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IV. LA INFANCIA. EDUCACIÓN Y ESTAMENTOS SOCIALES

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El concepto de infancia, tal y como se concibe hoy, ha experimentado una gran evolución a lo largo del tiempo. La manera en la que la legislación de cada momento histórico ha protegido a las personas que se encuentran en esta etapa de la vida difiere mucho, dependiendo de las condiciones en las que se desenvuelve la propia sociedad que la regula. Durante los siglos VI y VII hubo multitud de epidemias que se cebaron con la población de Occidente y terminaron con la vida de los más débiles entre los que se encontraban los más jóvenes. En ese contexto, y siempre dentro de los esquemas de la época, era lógico que se dictasen leyes dirigidas a proteger a los niños y sus madres. Así, el Fuero Juzgo, siguiendo la línea de protección hacia el menor, tenía entre sus fundamentos el propósito de favorecer el crecimiento de la población. Aspiraba a guardar la vida del niño desde su concepción y a imponer fuertes sanciones a quien participase en la interrupción voluntaria del embarazo, lo que se consideraba pecaminoso. Se establecía la pena de muerte o ceguera para las madres que mataran a sus hijos, antes o después de dar a luz. De igual manera, se imponían duras penas a los padres que obligaran a matar a sus hijos o a abandonarlos37.

En las sociedades medievales y aun en las de los siglos XV, XVI y XVII, la infancia, tal y como es entendida en nuestra época, se reducía al breve espacio de tiempo que mediaba entre el nacimiento y, todo lo más, los siete años. La legislación, tanto en la etapa medieval como en la moderna, utilizaba diferentes denominaciones para referirse a los menores de edad. Diferenciaba entre niños, mozos, mancebos o muchachos. Cada una de estas denominaciones hacía referencia a una etapa de la vida en la que aún no habían alcanzado la edad adulta y la plena responsabilidad legal, pero que, sin embargo, podían acarrearles importantes consecuencias jurídicas. Se consideraba que el niño no podía aún hablar, ni expresar lo que necesitaba. La edad que comprendía esta etapa de la vida iba desde su nacimiento hasta alrededor de los tres años. Durante ese espacio de tiempo, los niños de los estamentos nobles y poderosos estaban criados por las nodrizas y las amas. Según se establecía en Las Partidas estas debían ser “bien acostumbradas, e sanas, e fermosas, e de buen linaje, e de buenas costumbres, e señaladamente, que no sean muy sañudas”38. Estas características influirían en la buena crianza. A partir de los tres o cuatro años, los varones se convertían en mozos. Durante ese periodo los niños podían expresar sus necesidades y pasaban al cuidado de los ayos, que eran caballeros experimentados y de plena confianza a los que se les encomendaba la educación y el adiestramiento de los futuros guerreros. Al igual que ocurría con las amas, también los ayos debían cumplir ciertos requisitos. “Que sean homes de buen linaje, et bien acostumbrados, et sin mala saña, et sanos et de buen seso. E sobre todo que sean leales derechamente...”39. Era muy importante la figura de los ayos, de ahí que se haga especial referencia a la ausencia de mala saña. Ellos se encargarían de cuidarlos, guiarles, instruirles, enseñarles a comer y beber con moderación, a actuar correctamente, como correspondía a su condición. El ejemplo y el trato que le dispensaran a los niños repercutiría directamente en su comportamiento futuro. Esta etapa se prolongaba hasta alrededor de los siete años. Durante ese periodo, los mozos aprenderían mejor las cosas “como la cera blanda, quando la ponen en el sello”. Era más sencillo adquirir buenas costumbres cuando aún eran pequeños, y no cuando ya estaban alcanzando la mancebía, es decir, cuando se convertían en jóvenes, pero aún no eran adultos. A partir de los siete años se admitía que tenían capacidad para distinguir hechos y tomar decisiones. A partir de los diez podían ser castigados por cometer delitos, aunque la pena sería proporcional a su edad y, a partir de los catorce años, se consideraba que tenían plena capacidad adulta y hábitos de conducta adecuados, salvo para la administración de bienes y determinados hechos delictivos. Desde edades muy tempranas podían casarse, trabajar, tomar votos en un monasterio o ir a la guerra40. En general, el niño, durante el periodo medieval41, no gozó de una vida placentera. A la vista de diferentes estudios, se le sitúa en diferentes realidades: la familia, la escuela y el trabajo, bajo la supervisión de los mayores, pero también en otros espacios sin supervisión adulta tales como la calle o los mercados. Lo que sí parece cierto es que la infancia, tal y como se concibe hoy en día, era considerada como un estado que había que soportar en lugar de gozar de él42.

