Читать книгу Mis memorias - Manuel Castillo Quijada - Страница 20
Оглавление9 CALVARIO ESCURIALENSE
Pero ¡qué equivocado estaba! Al poner los pies en aquel lugar que mientras estuve en el colegio fue motivo de infantil esparcimiento, inicié tres meses de inhumano calvario, colmados de sufrimientos, materiales y morales, que cambiaron en lo sucesivo mi carácter, de jovial y voluntarioso al cumplimiento de la menor orden, en retraído y desconfiado.
Al salir de Madrid, el director, señor Fliedner, me leyó una carta escrita por un catedrático de la Universidad alemana de Erfurt, en la que le interesaba obtener la copia de un manuscrito griego que existía en la Biblioteca del Monasterio de El Escorial, original de un filósofo de aquel clásico país, llamado Numenius,33 que trata sobre la naturaleza de las cosas.
Como acababa de examinarme del primer curso de Lengua Griega, leía perfectamente la escritura de este idioma, y, desde luego, acepté la invitación del director a copiarlo, sin saber a lo que me comprometía, considerándome como un hombrecito. Y, efectivamente, al día siguiente de llegar a El Escorial me encaminé al monasterio célebre provisto de la signatura del manuscrito remitida por el profesor alemán, entrando en la sala de manuscritos, conocida entre los bibliófilos con el nombre de «Juanelo», de la que estaban encargados los frailes agustinos, que lo están, además, de todo el monasterio.
Pregunté al fraile que estaba al frente de la Sección de Manuscritos si estaba allí el que me interesaba, enseñándole su signatura. Consultados los índices, me contestó afirmativamente, volviéndome a casa después de anunciarle que al día siguiente volvería, para comenzar su copia.
Mi debut no pudo ser más desastroso, por las intemperancias del fraile, muy parecidas a las de Sánchez Moguel, y después ante el manuscrito, que a cualquiera, en mi caso, hubiera acobardado.
Me presenté al fraile de marras provisto de cuartillas y pluma, demandándole el manuscrito para empezar mi trabajo y provocando aquel una escena por demás violenta, y que puso a prueba mi temperamento y mi prudencia, dominándome ante la actitud inconveniente, por demás, y muy frailuna, poco adaptada, como es natural, a las recomendaciones evangélicas de continencia y amor al prójimo.
Al escuchar mi solicitud me miró de arriba abajo, consideró mi modesto atuendo y mi aspecto, casi de chiquillo, pues aún no había cumplido los 16 años, y me contestó, a las primeras de cambio: «Ya te estás “largando” de aquí, si no quieres que te dé un puntapié en el…», refiriéndose, gráficamente, a mi parte prepóstera.
El efecto que me produjo aquella inesperada agresión, de sabido, inmotivada, no es para describirlo. Miré al fraile, un hombrón verdaderamente hercúleo y, a pesar de acordarme de mis arrebatos en el colegio en casos parecidos, consideré que saldría yo perdiendo si le contestaba con la merecida violencia, a la vez que no me perdonaría un desafío procedente de un fraile católico, apostólico, romano, siendo educado por mi parte en un credo protestante, y, además, reflexioné que me encontraba en corral ajeno y que si yo armaba el consiguiente escándalo, además de llevar la peor parte, me inhabilitaba para poder copiar el manuscrito y sufriría la filípica consiguiente por parte del director.
Todas estas razones me convencieron y me contuvieron, pero continué sin retirarme y ante mi actitud firme el fraile me dijo, tuteándome, que era lo que más me irritaba: «Márchate, desde luego, porque yo no te entregaré el manuscrito, que tú no podrás copiar, y, además, ¿quién me responde de cómo lo tratarás, y si me dejas caer un borrón en él?».
Entonces, con gran sorpresa mía, oí una voz que me pareció providencial, que, como respuesta inmediata a la pregunta incorrecta del fraile, procedente de dos señores que estaban trabajando con manuscritos y en los que no reparé al entrar, levantándose, ambos, y enfrentándose con el fraile, le dieron la respuesta con tono entre autoritario y airado:
–¡Yo, yo! ¡Traiga el manuscrito!
Y dirigiéndose a mí me dijeron:
–Venga aquí, joven. –Al mismo tiempo que me brindaban un sitio, entre los dos.
El fraile bajó la cabeza, desprovisto, como por encanto, de su soberbia y de sus tufos, llamó a un lego con un timbre, ayudante suyo, y a los pocos momentos portaba y me entregaba el manuscrito tan discutido. Eran, nada menos, que el doctor […], célebre director de la Biblioteca Imperial de Viena y catedrático de Literatura Española en aquella universidad, y el doctor Rieguel, que lo era de la de San Petersburgo, ambos presionados por sus respectivos gobiernos para recorrer las bibliotecas y archivos europeos, en trabajos de investigación de carácter histórico y literario, bien provistos de recomendaciones de sus embajadas que se tradujeron en órdenes de la Regente34 al prior del monasterio.
Al abrir el manuscrito mi decepción no tuvo límites, porque, efectivamente, yo leía el griego, pero en caracteres impresos y palabras completamente escritas, y el manuscrito me lo mostraba con letra cursiva y escrita por un amanuense y lleno de abreviaturas que ya en los españoles deben conocerse por los copistas, y que yo ignoraba.
Intenté, no obstante, empezar, pero las dificultades con que tropezaba eran para mis fuerzas insuperables; más, mis nuevos e ilustres amigos y protectores contra el fraile se sonreían y me animaban, asegurándome que muy pronto, y con su ayuda para resolverme las dificultades que encontrase, me familiarizaría con el manuscrito y lograría su copia. Y así ocurrió, puesto que a los tres o cuatro días empecé a descifrar el texto y a copiarlo, notando en ambos señores una expresión admirativa, ante la facilidad con que iba dominando mis progresos paleográficos.
