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Marzo 2006 tres años antes de la noche de autos

Aseguro que aún sin matar directamente, un innombrable es capaz de conducirte hacia la muerte voluntaria. No deja pruebas. Hace algún tiempo, aunque lo percibo como reciente, tuve la infortunada oportunidad de conocer al innombrable. Un día, en un encuentro fortuito, él estaba con varios fabricantes de esas cosas que nunca he podido situar en su escenario correcto a pesar de mi interés por hacerlo. Escuché con atención las explicaciones de un ingeniero sobre los husillos a bolas y su utilidad. Podría aplicar lo que ese ingeniero decía al personaje sin nombre. Podría, aunque sea con torpeza, decir que el escenario seductor del innombrable se asociaba al trabajo de aquellos elementos. La fricción de estos husillos no se realiza por desplazamiento sino por rodamiento y parece ser esta la razón que posibilita un rozamiento inferior y también un menor desgaste. Sin sentirse apenas su movimiento hace un trabajo de alta precisión. Un husillo a bolas o una rectificadora deben ser frías, trabajan con metales, dándoles forma y sin arrojar virutas. Algo así debe ser, pensé alguna vez, cuando veía trabajar al innombrable con su presa. Movimientos mecánicos humanizados por su exagerada gesticulación siempre en pose de derrota y su rostro a veces irónico, a veces inocente. Solo a pieza perdida o cuando su trama era descubierta su mirada se congelaba y su expresión se tornaba hierática. Alta precisión en el objetivo y fricción mínima.

Mínima fricción, no te das cuenta, no te deja lugar para la rebelión o la protesta porque no es una agresión aparente, va exprimiéndote hasta que te ha dejado sin sangre. Pálido, así vi a mi amigo meses antes de que muriera de esa muerte voluntaria inducida.

En otras situaciones, cuando no existía el objetivo ni el plan, la presencia del innombrable era como esa habitación de un hotel desprovista de detalles, en la que sientes frío a pesar de que el termostato jura que estás a 22 grados. Solo la presencia insonora de algunas manchas en las paredes y suelo denuncian que alguien, alguna vez, se ha alojado en esa habitación. Hotel de fachada sin otro perfil que los dibujados por los bastidores de aluminio de sus ventanas y habitación sin más vistas que las ventanas del hotel de enfrente a no más de diez metros, un baño mínimo de elementos insípidos, más que bien usados, y una puerta en madera de pino vieja que no antigua para salir o entrar, como en todos los hoteles básicos, que conduce a un pasillo atravesado por una alfombrilla extendida a todo lo largo, en la que en su día hubo pelo y ahora se adivina solo la trama y urdimbre sobre la que se armaron los hilados. Las humedades han dibujado sobre ella unas aureolas justo perceptibles cuando las lámparas, no más de dos, se balancean tras el paso de algún vehículo pesado por la estrecha calle.

Así era él, el innombrable, como esa habitación del hotel básico. Su apariencia en estado de búsqueda y captura de objetivo era muy otra. Como su casa. La descripción que se podría hacer de su casa sería rica en detalles de fino paladar, en la decoración se reflejaba todo lo que él deseaba aparentar. Repleta de objetos que se esforzaban por mostrar un exquisito gusto aunque su distribución obedeciera más a un escenario que al amor por la estética. Tenía una lujosa encuadernación de la enciclopedia de Diderot y D’Alembert, se entiende que en facsímil. También diversos cuadritos de pintores inidentificables, cuadros originales de esos que puede decirse, se encontraban por ahí, los que supongo provenían de algún mercado de ladrones aficionados. Además sus paredes exponían con descaro pequeños retablos o partes de ellos de valor equis, estolas bordadas en oro o doradas sin duda provenientes de redes de robo sacro en directa sin pasar por mercados negros. Incluso algún remate de friso en marquetería, siempre partes, nada completo. Contraventanas mínimas en madera antigua de estilo rústico y objetos como incensarios y lámparas candil. Creo que pregunté alguna vez de dónde salía todo aquello. Comprado en mercadillos de anticuarios, me dijo. Nada sospeché entonces, ahora tengo todas las sospechas sobre su procedencia.

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