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12 SE INICIA MI EMANCIPACIÓN

Ausente hacía más de un año mi compañero Federico Larrañaga, enviado a Alemania a estudiar, o mejor, creo yo, a pasarse una vida también de emancipación de la casa del director pero por procedimientos más prácticos que los míos, en los que era maestro, pero que nunca se acomodaron a su manera de ser, según pude deducir de sus cartas, y que los hechos posteriores me confirmaron, cuando retornó, sin haber terminado la carrera de Teología, teniendo que adscribir toda su vida a los servicios y humillaciones del colegio, que procuraba conjurar y soslayar, primero como encargado del internado y después como profesor de segunda enseñanza. Su ausencia estrechó más mi amistad con Pedro Mora, que acababa, después de brillantes oposiciones, de ingresar en el Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Anticuarios, destinado a la Biblioteca Universitaria de Barcelona, y con su padre, especialmente, con el resto de su familia.

Vino aquel verano a Madrid Pedro Mora a pasar un mes de vacaciones al lado de su familia y excuso decir que siempre estábamos juntos y que casi, a diario, hablábamos de mi situación, ante mi decidido propósito de salir, desde luego, por la puerta grande de la férula del colegio, a luchar con mi destino, negándome desde luego a ir a Alemania, cuando se me propusiera. Y así se lo escribí hacía tiempo a Federico, cuando me escribía que, merced a las noticias que publicaba don Federico en Alemania sobre su labor en España, ya era esperado allí.

Mi falta aún de plan y de orientación motivó que Pedro Mora me sugiriera la idea de prepararme para las oposiciones, como las suyas, en las que los opositores, que debían ser licenciados en facultad, no tenían límite de edad para ser admitidos como ocurría con las de cátedras, aprovechando la ocasión de que estaban muy próximas otras oposiciones para cubrir nuevas plazas vacantes que iban a ser anunciadas. Para ello me ofreció su absoluta ayuda, especialmente dándome las indicaciones que necesitase y fuentes de conocimiento para contestar al cuestionario que sería el mismo.

Vi en aquella fraternal sugerencia mi tabla de salvación y, percatado de las muchas dificultades y del ímprobo trabajo que suponía la preparación, me dispuse a poner con el mayor entusiasmo manos a la obra, iniciando un planteamiento metódico del trabajo que suponía la sólida preparación para esta nueva lucha, acuciado por los ánimos que me infundió Pedro, lo mismo que su familia, sobre todo su padre, conocedores de mi crítica situación, dándome entusiastas alientos que no me abandonaron durante los cinco meses en los que puse a presión toda mi tenacidad, hasta que se anunciaron las oposiciones en la Gaceta, sosteniendo una continua correspondencia con Pedro, que estaba en Barcelona, que me facilitó muchos datos.

El trabajo consistía en tomar datos que conseguía consultando distintas obras, para poder contestar a cada pregunta de los temas, pasando muchas horas en la biblioteca en mis investigaciones y todo con el mayor cuidado de que, en casa, no se dieran cuenta de nada, por la seguridad que tenía de que de enterarse don Federico desharía fácilmente mis planes, con su habilidad y su influencia.

Firmé las oposiciones, a pesar de la oposición de mi madre y de don Tomás, que seguían en la obsesión de este de que emprendiera la carrera de Derecho, pero sin garantizarme los medios económicos para ello, sometiéndose al fin a mis razonamientos y a las advertencias de la señora Pepa, que tanto me quería y admiraba, puesto que conocía perfectamente lo que yo había pasado y pasaba, por ser mi paño de lágrimas en los momentos difíciles y desesperados en los que me consolaba y me daba prudentes y maternales consejos.

En un viaje que hizo mi madre a Madrid, le dijo: «Agustina, deje a mi Manolito, que sabe de estas cosas más que nosotros y que ha demostrado, hasta la saciedad, que sabe lograr lo que se propone».

Y, mientras tanto, dedicaba ocho horas cada día rebuscando bibliográficamente materia que respondiese, cumplidamente, a cada uno de los temas del cuestionario de las oposiciones, cuyas materias, muchas veces nuevas en España, no estaban incluidas en libros especializados porque no existían en español. A esas ocho horas de investigación había que añadir más de cuatro en mi cuarto de estudiante, y robándolas al descanso, dedicaba cuatro horas, por lo menos, a ordenar mis notas del día y ponerlas en limpio, incluso las que me enviaba Pedro a las consultas que le hacía y que me satisfacía inmediatamente.