Por la tarde, cuando salíamos de nuestro trabajo, nos dábamos un paseo por los alrededores del pueblo, pero, ante mi temor de que en casa me regañasen por mi tardanza, me acompañaron para decir que iban conmigo y pedir permiso para que me permitieran dar con ellos el paseo vespertino, bien ganado y necesario después del pesado trabajo del día.
Desde el colegio hasta el monasterio había más de dos kilómetros, cuesta arriba, que hacía más penosa la ruta por el violento calor del sol que abrasaba. La sala Juanelo se abría desde las nueve hasta las doce, con rigurosa puntualidad, y de dos a cuatro de la tarde, y yo salía de casa a las ocho de la mañana para llegar al monasterio puntualmente, de tal modo que cuando abrían la puerta siempre me encontraba el fraile esperando.
Los primeros días, las dos horas, entre doce y dos, las aprovechaba para ir a comer a casa y volver a mi trabajo, hecho agotador, que me obligó a pedir que me preparasen una merienda que me serviría de comida, para evitarme el molesto viaje en aquellas horas de verdadera asfixia. Y en efecto, la señora del director ordenó, tras mis súplicas, que me preparasen un poco de queso entre dos rebanadas de pan, único alimento, para un muchacho de dieciséis años, que sustituía a la comida de mediodía; y con tan suculenta comida al dar las doce me encaminaba al bosque adjunto al monasterio, llamado La Herrería, y sentándome bajo la confortable sombra de un árbol, consumía en un santiamén mi frugal «comida», y luego me acercaba a la fuente de los Frailes, cuya fresquísima agua me confortaba extraordinariamente, tumbándome después sobre el césped, contando las campanadas del reloj de la antigua torre, cuarto, tras cuarto, hasta las dos menos diez minutos, en que me encaminaba a reanudar la tarea, que una vez terminada entregué a la señora del director, que la remitió a su marido, en Alemania, donde estaba de viaje de propaganda y de recaudación de fondos, no volviendo a saber ni a ocuparme del asunto, aunque, tiempo después, supe que el director percibió por aquel trabajo 1.500 marcos que el catedrático de Erfurt remitió para mí, y de los cuales no vi ni un céntimo, y que un folleto, que sobre el manuscrito y su texto publicó dicho señor, ponía por las nubes al estudiante español Manuel Castillo, por su cuidada copia.
Realmente, aquel fue un desengaño más de los ya muchos sufridos en el colegio, a los que estaba tan acostumbrado que no me produjo el menor efecto, convencido de que la protección que se me dispensaba, dándome la carrera, era, desgraciadamente, una especulación de la que yo era, a la vez, pretexto y víctima. Posteriormente, los hechos que se sucedieron, en crescendo, lo confirmaron. Era la señora, doña Juana Brown de Fliedner,35 esposa del director, escocesa de origen e hija de un famoso botánico por sus obras publicadas y por sus descubrimientos, conocidos mundialmente, producto de sus estudios sobre muchas especies de plantas tropicales, descubiertas, descritas y catalogadas por él durante varios años que pasó en el sur de África, pensionado por el Gobierno inglés, percatándome yo del nombre del que gozaba entre los hombres de ciencia, porque venido a ver a su hija y a sus nietos pasó con estos y con nosotros varias semanas en El Escorial, donde un día fue visitado por el Claustro de Profesores de la Escuela de Ingenieros de Montes, instalada en el vulgarmente llamado Escorial de Arriba, para saludarle e invitarle a honrar con su visita dicho centro, pues estimaban su visita como un hecho relevante en la historia de la escuela. El respeto y la admiración con que le hablaban demostraban plenamente la justa fama de que gozaba aquel hombre de ciencia, un viejecito muy simpático, con el que yo, diariamente, daba algún corto paseo por el bosque de La Herrería.
Doña Juana parecía, por su tipo, más bien española que inglesa. Menudita, morena y dotada de verdadera belleza, era una enamorada de las costumbres españolas. Jamás la vimos tocarse con sombrero, cosa muy rara entre las extranjeras, y siempre usó la clásica mantilla de nuestras mujeres, y, como tenía el pelo negro, pasaba a primera vista como española.
La simpatía que inspiraba y sus actividades en la obra de propaganda que representaba su marido, director del colegio, movían al respeto a cuantos la trataban, del que no participábamos los que convivimos con ella, porque tan buena señora padecía un histerismo del que todos éramos víctimas, empezando por su esposo y por sus hijos. Se pasaba, a veces, hasta un mes sin salir de su cuarto y sin que las criadas la vieran, descargando sus iras cuando salía, principalmente, sobre los españoles que vivíamos en la casa, que habíamos de revestirnos de paciencia, muy puesta a prueba, imitando a sus deudos, sufriendo sus órdenes excéntricas, sus arbitrariedades y sus frases molestas.
Recuerdo que más de una vez, para salir de su cuarto y aparecer en el comedor, exigía a su marido que los españoles que convivíamos con la familia no nos sentáramos a la mesa, ni comiéramos al mismo tiempo que ella, y don Federico, para resolver el conflicto, nos daba una peseta con cincuenta céntimos a cada uno para que comiéramos y cenásemos fuera de casa, con gran alegría por nuestra parte, porque a mediodía comíamos en una de las muchas casas de comidas derramadas en Madrid, en la que dábamos cuenta de un sabroso cocido madrileño, que nos sabía mucho mejor y nos nutría mucho más que las exóticas comidas alemanas que nos servían en casa. El cocido y un magnífico panecillo con parte del cual migábamos la sopa nos costaban cincuenta céntimos, y por la noche nos metíamos en una taberna «decente» donde por otros dos reales consumíamos un gran plato de habichuelas estofadas, con su pan correspondiente, acompañándolas algunos de una copita de vino. De modo que, durante la temporada que duraba aquella situación, comíamos mejor, desde luego, con más alegría y libertad, y ahorrábamos dinero, con el que yo me permitía adquirir algún libro de lance, lamentando todos volver a comer en casa, una vez aplacados los nervios de doña Juana, cuyo encuentro procurábamos esquivar, sin ponernos de acuerdo, para evitar inmotivadas reprimendas de su parte, a las que no contestábamos nunca.