Durante la Baja Edad Media, convivían en las ciudades peninsulares grupos de personas de las tres religiones, cristiana, musulmana y judía, pero cada uno estaba inserto y limitado por las normas de su comunidad. En el momento del nacimiento, era habitual que las parturientas fueran asistidas por mujeres moras o judías. Se trataba de un oficio que se transmitía de madres a hijas a través de la experiencia43. Sin embargo, las distintas comunidades tenían muy limitados los momentos en los que podían convivir. Tenían prohibido mezclarse, convivir bajo el mismo techo y esta situación afectaba a los niños desde el primer momento de su existencia. Existía legislación que exigía que los niños bautizados debían estar alejados de influencias ajenas a su religión. Prohibición que provenía de un hecho al parecer frecuente: la crianza de los niños cristianos por mujeres judías o moras. Se prohibía expresamente que los niños judíos o moros pasaran sus primeros años encomendados a gentes de distinta religión44. Esta prohibición afectaba principalmente a las clases nobles y pudientes, en las que la norma era encomendar la lactancia de los recién nacidos a las amas de cría, por un periodo que iba de uno a tres años. En el caso de los hijos de las clases pudientes urbanas, era normal que asistieran a la escuela. Era raro que a estas acudieran niños que no pertenecieran a las clases más acomodadas. La enseñanza se impartía en diferentes tipos de escuelas catedralicias, monásticas o concejiles45. Ya desde corta edad, los niños estaban sometidos a la violencia. Formaba parte de la sociedad y estaba aceptada. Según la regla de san Benito “los castigos corporales eran el principal instrumento para educar a los niños porque consideraba que de esa manera se fijaban mejor las enseñanzas”46.

En cuanto a los niños pobres, ya vivieran en el campo o en la ciudad, las diferencias eran claras desde el momento del parto. Sus madres también eran asistidas por comadronas o mujeres, cuyos conocimientos y medios eran muy escasos. La presencia de infecciones post parto y la falta de limpieza eran la regla común, lo que ocasionaba una tasa de mortalidad elevadísima. En cuanto a la educación de los niños pobres habría que diferenciar entre los que crecían en la casa de un poderoso; los que eran hijos de artesanos o comerciantes urbanos; y aquellos que pertenecían a las clases más bajas de la sociedad. En el primer caso, con suerte podían recibir algo de educación, aunque la razón para ello era práctica: con el tiempo esos niños entrarían al servicio de la casa del señor y los acompañarían a lo largo de la vida, tanto en los periodos de paz como en los de enfrentamientos. Su educación era interesada e iba encaminada al servicio que prestarían en el futuro: desde aprender a servir hasta leer y escribir o prepararlos para combatir. En cuanto a los hijos de los artesanos y pequeños comerciantes, podían asistir a escuelas que funcionaban para sectores pobres. En el caso de las clases más bajas de la sociedad, si no eran abandonados, lo más probable es que esos niños no recibieran educación, más allá de la catequesis del párroco o los sermones dominicales. Muchos de aquellos niños pobres eran enviados a los hospicios donde convivían con niños huérfanos y abandonados. Allí acudirían a la escuela de primeras letras que debía haber en todas estas instituciones para que fueran instruidos en la doctrina cristiana, moral y costumbres. Estas explicaciones se darían tanto a niños como a niñas dos noches de cada semana por los sacerdotes. Una vez adquirían estos conocimientos se les preguntaría a ellos y a sus padres, si los tuvieren, para saber qué arte u oficio deseaban aprender de entre las que se impartían en el hospicio47. Lo habitual era que desde pequeños contribuyeran con su trabajo al sustento económico de la familia y evitar con ello convertirse en una boca más que alimentar. Desde muy temprano, normalmente a partir de los siete años, los muchachos se incorporaban a la sociedad de los adultos y, en consecuencia, eran empleados en las mismas tareas de éstos, con ligeras matizaciones en intensidad y responsabilidad que imponía su precario desarrollo psicofísico.

