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Capítulo Trece

Debería haber traído más comida. Debería haberme quedado esa ballesta. Debería haberme unido al circo cuando tenía quince años, caerme del trapecio y ahorrarle muchísimos problemas a todo el mundo.

Estaba sentado al fondo de la casa del terror, mezclado entre las hadas congeladas y dudando de mí mismo. Quizá los rostros despedazados no tenían nada que ver con el brujo. Quizá se trataba de algún animal. Tal vez en las cabezas de hada hubiera algo apetitoso para alguna criatura hambrienta del bosque, y esta abría los rostros como si fueran cáscaras de nuez para mordisquear lo que había dentro.

Quizá Tippity se había encontrado algunos cadáveres abandonados y los había recogido para mezclarlos con sus pociones. Tan solo otro ingrediente extraño en su colección de cachivaches experimentales, al igual que la savia de tárix y los Clayfields.

Me quedé dormido y me desperté incontables veces; estaba hambriento y enfadado, y deseaba no haber visto nunca aquel lugar demasiado lleno de demasiadas verdades incómodas. Cuando la lluvia amainó, volví a oír el mundo exterior. Los pájaros cantaban. El viento arrancaba ramas de los árboles. Entonces, finalmente, oí unas pisadas fuertes que se acercaban por la senda recién descongelada.

Rick Tippity entró corriendo, envuelto en una capa con capucha. Estaba mojado, irritado y lleno de furia. En la farmacia llevaba puesta una delgada máscara de cordura. Ya se la había quitado. Murmuraba para sí. Maldecía. Estaba furioso con el mundo. Rick Tippity era un hombre inteligente y orgulloso cuyos planes habían sido desbaratados, y eso lo convertía en uno de los cabrones más peligrosos de la zona.

Él no esperaba visitas. Yo no había borrado mis huellas, pero la lluvia se había encargado de eso. Tippity observó la estancia, no en busca de enemigos, sino de víctimas. Inspeccionó la iglesia buscando la fruta más madura, como un huésped glotón en un bufet de desayuno.

Una joven hada estaba sentada con las piernas cruzadas con un grupo de diablillos ya mutilados. Tenía la piel endurecida y oscura, como una piedra quemada. Anteriormente había sido una criatura de fuego; una ninfa que podía moverse entre las llamas, vivir en manantiales hirvientes y propagar incendios forestales bajo los árboles para eliminar la maleza.

Tippity se inclinó sobre ella y observó su rostro de una manera que me incomodó. Sentí que estaba mirando un espejo de feria: algo familiar pero deformado, y no desde el mejor ángulo.

Tippity metió la mano en la capa y extrajo una herramienta metálica que era el hijo ilegítimo de un picahielo y un abrebotellas. Lo llevó al rostro de la niña de fuego y me di cuenta, horrorizado, de que estaba eligiendo el punto perfecto para hacer su primera incisión.

Me puse tenso, pero no me moví. Quería detenerlo. Claro que sí. Pero, por mucho que odie admitirlo, sentía demasiada curiosidad por ver qué iba a hacer.

El brujo apoyó el extremo del objeto contra la cuenca del ojo de la muchacha, y luego golpeó el otro extremo con la palma de la mano. La herramienta perforó la cabeza con un pequeño crujido. A continuación, la hizo girar. A la muchacha se le partió el puente de la nariz y parte de su rostro se desmoronó hacia el interior de la cabeza.

Me puse la manopla en la mano derecha.

Colocó el extremo delgado del objeto dentro de la cabeza y presionó contra el cráneo hasta que algo se quebró.

Agarré mi daga con la mano izquierda.

Presionó hacia abajo con el extremo afilado, dentro del cráneo, haciendo palanca contra la mandíbula. A continuación tiró con fuerza, y el rostro de la muchacha se partió por el centro. Sus mejillas cayeron al suelo y el resto se desprendió, y dejó a la vista algo brillante en el interior.

Era una joya. De un color rojo anaranjado, con puntas que salían en todas direcciones como un erizo de mar. Centelleó cuando le dio la luz.

Tippity extendió una mano enguantada. Sus dedos se deslizaron sobre la joya...

Y yo estaba corriendo.