Pero a mí, por desgracia, me tocó el papel de ser su preferida víctima, tal vez por mi menguada edad, y el pararrayos de sus arrebatos de histerismo que suscitaban y ponían a presión mi temperamento, presto a la rebeldía. Claro es que procuraba evitar cruzarme con ella, pero, a veces, se presentaba en mi cuarto para darse el gusto de lanzarme algunos de sus sermones, que yo oía indiferente, sin escucharlos ni responderle lo más mínimo, hasta que se cansaba y se marchaba, tras un formidable pateo sobre el suelo, con una fuerza impropia de una mujer tan femenina y menuda como era, pero sostenida por sus nervios y arrebatos. Y esta situación me duró, como verdadera prueba, todo el tiempo que duró mi carrera.
El verano que pasé en El Escorial, cuando copié el manuscrito, hube de sufrir las consecuencias de su enfermedad, pues a las horas de comer, en las que no tenía más remedio que verla en la mesa, no hubo desayuno o comida en la que no fuera yo el objeto de sus iras injustificadas y sin pretexto alguno, que yo esquivaba, algún tanto, suprimiendo la comida de medio día, cambiándola por una rebanada de pan y un pedazo de queso, que no daba la sensación de un banquete cuando lo consumía, con tanta tranquilidad, al pie de la fuente de los Frailes del Monasterio, durante las dos horas que mediaban entre las sesiones, matutina y vespertina, en la sala de Juanelo. Hasta ya la figura del fraile bibliotecario me parecía, desde luego, más placentera que la airada, siempre, de doña Juana, que aquellos tres inolvidables meses de martirio pusieron a prueba a un pobre muchacho de dieciséis años que se veía obligado a sufrir aquel suplicio con la esperanza de terminar mi carrera.
Como marchaba al monasterio a las ocho de la mañana, después del desayuno y de su correspondiente y matutina reprimenda, y no volvía hasta las cinco de la tarde, al retorno me esperaba un martirio, aún más agudo, que llegó a poner en peligro mi vida y estuvo a punto de agotar mis ya débiles y juveniles fuerzas.
El pozo de la huerta no daba ya abasto al riego necesario, a pesar de estar funcionando la bomba durante todo el día, manejado a brazo por todos los muchachos del colegio que allí estábamos. Ello motivó una reforma en el interior del pozo iniciada por el simpático y laborioso Gustavo, que consistía en profundizar cuatro metros más y luego construir una galería de diez metros de largo y metro y medio de alto, por uno de ancho. Para ello se buscó a un obrero especializado… y nada más para completar la mano de obra, siendo sus ayudantes todos nosotros, que habíamos de encargarnos de la extracción de la tierra y del agua que manaba del manantial, cada día con mayor abundancia, por las nuevas vetas que aparecían en la galería según iba avanzando el pico del pocero, que exigía para proseguir su trabajo verse libre del agua y de los escombros.
Aquel trabajo, impropio de nuestra edad, que doña Juana miraba con la mayor impasibilidad frente a la oposición de Gustavo, que supuso, al proponer la reforma, que los trabajos se llevarían a cabo por obreros y no por nosotros, lo mismo que la del pocero, que, con más piedad, nos incitó indignado más de una vez a que nos negáramos al trabajo, que terminaba a las siete de la tarde, cuando este se marchaba, dejándonos su continuación durante toda la noche en la extracción del agua, para que al día siguiente pudiera reanudar el trabajo de la galería en seco.
Ese trabajo se nos confió a los dos mayores, a un criado de la casa llamado Emilio y a mí, que durante toda la noche habíamos de sacar el agua, durante dos horas, descansando una, en la forma siguiente: como el tubo ya no debía llegar al fondo del pozo, por los cuatro metros ya socavados, se puso a la altura debida una caldera como depósito supletorio en el que se sumiera la alcachofa de succión y, un metro más bajo que este, un tablón sobre el que uno de nosotros dos había de elevar, a brazo, el agua a la caldera, mientras el otro, arriba, daba a la palanca de la bomba, cambiándonos, de cuando en cuando, en tan rudo esfuerzo y cesando cuando se reanudaba por la mañana el trabajo por el pocero y nuestros compañeros, retirándonos los dos obligados noctámbulos, extenuados, para dormir y descansar, escasas dos horas, en que después del desayuno «amenizado» por el indispensable sermón de doña Juanita, emprendía yo mi caminata al monasterio, con mi frugal comida en el bolsillo, envuelta en un papel. Y así pasé aquel agotador martirio, físico y moral, hasta que se acabaron las obras del pozo con una galería revestida de ladrillos y con todo nuestro excesivo esfuerzo que ahorró jornales sin cuento.
Gustavo, que observaba con indignación y piedad, al mismo tiempo, nuestra situación, y, en espacial, la de Emilio y la mía, dejaba la llave puesta del horno del pan que él hacía, un día sí y otro no, para que repusiéramos nuestras fuerzas, durante alguno de los cortos descansos nocturnos, consumiendo el pan que quisiéramos, naturalmente sin percatarse de ello doña Juana.
Pero una noche, estando yo sobre el tablón en aquel duro trabajo dentro del pozo, observé abrirse una grieta en la antigua bóveda que le cubría y, dándome cuenta del peligro que corría, abandoné el cubo con que echaba el agua en la caldera y gatee por la escalera, con la mayor premura y espanto, surgiendo a la superficie con gran sorpresa de Emilio que manejaba arriba la bomba, dándole cuenta de lo que ocurría, debido al enorme peso que gravitaba sobre la bóveda, de las toneladas de la tierra extraída durante tantos días en que se iniciaron las obras.
