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Octubre 2008 un año antes de la noche de autos

Asistí un día a un encuentro con su tía que salía del hospital tras conocer la noticia de la muerte de su hijo. El rostro del ser no nombrado se transformó, incluso el color de su cara se tornó pálido y se lanzó sobre ella en un abrazo mientras le dirigía mil condolencias al uso. Una vez se separaron y ya solo conmigo su color retornó a la normalidad y sus ojos se movían saltarines, entonces comenzó a escupir apelativos sobre como era su primo, un donnadie que se creía algo, decía. Llamó también episodio a su muerte en el funeral que siguió. Él mismo me lo dijo riendo, he metido la pata porque todos me miraron extrañados. Alguien repitió con extrañeza la palabra episodio, interrogándole, has dicho episodio o he oído mal, repito que a modo de interrogación. Siguió con una crítica al que también era su primo y hermano del fallecido y remató, yo no sé qué encuentran en la palabra episodio, es la ideal para describir una muerte acontecida de repente. A veces perdía el papel ensayado y se le escapaban dichos que no encajaban en una situación de verdadero dolor, como la muerte por accidente de una persona cuya familia se mostraba deshecha. Era el desierto de la empatía, y aunque un gran actor en ocasiones, como digo, perdía a veces los papeles del guión y se perdía. Ese continuo esfuerzo por escenificar lo no sentido le fatigaba, y mucho más si no tenía ningún objetivo interesante a la vista que compensara su esfuerzo. Ante eventos cuya actuación viene muy marcada por la costumbre social su tristura o alegría respondía a la perfección, más difícil cuando se presentaba lo inesperado, el dolor indescriptible que abate y para el que no existe bálsamo. Ante él era impotente, no transmitía más que lo correcto y alguna escenificación sobreactuada de dolor cuando era tan cercano que le exigía mostrarse dolorido. Como lo fue la muerte de su hermana.

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