Lo sorprendí, pero él reaccionó rápido. Se giró sobre su eje y utilizó la herramienta como un arma, sosteniéndola como una daga. Su otra mano hurgó en los bolsillos, seguramente en busca de otra bolsita de magia imposible. Hice caso omiso del instrumento metálico e intenté bloquearlo antes de que encontrara lo que estaba buscando. Mejor que te ataquen con el arma que conoces que con la que no.

El picahielo-abrebotellas me golpeó en el cráneo y me abrió una herida, probablemente hasta el hueso mismo. Tuve que ignorarla. Ya me encontraba en el aire, con todo mi peso abalanzándose sobre su cuerpo. Extendí las manos, en un esfuerzo de mantener su otra mano inmovilizada. Nos estrellamos contra las frágiles estatuas de hadas y Rick Tippity cayó de espaldas entre los cuerpos rotos. Me incliné sobre él, lo agarré del cuello con una mano y le sujeté el antebrazo derecho con la otra. Su otra mano se movía en el bolsillo, como si buscara algún truco en el último minuto.

—Deja de forcejear —le dije.

—Quítame las manos de...

Le presioné la garganta, con la esperanza de privarle de aire los pulmones o de sangre el cerebro. Los movimientos de su brazo derecho se tornaron más desesperados, pero deslicé las rodillas por su cuerpo hasta que lo tuve bien sujeto.

Las cosas se calmaron. Finalmente tenía el control.

De repente, la entrepierna de Rick Tippity explotó.

Azul y anaranjado, todo a la vez. Una ráfaga de aire caliente me pasó por el rostro y, al mismo tiempo, la mano me quedó cubierta de nieve. Me alejé de un brinco de Tippity, por temor a terminar quemado o congelado, mientras me apagaba las llamas del pecho con la palma izquierda, que estaba gélida.

Tippity gritaba. Le salía vapor del cuerpo y le había desaparecido medio pantalón. No parecía algo fatal, pero sí lo suficientemente doloroso para evitar que saliera corriendo.

Me miré la mano izquierda y apreté el puño. Podía moverla, algo que me resultó agradable, pero no podía sentir nada en la punta de los dedos. Los soplé y los restregué entre sí.

Mis quemaduras no eran tan graves. Me habían quedado agujeros en la ropa, pero tenía tantas capas de vestimenta que el fuego casi no había rozado la piel. Me tanteé el rostro con la mano sana y noté que mi otra ceja había quedado frita. Eso me enfureció. Las cejas, al igual que el papel higiénico, son algo que no echas de menos hasta que notas que ya no las tienes.

Tippity dejó de gemir, así que le propiné una patada en las costillas para que comenzara de nuevo.

—Parece que tu receta es un poco inestable, Tippity. Creo que debería buscarme otro farmacéutico.

La furia de sus ojos se renovó. Antes de que tuviera oportunidad de hablar, le apoyé una rodilla contra el pecho y lo dejé sin aire. Me quedé así mientras lo iba dejando limpio, de arriba abajo, como el fregón bien entrenado que era.

Llevaba una cadena de plata en el cuello. El medallón que colgaba de ella tenía bordes afilados, por lo que se lo arranqué y lo arrojé lejos. Las capas suelen tener toda clase de bolsillos secretos, por lo que le pasé los dedos por todo el forro. No encontré ningún compartimiento oculto, solo un gran agujero donde había un mendrugo de pan duro.

Tippity forcejeó, pero no pudo quitarme de encima. Él no estaba muy en forma y yo no le permitía tomar suficiente aire para acomodarse.

El bolsillo derecho de su pantalón había desaparecido con el fuego. En el izquierdo encontré dos de las bolsitas de cuero, iguales a la que había explotado en la farmacia. Lo registré a fondo, buscando cuchillos u objetos ocultos contra su piel. Le pasé los dedos por detrás del cuello, debajo de los brazos, y seguí bajando hasta los pies. Le quité las botas y las sacudí boca abajo, pero solo cayeron algunas piedrecillas.

Tenía un morral colgando del cuerpo con una correa de cuero. La corté y miré el interior.

Se trataba de un botiquín lleno de polvos y líquidos coloreados. Amari tenía algo similar cuando trabajaba como enfermera.