Inmediatamente y para evitar un hundimiento del pozo, cogimos cada uno una pala y empezamos a aligerar de tierra la superficie que cubría la bóveda, sosteniendo nuestro esfuerzo con verdadero vértigo para evitarnos responsabilidades, hasta eso de las tres de la mañana, en que agotados de cansancio tiramos las palas y nos echamos al suelo, buscando un poco de descanso. Al cabo de una media hora, rompimos nuestro silencio observado por los dos durante la labor que acabábamos de ejecutar y que según el pocero evitó una catástrofe; nos acordamos del horno del pan, pero lo encontramos cerrado y sin la llave puesta.
Desesperados por el hambre y el cansancio que nos dominaban, nos encaminamos al comedor, registrando las alacenas, encontrando, al fin, un trozo sobrante de un pastel bizcocho, hecho en casa, con que se celebró el cumpleaños de Teodoro, el hijo mayor del matrimonio Fliedner. Al verlo y sabiendo a lo que nos exponíamos, dominados por el hambre, comimos una pequeña parte de aquel pedazo de bollo, que no era más que un pan dulce, bastante ordinario.
Al día siguiente, doña Juana se enteró de lo sucedido por la noche y también de nuestro atrevimiento con el pastel y armó el gran alboroto, sobre todo al suponer que Emilio y yo habíamos consumado aquel «robo», así lo calificaba, confirmado por nosotros, que en realidad habíamos trabajado toda la noche heroicamente mientras todos dormían, esperando una felicitación. Desde entonces, se me conceptuó como el ladrón de la casa, de cuyo calificativo, injusto e indignante, participó don Federico al retornar de su viaje y a quien su cara mitad dio cuenta de tan horrendo «crimen», cometido por nosotros.
De ello me di cuenta cuando, estando ya en Madrid, al empezar las clases del curso siguiente, noté que cuando no se encontraba una cosa, que luego aparecía, se me preguntaba a mí, con irritante insistencia, si la había visto, sin que lo falso de la sospecha se demostrase siempre.
Esto me produjo una situación de indignación íntima que me hizo pensar, seriamente, en la necesidad de marcharme, con la protesta propia a la injusta infamia que conmigo se cometía, pero, dominándome, pensando en mi porvenir, que me requería resistir aquel nuevo sufrimiento y muchos más colmándome de paciencia, hasta terminar mi carrera y emanciparme, seguidamente, por la incompatibilidad creada con tanta injusticia.
Eso sí, desde entonces cambió mi carácter en el trato con los de la casa, diametralmente opuesto a mi manera de ser. Obedecía todo lo que se me mandaba, cumplía todos los trabajos y mandados que se me encargaban sin pronunciar la menor palabra y contestando con monosílabos a cuanto se me preguntaba, eludiendo con mi mutismo y con la seriedad de mi semblante todo intento de diálogo.
Días antes de terminar las obras del pozo hube de arrojar sangre por la boca sin exhalar la menor queja; pero, por lo visto, Gustavo dio conocimiento de lo sucedido a doña Juana, que me llamó para preguntarme, demostrando sorpresa, qué me había pasado, indicándome entonces que suspendiera mi trabajo… terminado hacía dos o tres días. Mi respuesta fue echarme a llorar, dejándola plantada. La noche del día en que se terminaron los trabajos, Gustavo y Áurea me convidaron a cenar un sabroso guisado de patatas y pimientos, condimentados por ella, magnífica cocinera, que, poco después, había de contraer matrimonio con él. Los ingredientes del agasajo procedían del huerto, jurándonos la conveniencia de guardar el secreto para que doña Juana no lo supiera y evitar que el bueno de Gustavo, el explotado Gustavo que creó el huerto sobre una tierra estéril y abandonada, dejando sobre ella su sudor y su vida, fuera afrentado por la señora, como yo, cuando el trozo del pastel que comimos Emilio y yo aquella memorable noche en la que expusimos nuestras vidas y salvamos el pozo.
Total, que aquel verano que para cualquiera otro estudiante que había salido airoso de los exámenes debía ser de descanso y solaz, para mí fue de trabajo en la copia del manuscrito primero, que valió al director 1.500 marcos, y, después, el duro e impropio trabajo en el pozo, con el inagotable tormento del histerismo de doña Juana y las consecuencias que me crearon un injusto y denigrante concepto; todo lo cual motivó mi decisión, para el futuro, que no fue otra que la de sufrir con dignidad hasta las mayores humillaciones hasta que llegase el ansiado día de mi emancipación, decisión guardada en secreto, pues ni a mi misma madre, ignorante de cuanto me sucedía, se lo comuniqué, por saber muy bien que ella no hubiera tolerado la infamia que sobre mí pesaba sin su más enérgica protesta, con perjuicio de mis bien pensados y decididos planes cuyas lógicas consecuencias yo presumía.
Retorné, como dije, a Madrid, reanudando mi vida académica del segundo año de mi carrera, que era la iniciación de una compensadora aunque limitada libertad, durante las horas que permanecía en la universidad con queridos y fraternales compañeros, ignorantes de mi tragedia económica y moral, distinguiéndome siempre con su afecto, correspondido a mi carácter jovial, propio de mis pocos años, puesto que, como he dicho, era el benjamín de la facultad, y tendiendo a mi segundo apellido, Quijada, Navarrito propuso en un rato de buen humor, y así ocurrió, el que se me pusiera el remoquete de «Quijote», honrándome con mi homónimo, el héroe de la inmortal obra de Cervantes, aunque a tan gloriosa figura no se acomodase la mía; entre nosotros, quien merecía más ese sobrenombre era el compañero Virgilio Corchero, cuyo tipo y paisanaje, pues era manchego, se identificaba con el ingenioso Hidalgo.
La lección que recibí en los últimos exámenes por mi mala y aleccionadora suerte en la insaculación de las bolas en el de Literatura, con los consabidos y cumplidos vaticinios del profesor Sánchez Moguel sobre las calificaciones en las demás asignaturas, y el afán y la fe en el cumplimiento y logro de mi plan, que constituyó mi obsesión, hizo que llevase mis estudios con mayor entusiasmo, notándolo mis catedráticos, y, especialmente, mis compañeros, a pesar de las dificultades que tanto a mí como a algunos otros nos crease un compañero, alicantino por más señas, que para ganarse el éxito a fin de curso cultivaba a los profesores, con sus visitas que aprovechaba para indisponerlos con los que, principalmente, hacíamos sombra a la cortedad de sus facultades intelectuales.
