Читать книгу Estudios jurídicos sobre la eliminación de la violencia ejercida contra la infancia y la adolescencia - Mª Aranzazu Calzadilla Medina - Страница 26
1. LA EDUCACIÓN DIRIGIDA
ОглавлениеA lo largo de este trabajo ya se ha indicado el interés de las autoridades para que estos menores recibieran educación y aprendieran oficios que fueran útiles a las necesidades del Estado. Así quedó determinado en la Real Resolución de 21 de julio de 1780, promulgada en tiempos de Carlos III, que regulaba diferentes aspectos relacionados con los hospicios y los niños allí recluidos. Al ser internados en aquellas instituciones, todos ellos, tanto niños como niñas, eran instruidos en la doctrina cristiana. De igual modo aprendían a leer, escribir. Los niños, además, aprendían a contar, no así las niñas.
Posteriormente, dependiendo del talento, edad y fuerzas se les destinaría a aprender el oficio más adecuado a sus condiciones de los que pudieran aprender en el hospicio. Primeramente, lo harían con sus maestros y después continuarían su aprendizaje con los artesanos del pueblo. Los aprendices, hasta llegar a ser completamente libres, debían pasar por varias etapas. Una vez instruidos en los elementos de aquel arte, tras superar un examen realizado por maestro de fuera, se convertían en oficiales discípulos. A partir de ese momento, el aprendiz comenzaba a recibir un jornal de cuyo producto retendría el hospicio las tres cuartas partes, en concepto de alimento y vestido, y la otra cuarta parte se guardaría en depósito, formándose con ella un peculio, que se le entregaría en el momento de su salida definitiva. También podía recibir la mitad de aquella cuarta parte y la otra quedar en reserva hasta el momento de su salida definitiva. Una vez el hospiciano estuviera instruido en todo lo que correspondía a un oficial perfecto en su oficio, se le volvería a examinar por maestros externos. Si superaba el examen, se le declararía oficial perfecto y se le pondría en absoluta libertad para que se estableciere donde lo creyera oportuno “y ganar la vida como vecino honrado y útil al Estado”. En ese momento recibiría el peculio que había ido reteniendo el hospicio durante toda su formación32.
En el caso de niños “robustos”, lo habitual era destinarlos al cultivo de los campos. Para ello, se entregaban a un labrador acomodado y perito en su ejercicio para que lo educara “y se sirva de él conforme al estilo con que reciben otros de fuera”. Una vez se entregaba el niño al agricultor, el hospicio quedaba exonerado de su cuidado. El peculio que obtenía cuando terminaba su estancia sería separado por el agricultor, que se lo entregaría cuando ya fuera libre. En ese momento, el hospicio le entregaría un vestido “a estilo de la profesión de labrador a que se destina”33.
La norma contemplaba otra posibilidad para aquellos niños que tuvieran algún pariente o bienhechor que pudiera protegerlo y ejerciera un oficio que el niño quisiera seguir. En este caso, se llamaría al veedor de dicho oficio para que eligiera entre los maestros conocidos, uno de habilidad y buenas costumbres que, sin coste para él, le enseñara el oficio hasta que el niño pudiera examinarse como “oficial en su arte”. En este caso, los costes de alimentación y vestido del menor correrían a cargo del hospicio. El maestro se encargaría de instruirlo en las buenas costumbres y en su arte. Estipulado el tiempo que debía pasar el niño con el maestro, este se dividía en tres tercios. El primero quedaba a beneficio del maestro. En cambio, lo que produjera el trabajo del niño durante el segundo tercio de tiempo se dividía por la mitad entre el maestro y el hospicio, y lo que produjese el niño en el tercer tercio se repartía en tres partes, de las que el maestro percibía una y el hospicio dos. De tal manera que, al final, del total de lo que había obtenido el niño por aquel trabajo durante el periodo de aprendizaje, la mitad quedaba a beneficio del maestro para compensarle por su enseñanza y la otra mitad a beneficio del hospicio para ayudar a su alimento y vestido. Tras superar el examen, el niño se convertía en oficial y el hospicio se encargaría de colocarle en la tienda de su maestro o en la de otro para que ganara su jornal, de cuyo beneficio percibiría tres partes y la cuarta iría a formar parte del peculio, bajo las mismas normas que para los niños que aprendían el oficio dentro del hospicio. Una vez examinado y convertido en oficial perfecto, se le entregaría su vestido, su peculio y se le “pondría en libertad” para que se estableciera y subsistiera con su trabajo o se entregaría a sus padres.
