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El innombrable

El 15 de julio 2013 cuatro años después de la noche de autos

Entramos en Sibiu, dejando a un lado Brasov y la imprescindible visita, según las guías, al Castillo de Bran que dicen inspiró a Stoker para edificar su personaje el Conde Drácula en una lúgubre estancia. Dicen otras fuentes que no fue ese el castillo de la inspiración sino otro. Pero cuando las guías turísticas lo dicen marcan cátedra y la visita a ese castillo entra en la ruta imprescindible sea o no el castillo inspirador de Stoker.

Sibiu es calificada, también por todas las guías turísticas, como la ciudad medieval más auténtica de Transilvania. Aunque mi interés no era tanto conocer lo auténtica que pudiera ser una ciudad como visitar la ciudad a la que tanto se refirió un amigo que ya no lo es porque murió. Tampoco obedezco por lo general a lo que se califica como auténtico si es que por contraposición debiera existir lo inauténtico. Desconozco en qué lares puede encontrarse lo uno y lo otro. Si lo no auténtico es lo que se mantiene incólume debe haber muy poco auténtico por el mundo, empezando por quienes lo visitamos. Mi interés, decía, en visitar Sibiu no obedecía al circuito turístico recomendado sino a las ganas de encontrarme en la ciudad tan nombrada por un amigo que ya, y lo repetiré, no lo es porque alguien le condujo a la muerte voluntaria. La nombraba por ser, según decía, la ciudad de donde procedía su familia de origen alemán. Lo decía él pero como repetición o transmisión de lo que su padre decía. Algunos sonreían al oírle, no sé si porque era frecuente ver sonreír a algunos cuando Erik hablaba o porque ignoraban en dónde quedaba Transilvania o sabían que estaba en Rumanía y no sabían que allí fueron a parar hace algún tiempo oleadas de alemanes. Emigración alemana de entonces. Extraño hablar de alemanes y emigración. Y sí, la ciudad aún está gobernada por algún que otro alemán, siempre será más habitual que gobierne un alemán aunque sea rumano que un rumano, solo rumano, sin otro origen más estimado. Como también será más habitual que gobierne un alemán aunque sea rumano que una alemana, incluso aunque sea alemana pura y no rumana. Sibu está bien reconstruida y conservada, cómo no. Aunque yo no diría que es auténtica si lo auténtico es mantenerse en el origen o en lo que nos origina. Las generaciones de alemanes que habitan en Sibu se complacen sabiéndose con la sangre, toda ella o en parte, de esos ancestros de sangre más prestigiada. Han reconstruido la ciudad más que conservarla. Sibiu es una ciudad de apariencia medieval plagada de maquillaje y botox.

Mi amigo me contó que sus antepasados, no decía antepasados, pero quería referirse a ellos al decir que tatarabuelos de sus abuelos vinieron de Sibiu. Le gustaba mencionarlo con frecuencia. Venimos de los alemanes de Transilvania, decía, así le había contado su padre muchas veces y él lo repetía tal cual como si aquello le añadiera un plus, consciente de que su persona necesitaba de ese plus. Algunos compañeros de las oficinas encapsuladas en el edificio en donde trabajábamos coincidían a veces con Erik en los pasillos o en lo que llamaban office y en ocasiones se reían de él más que con él. Yo nunca he creído que los trabajadores, ellos encorbatados en desfile por ese bloque de oficinas que Erik visitaba como proveedor y comercial de materiales de oficina, tuvieran el más mínimo interés por la procedencia de Erik. Era el momento en que cortaban la mañana y se desplazaban a un descansillo amplio convertido en office, como les gustaba decir, o sala de café, en donde habían instalado las máquinas suministradoras de mil modalidades de café y bebidas llamadas refrescos y varias hipertónicas, además de agua, Donuts incluidos y nutrientes de semejante aleación bien empaquetados en celofanes impresos con colores brillantes. Decía de esos trabajadores encorbatados ellos, de tacón alto ellas, no todos, no todas, amplia muestra de ese joven ya menos joven que se ha incorporado al mundo llamado profesional y permanece en él, sobre todo permanece. Decía que ellos y ellas se encontraban con Erik en el descansillo habilitado, lugar de paso a la vez, y a veces charlaban con él y se reían otras veces de él. Había quién apreciaba a Erik y había quien sin despreciarle, era imposible despreciar a Erik, le incitaba a hablar para evidenciar su déficit expresivo, esperando que se derivara un coro de sonrisas discretas aunque bien marcadas y contenidas, ante su torpeza. Le alentaban para que explicase, cada vez que pronunciaba Transilvania muy mal pronunciado, su árbol genealógico inexistente sin duda, y sabiendo que el término era desconocido para Erik. Se lo expliqué yo un día y le dije que no tenía ninguna importancia no conocer el árbol genealógico, desconocido también para la mayoría. Había, como hay también siempre, los que no se alojan en la sombra y alentaban a Erik para hacerle sentir que le apreciaban. En esos corredores de los edificios de oficinas en donde la corbatilla es el distintivo del sobresaliente se alojaba, se aloja quizá, mucha frustración. Son bloques en donde un miserable escalafón permite el subidón de egos. Son criaturas que jamás llegan a quitarse la corbata ni a 40 grados, quizá ni el fin de semana. Fuerte decepción cuando descubren al situado en el escalafón más alto que se distingue por el poder de desfilar sin corbata. Y digo corbata porque es el distintivo de los equipos masculinos el que connota con fuerza, aunque cada vez hay más tacones altísimos que podrían ser hermanos o hermanas gemelas de las corbatas. Pardillos entre los que Erik resultaba bien auténtico, sin acepción ninguna del calificativo que usan en los folletos turísticos como lo que yo refería respecto a Sibiu. Erik sí, él era auténtico, bastante más que la ciudad de sus antepasados que iba de antigua más que ser antigua. Erik no iba de nada, a pesar de que su nombre le fue puesto por su padre con intención de plasmarle un sello a modo de blasón familiar sajón.

Al conocerle nadie dejaba de sorprenderse por su frecuente alusión a la lejana procedencia. Más tarde yo entendí el déficit de seguridad que había crecido junto al niño Erik, al principio tartaja y fustigado por un padre que deseaba un proyecto más que un hijo, como tantos padres.

Erik se escondía detrás del compañero de delante pensando así que la profesora no le haría las preguntas que pocas veces sabía responder. Él no veía a la profesora pero la profesora veía el esfuerzo de Erik por esconder su enorme cuerpo ya con ocho o nueve años, y siguió aumentando año tras año para hacer más difícil su escaramuza detrás de uno u otro compañero siempre de hechura mínima respecto de la suya. Esa mirada temerosa en un niño de ocho, nueve o doce años y tartaja permaneció invariable cuando se hizo mayor, mirada de las que no se afirman en nada pero abierta a todo cuanto pudiera captar. Esa mirada se mantuvo así de virgen desde esa edad. Entonces los retrasos en la escuela se asociaban a vagancia. Entonces y ahora porque qué padres quieren reconocer incapacidad en su hijo, mejor decir y creer o creer para decir que es un vago. La genética sufre menos. Así transcurrieron los años de ese niño que llegó a joven con un déficit de ego y una rebosante ingenuidad, confundida a menudo por los modelos de prepotencia que su padre le inspiraba o más bien le instigaba para medrar su ego. Se zanjó el abuso, ahora llamado bulliyng, cuando adquirió la fuerza necesaria. Una fuerza que le permitió también parar los golpes de su padre al que sobrepasó en altura y fuerza con quince años. Así el padre se replegó para alojarse en las críticas y reproches.

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