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14 de marzo de 2009 dos semanas después de la noche de autos

El innombrable consiguió llevarnos a Erik y a mí después de días de insistencia a su casa, con el objetivo de convencer a ese amigo mío al que con frecuencia, en ausencia de Erik, denominaba el cortito, el rumano, el papagayo tartaja, abriendo con la nominación una sonrisa de las que esperan complicidad con su maledicente expresión. Se mofaba, ante auditorios no allegados a Erik, de las continuas alusiones de mi amigo a sus ancestros alemanes. Su mofa la sellaba con esta frase, en realidad provenientes de Rumania, y lo emitía con sonrisa misericorde, como compadeciéndose de la torpeza del muchacho. Yo no quería que Erik fuera solo a su casa. Olfato, nada más. El innombrable era despectivo con Erik cuando no había quorum y sabía que yo ya no lo era porque le había paralizado cada vez que escupía mofas sobre él. Su maldad supuraba incontrolada cuando no había testigos y yo había comenzado a temerla.

Su casa, la del camaleón, se esmeraba en aparentar, y digo que la casa se esmeraba y no su propietario porque él se mostraba humilde y hacía ligeras alusiones a cosillas conseguidas a cambio de nada, cedidas por amigos. Su exposición de casa museo era un medio de apariencia culta para quienes deseaba impactar. En ese momento Erik era la pieza que él oteaba por la mirilla de su implacable rifle.

Así era el innombrable. Él no merece tener un nombre. Las acepciones de los nombres corren como las corrientes de un río de boca en boca y acaban con significados múltiples y a veces se impone alguno de ellos que llega a desvirtuar su origen. Aparentar es manifestar o dar a entender lo que no es o no hay. El innombrable aparentaba bondad y su objetivo era esa apariencia. Lo hacía bien, como víctima siempre, como perdedor, ‘soy un desastre’ ‘no hago nada bien’ ‘tú lo harás mejor, seguro que sí’ ‘me han robado siempre la cartera’ ‘soy un incapaz’. Estrategia de un depredador.

Humano, demasiado humano. Era el título que enarbolaba deseando se lo adjudicaran. Le gustaba decirlo para referirse a Nietzche buscando una oportunidad para lucir su erudición. Siempre los mismos gags, siempre los mismos nombres, siempre la misma intención y aburrido también siempre para quien lo escuchaba más de dos años. No conocía a nadie que lo hubiera hecho por mucho más tiempo. Un hombre solo en apariencia, un ser disfrazado de humildad y confesión de fracaso. Aunque este, el fracaso, era auténtico y crónico, y por ser así era más fácil presentarse como víctima. En su casa, cada objeto tenía un cometido no solo de composición estética sino de expresión de refinamiento, cada objeto nos enviaba un discurso. El de la sabiduría el discurso de la enciclopedia citada, el del arte, los también citados retablos o cuadros originales de autores que como él nos decía eran unos fracasados pero excelentes artistas. Los muebles eran del estilo justo sin pretensión de antigüedad o lujo. Nada estaba allí por complacer una determinada exquisitez sino como parte de una orquesta que interpretaba la partitura del ser refinado. Era más un recinto de exposición que un hogar. Nada le hacía menos falta al innombrable que un hogar en su significado, volvemos a las acepciones, de calor o fuego. Nada más lejos del fuego que esos ojos pétreos de fondo incoloro y sin vibración. Era un escenario repleto de cachivaches como estolas colgadas o tapetes bordados, pequeños ventanucos antiguos arrancados de alguna casa desvalijada, pero nada en ese escenario que se esforzaba en transmitir sensibilidad lograba colar, pasado un tiempo, a quien le conocía bien, la carencia de sentimientos de su dueño. No sentía nada y por esa razón tenía todo el circuito de su vivienda plagado de señales con las que pretendía suplir su carencia. Allí, en esa visita con mi amigo, despertaron aún más mis sospechas, pero solo entones porque antes también me sedujo el envoltorio del innombrable. Ahora solo veía la ausencia de humanidad de aquel hombre mientras mi amigo, privado de facilidad de expresión, solo dijo, qué casa tan bonita.