La mencionada Real Resolución de 21 de julio de 1780, también incluía a las niñas que se hallaban en los hospicios desde temprana edad. Tras recibir su instrucción en doctrina cristiana, moral y costumbres, así como en lectura y escritura –a ellas no se las enseñaba a contar– comenzarían su formación “en las labores propias de su sexo, que eran hacer faxa y media”34. La propia legislación determinaba el futuro de las menores. Es cierto que se les daba la opción de aprender a realizar una labor, pero era la que se establecía para las mujeres pobres. No existía la posibilidad de que pudieran desempeñar otras y mucho menos aprender “un oficio de hombre”. Una vez que adquirían suficientes habilidades pasaban a aprender labores de costura algo más complicadas, dependiendo de la destreza demostrada. Las que tenían mayor facilidad se destinaban a aprender bordados, blondas, redes y encajes. El resto se destinaban a las hilazas de lino, estambre, cáñamo, algodón y demás materiales aptos para las fábricas y a los telares. Al igual que ocurría con los niños cuando llegaban a oficiales, a medida que avanzaban en su formación, a las niñas “se les iba destinando en depósito la cuarta parte de los que importare el trabajo de sus manos para formarles su peculio”. Estas jóvenes estaban destinadas a casarse con algún oficial o maestro del pueblo o a entrar como criada en alguna casa, por estar ya formadas para desarrollar las labores propias de su sexo. Si no lograban ninguna de estas dos salidas, las únicas posibles eran: quedarse como maestras en el hospicio o ser entregadas a sus padres o parientes más cercanos, en el caso de que los tuvieren.
A diferencia de los niños, durante el periodo de tiempo en que las niñas permanecían en el hospicio no podían salir a la calle “porque no convenía darles esta libertad”. La propia norma velaba por la “honra de aquellas niñas”, conforme a los cánones de la época. Para ello, era muy útil que en el hospicio o casa de misericordia hubiera una huerta extensa donde cultivar alimentos y las hospicianas pudieran andar durante los días festivos, ya que no se les permitía salir al exterior, siempre acompañadas y custodiadas “por las ancianas y otras mujeres de buena edad que se hallen gustosas en la casa, y de quienes no se deba sospechar que se aprovechen de aquella libertad para hacer fuga del hospicio”35. El hecho de que la propia norma se refiriera a las fugas, es indicativo de que existía un problema al respecto y que, posiblemente, muchas de aquellas jóvenes trataban de huir porque el trato que recibían no era el más adecuado. Preferían escapar y malvivir en libertad, a permanecer encerradas en aquellas instituciones. Las que permanecían hasta el final, una vez adquirían el conocimiento del oficio salían del hospicio y, en su lugar, entraban otras niñas pobres. Cualquiera que fuera la salida, a todas se les entregaba el peculio que hubieran formado y se las vestiría a expensas del hospicio “humilde y decentemente”36.
Ya se tratara de niños o niñas, es difícil creer que muchos de ellos no sufrieran malos tratos dentro de los hospicios o, posteriormente, con sus maestros y tutores. Probablemente hubo casos en los que la formación recibida fue justa, pero teniendo en cuenta el ambiente de la época y la violencia existente en la sociedad del momento, todo parece indicar que para la mayoría no fue así. Más aún, cuando se sabe que las autoridades conocían el lamentable estado en el que se encontraban aquellas instituciones y a través de la legislación habían adoptado medidas encaminadas a disminuir las enfermedades que aparecían como consecuencia de la desnutrición, falta de higiene y hacinamiento, reducir la tasa de mortalidad y mejorar el estado de las instalaciones.