Ese mal conceptuado sistema fue confirmado por los hechos, que demostraron, al mismo tiempo, el espíritu de compañerismo que nunca olvidaré en un sonado y grave incidente, que pudo haberme costado muy caro.
Suplía la cátedra de Historia Universal, regentada por el titular don Manuel María del Valle, por haber sido nombrado director de Loterías, un auxiliar llamado don José Ayuso,36 precedido de gran fama de filólogo, por los estudios que desde muy joven había cursado en un convento austriaco. Hombre corpulento y concentrado, cuyas miradas furtivas, voz afeminada y glacial frialdad de carácter denunciaban al fraile desconfiado y taimado, se nos hizo repulsivo a todos aunque guardándole el respeto debido, que, de día en día, fue transformándose en temeroso distanciamiento, porque en lugar de Historia Universal nos explicaba durante el curso Historia de la Iglesia, materia que, como fraile de levita, dominaba, sirviéndose de la cátedra para desahogo de su fanatismo religioso.
Un día, me preguntó en clase sobre uno de los padres de la Iglesia, me parece que San Ambrosio, contestando yo correctamente y con arreglo a sus explicaciones. Enumeré muchos de los himnos sagrados atribuidos a la inspiración del santo que aún se conservan en determinados actos religiosos, notando todos el desagrado que le producía mi explicación, al final de la cual, me dijo: «Muy bien, pero ha olvidado usted un himno, tal vez el más importante que la Iglesia canta en las grandes solemnidades, lo cual no me extraña, porque usted no es de los que pueden caerse dentro de ellas».
Quedé en silencio y aturdido, porque sus últimas palabras suponían, por su tono y por su gesto, mi pérdida de curso, pero viendo el efecto que había producido su inmotivado desplante en la clase, a guisa de justificación, me dijo:
–Me refiero al Te Deum.
–Dispénseme, señor Ayuso –le repliqué–, lo he mencionado entre los demás himnos.
Esta afirmación mía fue confirmada por todos mis compañeros, que puestos en pie dijeron que, efectivamente, lo había mencionado, llevando su enérgica actitud la confusión al jesuita que ocupaba la cátedra, que replicó bajando la cabeza:
–Yo no lo había oído.
–Pues lo ha dicho –contestaron todos, menos el alicantino, a quien he hecho referencia, lo que no pasó desapercibido para ninguno.
El origen de lo ocurrido fue que me veían los compañeros leer El Motín,37 semanario republicano y anticlerical en alto grado, dirigido por el gran periodista José Nakens, y sin duda, aquel mal compañero, para conquistarse simpatías del profesor le fue diciendo que yo era suscriptor del periódico en el que, además, colaboraba.
Al salir de clase, a la una, nos fijamos en el mal compañero, que asustado nos decía que él no había dicho nada, teniendo yo que intervenir para evitarle una paliza. Por algo me llamaban Don Quijote.
Sin embargo, el incidente sirvió para que el fraile de levita se «destapase» significando una sentencia en mi contra, lo cual me puso en guardia, para evitarlo a toda costa a fuerza de estudio, haciendo mi examen presenciado por todos mis compañeros, en que pude superar las «pegas» que me oponía, en una verdadera y desigual lucha. Hice un examen merecedor de la nota de sobresaliente, que me rebajó a la de «bueno», pero pude evitar el suspenso al que estaba sentenciado por el fanático fraile, a quien sus compañeros del tribunal, según supimos luego, no le permitieron cumplir tan buena y piadosa obra.
Terminé aquel curso con halagadoras notas, pasando las vacaciones en Madrid, esquivando ir a El Escorial, no discutiéndoseme por la actitud de mi mutismo, que había adoptado, que contenía cualquier diálogo o discusión conmigo.
Pasado el verano me matriculé en el último año de la carrera con grandes ánimos, ante la consideración de la proximidad del cumplimiento de mis planes y el logro de mis aspiraciones, guardando, dentro de casa, la misma actitud y sometiéndome sin la menor protesta a cuantos servicios me sometían, por duros y humillantes que fueran.
Federico Larrañaga, mi compañero de colegio y de habitación después en casa del director, terminados los estudios que emprendió en mi facultad dos años antes que yo, marchó a Alemania, por cuenta del Comité de Berlín, a iniciarse en los de Teología, para, a su retorno a España, ser utilizado en la obra evangélica, como pastor y al mismo tiempo como profesor del colegio en la segunda enseñanza, puesto que en el colegio había alcanzado ya tan renombre, a pesar de la inútil competencia que le oponían sistemáticamente otros centros instalados cerca de él, regidos por órdenes religiosas y por asociaciones católicas de damas catequistas, por la superioridad de los métodos de enseñanza que se empleaban, conforme a la pedagogía alemana de entonces, la primera del mundo, que tanto aventajaba a la anticuada y anacrónica que se empleaba en España por tradición.
Me quedé, pues, solo en nuestro cuarto de estudiante, contando ya los diecisiete años, sintiéndome ya un hombre de experiencia, porque, realmente, puede decirse que no había tenido infancia y porque los desengaños y sufrimientos me hicieran pensar, serenamente, en mi porvenir.
Estudiaba con Larrañaga un compañero, Pedro Mora, inteligente y estudiante ejemplar, hijo de un maestro carpintero establecido en la Cuesta de Santo Domingo, que aparentando excesiva seriedad, rayana en mal interpracenio (sic), que, en vano, pretendía ocultar el corazón de oro y la bondad que encerraba su pecho. Era un obrero muy conocido en Madrid, que con su hermano don Francisco Mora,38 que luego fue hasta su muerte secretario general de la UGT, al lado de Pablo Iglesias, figuró, don Ángel, representando a España en la Segunda Internacional Socialista, gozando durante su larga vida de envidiable prestigio entre la clase proletaria, que jamás explotaron para no abandonar su trabajo sobre el que pesaba el sostenimiento de sus respectivas familias, don Ángel en su carpintería donde se le encontraba, a toda hora, sobre su banco de trabajo, y don Paco, como artista muy destacado en la Compañía de Zarzuela de la Soler di Franco. Aquellos honrados y austeros socialistas de entonces, empezando por su figura cumbre, Pablo Iglesias, trabajaron desinteresadamente por el ideal, viviendo de su oficio, que no abandonaron nunca, dedicándole después de terminada la tarea del día algunas horas que robaban al descanso.