Revisé los recipientes y los envases buscando algo que me resultara familiar. Por suerte, algunos de los envases tenían etiqueta porque Tippity vendía sus fármacos a civiles (a diferencia de Amari, que solo los preparaba para usarlos ella misma).

Encontré dos frascos pequeños: uno negro, uno blanco. La etiqueta del negro tenía dibujado un ojo cerrado. El blanco tenía una etiqueta similar, pero el ojo estaba abierto.

—Deja mis... cosas en paz..., estúpido.

Tippity me estaba clavando las uñas en la pierna, por lo que no me preocupaba demasiado darle algún fármaco erróneo por accidente. Abrí el frasco negro del ojo cerrado, agarré un manojo del cabello largo y gris de Tippity y le levanté la cabeza. Forcejeó tanto que casi se me cayó el frasco, pero finalmente se lo pude acercar al rostro.

Cuando levanté la rodilla de su pecho, no pudo resistirse a respirar hondo.

—Eres un imbécil —me soltó—. No tienes la menor idea de n...

Los ojos se le pusieron en blanco y la cabeza pasó a pesar el doble. Sin duda, el preparado era muy potente. Yo había planeado llevárselo a la boca, pero bastó con los vapores. Sostuve el frasco con el brazo extendido mientras le ponía el tapón y lo volvía a colocar dentro del morral.

Necesitaba atar a Tippity, pero mi curiosidad demandó ser atendida primero. En la oscuridad fue fácil encontrar la bola brillante del hada de fuego. Me moví por el camino que habíamos abierto durante nuestra pelea, a través de cuerpos quebrados y hadas astilladas, y me acerqué a la pequeña estrella roja.

Era del color de una fogata o de una vidriera, y la luz de su interior se movía como si fuera líquida. Tenía el tamaño de una baya, pero estaba cubierta de pinchos. Algunos eran puntiagudos, otros se habían partido, por lo que eran más cortos y fáciles de tocar. La recogí, y estaba tibia. Casi caliente. Coloqué la preciada joya entre ambas manos y el calor me descongeló los dedos.

Aquella era la magia del interior del hada: era pura, preciada y aún seguía latiendo.

¿Cuánto de la criatura había en esa pequeña cápsula?

¿Era tan solo el poder elemental?, ¿o había algo más? ¿Pensamientos y recuerdos, quizá? ¿Personalidad? Los cuerpos de las hadas se habían congelado, pero aquellas pequeñas bolas brillantes habían sobrevivido. Esperando... ¿qué?

Envolví la pequeña gema roja con corteza blanda y luego con un trozo de cuero, y la metí en el morral. Arreglé la correa, me puse la bolsa al hombro y, cuando el rubí estuvo a salvo, extraje de mi bolsillo una de las bolsitas.

La bolsa en sí no era nada especial, solo un poco de cuero con relleno de lana en el interior. Había otra bola dentro del relleno.

Era una esfera de cristal hecha a mano, no por la naturaleza; la habían llenado con un líquido translúcido de una tonalidad un tanto rosada, y, luego, la habían sellado. El líquido parecía bastante ordinario. Supuse que era alguna especie de ácido. Con suficiente potencia para que, cuando el cristal se rompiera y el ácido tocara la esencia de hada, la gema se disolviera y la magia fuera liberada.

Me guardé las bolsas en el bolsillo interior de la chaqueta, lejos del morral que contenía la gema roja. No quería explotar como el brujo.

Tippity seguía inconsciente. Debajo de donde se le había roto el pantalón tenía quemaduras: el fuego y el hielo lo habían alcanzado al mismo tiempo y le habían destrozado la piel y, probablemente, también los músculos. Me habría dado pena si no hubiera visto el agujero en la cabeza de Lance Niles o el brujo gritando en el bloque de hielo o la forma en que había abierto el rostro inocente del hada hacía solo unos instantes.

Había muchas enredaderas desparramadas por la iglesia. Algunas estaban secas y eran frágiles, pero a otras aún les quedaba algo de verde. Corté algunas de las que brotaban de las hadas del bosque, les quité las hojas y se las até a Tippity alrededor de las manos y de la garganta. Luego le puse un gran trozo de enredadera alrededor del cuello, como si fuera un collar de perro, y esperé a que despertara.

Hombre muerto en una zanja (versión española)

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