Durante la Edad Moderna, la escuela ayudó progresivamente al alargamiento de la infancia que predicaban pedagogos y moralistas, pero no todos accedían a la misma antes de los siete u ocho años. Era muy frecuente la llegada tardía a ella. Por otra parte, no todos los niños o adolescentes pasaban por la escuela; y los que lo hacían, con frecuencia no solían superar los grados elementales; máxime si pertenecían a la población rural. En estos casos, la infancia continuaba siendo entre la mayoría de la población casi tan corta como en la Edad Media y, por tanto, la incorporación de los hijos al mundo de los adultos tan precoz como en ella, Y si esto ocurría con los varones, en el caso de la mujer, que en contadas ocasiones asistía a la escuela, tal circunstancia estaba aún mucho más extendida.

En cuanto a las niñas, hay que partir de la premisa de que a lo largo de la Historia las mujeres habían sido sistemáticamente ignoradas y ocultas. Existía una postura social que las excluía de su participación en el espacio público. Desde una perspectiva histórico jurídico, tradicionalmente la mujer había sido descalificada al considerársela débil física y mentalmente, lo que justificaba su inferioridad frente al sexo masculino. Se les atribuían determinadas cualidades propias de su naturaleza, siempre negativas, tales como la perspicacia, falsedad o inclinación hacia determinados pecados y delitos. Esta visión peyorativa sobre la mujer tenía efectos sobre su tratamiento jurídico y así se expresaba al respecto: “existe el convencimiento de que la simpleza y la debilidad de las mujeres resultan tan evidentes que conviene tenerlas alejadas de los negocios que impliquen un cierto nivel de responsabilidad porque, dada la limitación de sus fuerzas y lo corto de su talento, el Derecho no debe someterlas a las mismas exigencias que a los varones”48. De hecho, se utilizaba la expresión “Imbecillitas seu fragilitas sexus”49, (la simpleza y debilidad del sexo femenino), para referirse al género femenino.