La ausencia de Federico Larrañaga motivó mayor intimidad entre Pedro Mora y yo, pues la coincidencia de nuestros caracteres atrajo hacia mí un paternal y consolador cariño por parte de su padre y del resto de su familia, abriéndome, como se verá, más adelante, el camino de mi providencial emancipación.
Las asignaturas que integraban mi último curso eran Literatura Española, con nuestro temido catedrático Sánchez Moguel, Literatura Griega y Latín, que, desde la fundación de la Universidad Central, regentaba el mencionado humanista don Alfredo Adolfo Camús,39 venerable anciano, aunque de espíritu juvenil, universitario de cuerpo entero, cuyas clases eran un ejemplo de erudición, cuando se las dejábamos dar, o un motivo de solaz pasatiempo provocado por nosotros, salpicado de curiosas anécdotas y hasta de graciosos cuentos, muchas veces de subido color expuestos por el simpático maestro, empleando el más limpio y selecto castellano.
De la cátedra de Lengua Hebrea estaba encargado el Dr. don Mariano Viscasillas, hombre lleno de entusiasmo por dicha disciplina, que explicaba con la mayor bondad, pero que para los alumnos suponía un verdadero tormento que duraba todo el curso, cual era llevar a cuestas durante toda la mañana y los intervalos de las clases la voluminosa Biblia en hebreo, que muchos portábamos, por comodidad relativa, con ayuda de un portafolios a guisa de maletín.
De la cuarta asignatura, Historia Crítica de España, suplía el catedrático titular, como auxiliar, el gran epigrafista, especializado en investigaciones históricas de la época árabe, don Rodrigo Amador de los Ríos, hijo del historiador y catedrático de Literatura, don José.
Los grandes ánimos con que empecé el curso se sostuvieron durante toda su duración, logrando destacar entre los más estudiosos.
Fue un año de ímprobo trabajo que hizo subir mi papel, sobre todo, en la clase de Literatura Española, en la que, con Ramón Menéndez Pidal, ocupé uno de los dos primeros lugares preferentes, no solo por el criterio del voluble profesor, sino por reconocimiento de todos los compañeros. Tras reducidas clases de previa preparación, con lecciones generales de Literatura Española, dedicamos el resto del curso a estudiar el Poema del Cid desde el punto de vista literario, histórico y, preferentemente, filológico. Pero antes encargó Sánchez Moguel a cada uno de los alumnos un trabajo crítico y sobre todo bibliográfico de una obra de nuestra literatura clásica, señalándome a mí el del Libro de Patronio o El Conde Lucanor, del Infante Don Juan Manuel, señalándonos una fecha prudencial para entregárselos.
Me casi instalé en la Biblioteca Nacional, estudié la obra, pedí y tomé nota de los manuscritos de la misma que se conservaban, en sección correspondiente, de los que hice una minuciosa descripción, especialmente paleográfica, como asimismo de las diversas ediciones sucesivas de la obra, de las que hice un cuidadoso estudio bibliográfico, entregando mi trabajo, como todos, en la fecha señalada. Transcurrieron bastantes días de clase sin que don Antonio nos expusiera su juicio, aunque sí nos dijo que estaba estudiando con el detenimiento que pudiera merecer cada uno de los trabajos, hasta que un día dedicó toda la hora de clase a discurrir sobre ellos, empezando por decir, con gran sorpresa mía, que los dos únicos trabajos que llenaban todos los requisitos de un verdadero trabajo de investigación bibliográfica eran los de Menéndez Pidal, sobre el Poema del Cid, y el de Manuel Castillo sobre el Libro de Patronio o El Conde Lucanor, del Infante Don Juan Manuel, considerando todos los demás muy inferiores, y en su mayor parte insignificantes. Ello me satisfizo interiormente, exteriorizado por el rubor, pues me subió el pavo extraordinariamente por el manifiesto cambio de opinión sobre mí que denunciaba la declaración y felicitación del profesor, llegando a los exámenes con tal seguridad que, como el de Menéndez Pidal, nos fue fácil lograr un esperado e indiscutible sobresaliente.
Ramón y yo firmamos las oposiciones al premio de la asignatura y yo tuve la suerte de que nos saliese un tema bibliográfico, materia en la que, entonces, le había superado, así como en lingüística me consideré siempre inferior. Las armas de ambos opositores, por esa causa, eran desiguales, con perjuicio de mi contrincante, y ante sus dudas respecto a ediciones y sus fechas y editores, le ayudé cuanto pude a resolverlas, por considerar que, por su labor muy meritoria durante el curso, merecía el premio más que yo, reconociendo en justicia su superioridad sobre todos los compañeros.
Leíamos ante el tribunal nuestros trabajos, resultando el mío superior, y mientras esperábamos en el claustro el fallo del tribunal los dos sufríamos ante su tardanza. Él, por el temor natural de que no le otorgaran el premio, y yo por verle sufrir a él, deseando que se lo otorgasen, como se lo manifesté con mi característica franqueza. El fallo fue muy discutido a juzgar por las voces que, a veces, se percibían desde fuera, motivando, según supimos luego, palabras violentas y actitudes más violentas aún entre don Miguel Morayta y Sánchez Moguel; el primero, que sin conocerme defendía mi ejercicio, y el segundo, el de mi contrincante, logrando que le otorgasen el premio, porque podía aprovecharlo en el curso siguiente con la matrícula de honor, no teniendo efecto para mí, puesto que me graduaba como licenciado algunos días después, pero haciéndose constar en el acta, como transacción, que mi trabajo también merecía premio igual, que no se me adjudicaba por no contarse más que con uno.
