanos marcharon sobre la montaña sagrada e intentaron utilizar su poder, las hadas supieran instintivamente que algo no iba bien.

—¿Puedes señalarme el camino hacia la iglesia? —pregunté.

—¿Para qué?

—Para poder atrapar al hombre que mató a Lance Niles.

El fuego de los ojos de Baxter se tornó azul detrás de sus gafas.

—Acompáñame.


Fuimos hasta el Ministerio, a una sala denominada “Mapas y Planificación”. Las paredes estaban cubiertas de estanterías gigantes repletas de cajones largos y delgados.

Dentro de cada cajón había un mapa de las zonas aledañas. Cada diseño era distinto, según qué especie lo hubiera dibujado.

—Las hadas no eran de tener mapas propios —dijo Baxter—, al menos, no con una forma que nosotros pudiéramos leer. Por suerte, un elfo estudioso se tomó el trabajo de traducirlos.

Extrajo una hoja de papel grande y descolorida, y la colocó sobre el escritorio. En efecto, al sudeste de la ciudad, a unos kilómetros de la entrada del bosque Fintack, había una estructura solitaria marcada con runas mágicas.

—¿Esa es la iglesia? —pregunté.

—Eso creo. Pero no entiendo qué tiene que ver con Lance Niles.

—Mejor. Ya has tenido suficientes malas noticias por un día.


Copié la ubicación de la iglesia y le di las gracias a Baxter por su ayuda. No quise ni imaginarme lo que habría allí. El viaje no sería fácil y, al final, quizá no me encontrara otra cosa que una pesadilla. Así que me concentré en Rick Tippity. Si salir de caminata por el monte para encontrar un cementerio de hadas en pleno invierno me ayudaba, aunque fuera un poco, a atrapar a aquel asesino, entonces no había otra cosa que yo quisiera hacer.

Hombre muerto en una zanja (versión española)

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