Durante siglos, esa sociedad patriarcal se mantuvo en base al principio de jerarquía de los sexos. Esta postura misógina que se había ido desarrollando desde la Edad Media, tomó su fundamento en creencias religiosas y paganas del pasado que se habían encargado de difundir una imagen negativa de las mujeres. Se le asignaron defectos intelectuales y morales que justificaban su situación legal de inferioridad. De acuerdo con esta imagen y situación, se establecieron modelos de comportamiento que debían cumplir y los espacios donde debían moverse: la Iglesia y el hogar. Desde que eran niñas permanecían en el interior de sus hogares, con salidas muy limitadas y cuando lo hacían, siempre debían ir acompañadas. De no ser así, su honra y, lo que era peor, la de su familia, se ponía en entredicho. En el caso de que las familias optaran por enviar a las niñas a algún monasterio femenino donde adquirir cierta formación, lo hacían con el fin de que permanecieran en el mismo hasta la edad adulta o, incluso, el final de sus días. Cuando su estancia era de carácter temporal, permanecían entre tres y quince años. Algunas, como era el caso de las mozas de coro, se educaban allí con el fin, más o menos definido, de ser freilas y aprender el oficio, pero otras tomaban su estancia en los claustros como lugar de paso50. Muchas familias veían en el envío de sus hijas no casaderas a los claustros una manera de asegurarles un futuro. Se trataba de una de las pocas vías de subsistencia que tenían a su alcance, pero eran internadas en aquellas instituciones a muy temprana edad, sin vocación religiosa y, en muchas ocasiones, en contra de su voluntad. No todas las familias tenían suficientes medios para hacer frente al pago de la dote por el matrimonio de sus hijas y esta era una salida para las niñas. A la vista de la sociedad a la que se iban a enfrentar como adultas, aquellas que tenían el privilegio de obtener formación, eran educadas para que fuesen administradoras de sus hogares y madres ejemplares. Normalmente se les enseñaba a leer, escribir y labores manuales como bordar. En ese contexto, el papel de las madres era importante al considerarlas las principales transmisoras de valores, pero también las tenían como las principales responsables de los vicios de sus hijos. Si ejercían bien su papel, el mundo se llenaría de hombres dignos y virtuosos51. Si no, serían culpables del mal.

La vida de las niñas y futuras mujeres transcurría principalmente dentro del hogar y de los monasterios, ejerciendo las funciones propias de su condición, para las que habían sido concebidas y que venían definidas por su estado civil. Las solteras pasarían su vida de adulta en las diferentes órdenes religiosas y las que iban destinadas a casarse permanecerían en el hogar, siempre dependientes de un hombre, ya fuera su padre, su hermano o, en el futuro, su marido. A todas ellas se les exigía comportarse desde la infancia de determinada manera: obedientes, silenciosas y castas. “La obediencia ha de ser alegre, pronta y ciega; definiéndose la alegría como una formalidad que se concreta en una permanente compostura del gesto, lo que es a todas luces una forma de represión; la prontitud, como un acto que se realiza sin dilación, y la ceguedad, como la inexistencia de réplica y excusa”52.

En cuanto a las niñas pobres, era habitual que entraran como servicio doméstico en una casa. Para ello se firmaba un contrato entre el padre y el dueño de la casa. Generalmente entraban al servicio a la edad de diez años, por un periodo de seis años. Estas niñas residían en la casa de los que las contrataban, siendo la manutención y el vestido una parte muy importante de su retribución, cuando no la única53. Colocar a una niña en una casa significaba una boca menos que alimentar y, en ocasiones, incluso, los padres entregaban una cantidad para ayudar a su manutención. Al finalizar ese periodo recibían una pequeña cantidad de dinero que les serviría para ayuda de su matrimonio o se les entregaba ropa, utensilios y otros elementos que formarían parte de la dote de la ya mujer, que la ayudarían a crear su propia casa. En casos excepcionales, el amo les ensañaría a leer. Todo ello quedaba establecido de antemano en el contrato. Durante el periodo en que la niña permanecía en la casa prestando servicios ayudaría en todo lo necesario: barrer, lavar, cocinar, amasar, acarrear trigo al molino, llevar recados y cumplir encargos, tareas que sobrepasaban con creces sus capacidades físicas. Los padres se comprometían a no retirar a la niña antes de tiempo de la casa y, en el caso de que se escapara, se obligaban a llevarla nuevamente. El simple hecho de incluir esa cláusula en los contratos hace sospechar que las huidas eran bastante habituales y que el trato no siempre era el adecuado. Todo indica que el maltrato, los abusos de todo tipo y la explotación se daban con frecuencia. Otras actividades que desempeñaban las niñas campesinas era el pastoreo; se trataba de una labor masculina pero muchas hijas de labradores con pocos recursos la ejercieron, mientras sus hermanos varones cumplían con otras faenas agrícolas.

Estudios jurídicos sobre la eliminación de la violencia ejercida contra la infancia y la adolescencia

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