He de decir, honradamente, que la resolución del tribunal me satisfizo y que lo deseaba antes de conocerla ante la nerviosidad que mi fraternal compañero no podía disimular durante nuestra espera, porque lo consideraba justo por su valía que, con el tiempo, le ha elevado con justicia al elevado cargo de presidente de la Real Academia de la Lengua, ganado con sus trabajos literarios e históricos, consiguiendo además para honra de España una fama y una autoridad universales.
Aquel episodio de nuestra convivencia académica hizo más fuerte nuestro fraternal cariño, que a través de los muchos años que contamos no ha podido aminorarse.40 Sánchez Moguel salió al claustro algo sofocado y no menos nervioso, pero satisfecho, cogiéndonos de un brazo a cada uno y llevándonos en triunfo por las calles madrileñas, hasta que al llegar a la Cibeles me despedí de ellos, para ir a enterarme del número que había sacado en el sorteo para el servicio militar al cuartel de San Francisco, donde se había celebrado y donde se exhibían las listas, número que, aunque era dudoso, tuve la suerte de que me tocase fuera de cupo.
El catedrático de Hebreo era un buen señor, don Mariano Viscasillas, que estaba entusiasmado con su asignatura, que, a nosotros, por el contrario, nos parecía exótica y de la que en todo el curso pudimos lograr a aprender su lectura y las conjugaciones, siendo, para mí, más fácil la traducción que a los demás compañeros por mi conocimiento de los textos bíblicos adquirido, por su diaria lectura, en el colegio y en casa del director, sabiendo muchos trozos de memoria. Lo que sí evité que supiera aquel profesor fue mi procedencia escolar, porque, dado su fanatismo, el resultado del curso, de saberlo, hubiera sido, para mí, un rotundo fracaso.
Como he dicho antes, la cátedra de Literatura Griega y Latina, por las condiciones de su titular, el Dr. Camús, constituía para sus discípulos una hora de solaz y de esparcimiento del que, el eximio maestro, también participaba. Tanto sus inocentes manías, propias de su edad, como las que pudimos observar, al ver, por ejemplo, que los únicos que lograban la nota de sobresaliente daba la casualidad que gastaban barba y que, para los barbilampiños, sabíamos que ese campo nos era vedado.
Nuestra cátedra de Historia Crítica de España, que regentó, durante muchos años, el gran tribuno don Emilio Castelar, tuvo al principio de curso algún movimiento de expectación, por haberse presentado el primer día su titular, don Manuel Pedrayo, al que nadie conocíamos después de tantos años, que por enfermedad no la desempeñaba.41
Realmente, para todos nosotros la presencia del señor Pedrayo era una verdadera incógnita, puesto que no teníamos de él otro antecedente que el de haber ganado, tras brillantísimas oposiciones, la cátedra vacante por renuncia de su ilustre propietario, Castelar.
Sí notamos en él algo raro, pero, al mismo tiempo, en las contadas lecciones que nos explicó, pudimos darnos cuenta de su alta valía y su gran elocuencia, que justificaban su brillante triunfo en sus oposiciones, que le hizo merecedor de ocupar dignamente el sitio de su antecesor.
Hombre atildado, tanto en su persona como en su atuendo, llegaba a la facultad unos diez minutos antes de la hora de clase, que empleaba en pasear solo, dando vueltas por el claustro, pero sin entrar en la sala de profesores, como lo hacían sus demás compañeros, habiéndonos dicho nuestro bedel, el simpático e inolvidable Jorge, que desde que llegó procedente de Galicia y se presentó al decano esquivó el contacto con sus compañeros.
Pasaba lista todos los días y nos explicaba la lección con toda serie de detalles, en la relación de los hechos y el juicio crítico de los mismos, con una facilidad de palabra que cautivaba y confirmaba las vagas noticias que, sobre él, teníamos.
Pero un día dentro del mes de octubre se nos presentó en clase diciéndonos:
Señores, ya no paso lista, ni tampoco pienso volver a esa cátedra, privándome de la conjunción con ustedes, mientras no se me den públicas y explícitas explicaciones que me satisfagan. Han de saber ustedes, señores, que se ha dicho en la sala de profesores que yo me tiño el bigote y la barba. Y Manuel Pedrayo jamás se tiñó la barba, prohibiéndome tal calumnia el gozar de la autoridad moral para ocupar, dignamente, este sitial, que abandono definitivamente para no volver más.
Su forma de expresarse y la actitud violenta adoptada por el maestro y, además, la falta de confianza que con él teníamos nos privaron de pronunciar la menor palabra, y aunque hubiéramos querido hacerlo, no nos dio tiempo a ello, puesto que, al terminar sus últimas palabras, se levantó, cogió su sombrero y salió de la cátedra, ausentándose de la Universidad, después de un par de sus cotidianas vueltas por el claustro y, naturalmente, sin poner los pies en la sala de profesores.
No le volvimos a ver, y bastante tiempo después supimos que estaba recluido en una casa de salud, en su pueblo, Santiago de Compostela, donde diariamente daba su cátedra, a la que acudían estudiantes y profesores de su universidad.
A los pocos, muy pocos días, se hizo cargo de esa disciplina el auxiliar don Rodrigo Amador de los Ríos,42 hombre modesto, a pesar de lo mucho que valía y del prestigio con que contaba en las alturas culturales, pero, como sordo que era, harto desconfiado, defecto del que estuve a punto de ser víctima porque un día, estando en clase, me sorprendió conteniéndome la risa por una jugarreta que un compañero había hecho, al entrar en clase, al popular bedel Joaquinillo, harto conocido de los estudiantes de varias generaciones en la Universidad.