Debo insistir en la palabra apariencia para calificar al propietario de la casa. La apariencia última que él buscaba era la bondad y esta interpretación le mantenía muy ocupado, debía mostrarse como tal. Trabajo arduo porque el papel de bondad le exigía fingir lo más desconocido para él, la bondad, y le reclamaba más atención que mostrar una apariencia refinada de fácil montaje, su discurso estaba muy entrenado en ello y su atuendo desenvuelto le ayudaba junto a una nula fanfarronería y maneras amaneradas. Todo esto era un baile bien ensayado, un baile del que él conocía bien los pasos. Cuando se desconoce la bondad es posible imitar expresiones bonancibles o actitudes humildes pero se ansía de tal manera aparentarla que se puede caer en el exceso y conducir a la sospecha. De la misma forma, la persona criada en la escasez de recursos y con complejo tiende, por lo general, a anhelar lo contrario y mostrar la abundancia. Será cierto quizá que la apariencia es la exposición de lo que nos falta y sobre todo de lo que creemos nos hace falta. Un círculo del que es difícil escapar y construye barreras alrededor que nos apresan o quién sabe si ese círculo puede llegar a asfixiarnos. Así el maligno se asfixiaba en sus exageradas expresiones de lo que no era, de sus carencias. Excesivo, qué bueno parecía. Su apariencia exagerada era el claro exponente de maldad. Es fácil una vez que lo sabemos. Erik no tenía ni idea de todo esto.

El maligno se encargaba de que no la tuviera, nunca se mostró como sombra en presencia de Erik a partir del día en que Erik se convirtió en pieza. En ocasiones se consideraba hábil para exponer comentarios, sin delatarse, e incluso alusiones sobre personas muy próximas a él de la forma más descarnada. Y digo descarnada volviendo a la acepción que encaja aquí, sin aflorar sentimiento alguno. Si lo descarnado tiene como significado literal sin carne, para él yo diría que significaba sin alma, en la acepción antigua para definir todo lo que no era físico. El innombrable carecía de esa alma según la antigua acepción y de una parte importante de ella, la empatía. Al innombrable no le acompañaban las guías que nos permiten circular entre los sentimientos con naturalidad, es decir, sintiendo. Él se desenvolvía exagerando gestos o mediante expresiones nada adecuadas ni medidas, amorosas en exceso o gélidas. Echaba mano de recursos, como la expresión gestual de condolencia ante un hecho definido como doloroso o de alegría al encontrarse con alguien no querido, porque no quería a nadie, solo quería una relación o a su familia cuando tenía como objetivo el cobijo o sacar provecho. Ese era el caso de su familia, de sus hermanos, su cobijo. Se mostraba como hombre actual y exquisito, de discurso refinado y defensor de ideas que se supone debiera defender un hombre progresista. Todo esto lo captaba mediante su constante búsqueda de fuentes de información. Era un hombre, si se le puede llamar hombre a un ser así, que estaba al día. No hacía gala de nada concreto, todo lo contrario, nada más lejos de él que la fanfarronearía. Era tan listo, tan despierto, que el baile ensayado durante toda su vida lo adaptaba a cada persona cuando esa persona era su objetivo. Se rebajaba aludiendo con énfasis a lo incapaz que era para hacer tal o cual cosa. Se mostraba humilde ante el halago. Todo esto con sus dotes de oratoria, conmovía.

El día que visitamos su casa, Erik quedó impresionado. Yo estaba expectante y al fin convencida de que habíamos sido conducidos allí con el objetivo de cautivar a Erik. No podía decirle lo que pensaba porque no tenía ni certeza absoluta ni prueba alguna, aunque sabía que estaba allí con mi amigo sin más razón que protegerle, a pesar de que después no llegué a tiempo, no fui capaz de evitar la seducción que le llevó a caer en manos del maligno después de aquella noche de autos, anterior a esta visita a casa del innombrable. La noche de autos que repito, repetiré, en la que Erik nos invitó para comunicarnos que había recibido una herencia, esa noche en que empezó el innombrable a olfatear su presa. Esa noche fue el inicio de lo que daría un vuelco a su vida y después acabaría con ella.

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