Don Rodrigo se encaró conmigo asegurando, indignado, que me había reído de él… y que ya lo sentiría a final de curso. Claro es que mis compañeros, ante la injusticia que encerraba la amenaza, estaban apercibidos para mi defensa cuando llegase la ocasión, y en vano fue que, al terminar la clase, me acercase a dar explicaciones al airado profesor, manifestándole su equivocación, por ser yo incapaz durante toda mi vida de faltar al respeto y al cariño debido a mis maestros. Me despidió con cajas destempladas, ratificando la amenaza proferida en clase, lo que suponía fatal sentencia que podía dar al traste con mi carrera. Me apercibí para la lucha, con esperanzas de obtener la victoria, como felizmente alcancé en caso parecido al del jesuita Ayuso, y me dediqué a estudiar, preferentemente, la asignatura para demostrarle, tanto en clase como en el examen, mi verdadera situación académica, pero en la primera no me preguntó más, aún rencoroso.
Pero un incidente providencial dio motivo a que iniciara mi difícil lucha, desde que se rompieron las hostilidades, aunque con diferentes armas, como fue aprovechar unos días de ausencia de él durante la que fue sustituido por otro auxiliar, don Luis Montalvo,43 verdadera calamidad en todos los sentidos, que le obligaba a resignarse a que solo asistieran a sus clases dos o tres alumnos, que nos turnábamos, para que la clase no se interrumpiera, pero sin darle la menor importancia.
Aproveché, como digo, aquella oportunidad para presentarme en el aula y pedir a Montalvo que me preguntase en clase, llenándole de satisfacción y encargándome para el siguiente día una conferencia sobre los íberos. Todos los compañeros aprobaron mi estratagema, muy legítima, en la lucha entablada, y hasta alguno de ellos, precisamente el autor de la broma a Joaquinillo que provocó mi conflicto, un muchacho navarro de jovial carácter y de gran desenfado y gracia, Juan Tulié, muy aficionado a los toros, que se apostó, conmigo a que no era capaz de afirmar en clase que los íberos eran ya aficionados al toreo, apuesta que acepté en medio de la hilaridad de todos.
Fue ello incentivo para que acudieran a mi conferencia todos dando la sensación de verdadera solemnidad, con gran satisfacción del maestro que, naturalmente, desconocía el verdadero motivo de tan insospechada concurrencia, empezando yo a dar la lección, con toda clase de detalles que motivaban continuos movimientos de afirmación de Montalvo, y al referirme a las costumbres de aquel pueblo, llegó el esperado momento culminante de la apuesta, en el que, con la mayor seriedad, afirmé que unas monedas encontradas de aquella época representaban la figura de un hombre en actitud de torear, lo que indujo a algunos escritores a deducir y defender la teoría de que los íberos fueran, ya, aficionados al arte de torear. El movimiento de continua aprobación del profesor, que «tragó la píldora», me hizo ganar la apuesta, que era de cinco pesetas, y al salir de la clase, en medio de las risas y felicitaciones de todos los compañeros, reclamé a Tulié el importe de la apuesta… pero no pude cobrarla; sin embargo, y esto era lo más interesante, el profesor me plantó en la lista un sobresaliente como una casa.
Al reincorporarse Amador de los Ríos a la cátedra y recorrer la lista se fijó en la nota, tan fácilmente ganada por mí, y me dirigió las siguientes palabras: «¡Caramba!, señor Castillo, ¡un sobresaliente…! Mañana dará usted la lección, a ver si es verdad que nos resulta usted un castillo histórico».
La injusta agresividad de sordo desconfiado y rencoroso proseguía en contra mía, pero sin lograr abatirme, sino todo lo contrario, me estimulaba, y al salir de clase me encaminé a la Biblioteca Nacional, refugio de los estudiantes pobres como yo, y me puse a estudiar y a tomar notas, con el mayor entusiasmo, para aquella enrevesada lección de nuestra historia de la época árabe, de la obra de Víctor Duruy, la mejor entonces de las publicadas sobre la materia. Continué mi trabajo toda la mañana siguiente faltando a las clases, puesto que me jugaba el todo por el todo, y, como era de esperar, por la tarde di mi lección contestando, además, cumplidamente a todas las objeciones y preguntas que me dirigió el maestro, muchas de ellas conceptuadas por todos como verdaderas pegas. Pero salí airoso, muy a pesar suyo, de aquel empeñado duelo, desarrollado en forma desigual, y al final del cual y al dar la hora el bedel me llamó aparte para decirme que, a pesar de todo, continuábamos, ambos, en la misma posición.
Ello, no obstante, no me desanimó, porque lo ya ganado por mí dejó huella en mi favor, logrando que me preguntase varias veces durante el resto del curso, no logrando cogerme descuidado, lo que debilitaba sus armas y reforzaba las mías, hasta que llegamos a mi examen, que fue espectacular, logrando yo hacer un ejercicio de sobresaliente que, al expedir las notas, se convirtió en un injusto «bueno», como me ocurrió con Ayuso, que, sin embargo, consideré como una verdadera victoria sobre una injusticia sostenida por una mala pasión.
A los dos días me crucé con él en el descansillo de la gran escalera de la universidad, quitándome el sombrero como saludo respetuoso, cuando oí su llamada que me hizo detener.
–¿Qué tal de satisfecho quedó usted de su examen?
–Eso lo dejo al aprecio de usted, que lo juzgó –le respondí con la mayor seriedad.
–Pues entiendo que debió usted salir muy satisfecho, porque en lugar de un suspenso que, decididamente, le tenía reservado, aún le di nota.
–Y yo, muy agradecido, don Rodrigo, aunque insisto en negar la ofensiva afirmación de usted de una burla y una falta de respeto que, en mí, es imposible.
–¡Bueno! La cosa ha pasado ya; no me guarde usted rencor y cuénteme en adelante como un buen amigo suyo.
–Muchas gracias –le contesté, despidiéndome de él con un saludo respetuoso, no dejando de estimar el manifiesto arrepentimiento de aquel hombre, cuya conducta obedeció, realmente, a una causa psicológica propia de su defecto físico.