Pero, conociendo el terreno que pisaba, de proseguir mis trabajo con el disimulo que me puse desde un principio, sin que en la casa nadie sospechase lo más mínimo, sosteniendo esa difícil situación cuidadosamente, asistiendo, con la mayor puntualidad, a las horas de comer y cumpliendo todos los encargos que se me daban, encerrándome en mi cuarto por la noche y tapando con ropa la ranura por debajo de la puerta, para que, si alguien pasaba por el corredor, no notase el resplandor de la luz y me sorprendiese en mi trabajo.

Y así continué durante todo aquel lapso de tiempo preparatorio, pero, cuando empezaron las oposiciones, mi caso transcendió a casi todo el personal dependiente de la casa, alto y bajo, especialmente de los que fueron mis maestros, que conocían de cerca la vida injusta que llevaba y conocedores de la brillante terminación de mi carrera, se interesaron por mí y por cada uno de mis ejercicios; ni uno solo dijo la menor palabra sobre el particular al director, ni a su familia, conocedores de las funestas consecuencias a que me exponía de un seguro fracaso, dados los medios de que don Federico disponía para provocarlo.

Por fin, apareció en la Gaceta la lista de los siete jueces del tribunal de las oposiciones, cuyo presidente renunció al cargo a las veinticuatro horas, produciéndome esto la mayor contrariedad, muy pronto mitigada al ver nombrado para sustituirle en el cargo a don Marcelino Menéndez y Pelayo.

Al día siguiente fui a la Universidad a la hora de su cátedra, saliéndole al encuentro, diciéndole, después de saludarle cariñosamente:

–Dispénseme, don Marcelino. He visto, hoy, en la Gaceta, su nombramiento de presidente del tribunal de oposiciones para el Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Anticuarios, y quisiera saber cuándo nos va usted a convocar, pues las tengo firmadas.

–Efectivamente –me contestó–, he recibido el nombramiento y no sé cuándo podré convocar, porque estoy presidiendo tres tribunales a cátedras de modo que ha de pasar bastante tiempo aún.

Puse una cara de contrariedad que no pasó desapercibida para él, y añadió:

–¿Tiene usted mucho interés en que empiecen enseguida? Porque entonces renunciaré, para que nombren a otro presidente que me sustituya, pues sé la necesidad de que se cubran esas vacantes.

–Pues yo se lo agradecería en el alma, don Marcelino, porque mi situación reclama que empiece cuanto antes esas oposiciones, en las que tengo la mayor esperanza de mi salvación.

Así le contesté, con la mayor ingenuidad. Don Marcelino me sonrió, diciéndome, con el mayor cariño:

–Pues, entonces, ahora mismo, antes de empezar la clase, voy a redactar y a enviar la renuncia.

Y emocionado le respondí:

–Muchas gracias, maestro.

Y en efecto, a los dos días apareció en la Gaceta su renuncia, a la par que el nombramiento del tercer presidente, un senador y consejero de Instrucción Pública, llamado don Feliciano Herreros de Tejada,46 persona, para mí, completamente desconocida, quien inmediatamente publicó la convocatoria para empezar los ejercicios pasada la quincena reglamentaria.

Y llegó el día, o mejor, la noche en que empezaron los ejercicios y me presenté a la hora señalada en la Escuela de Diplomática, sitio al que éramos convocados los opositores, y me encontré con una serie de futuros contrincantes, hombres todos hechos y derechos, algunos de ellos con chistera y gabán de pieles, que me impresionaron hondamente, pues, a su lado, yo, por mi edad, más infantil que juvenil, y por mi atuendo más que modesto, pobre, me obligaría a luchar con las desventajas, impresionantes, en un plano inferior.

Pero muy pronto reaccioné, impulsado por mi fe y por mi entusiasmo, recobrando mi serenidad y mi decidida disposición a jugarme el todo por el todo, empezando las noticias e infundios, propios de las oposiciones, e impropios de personas que deben luchar con armas limpias. Alguno de aquellos señorones, compañeros en la lid, hizo correr la especie de que de las veintidós vacantes ya estaban dadas dieciocho.

La noticia, como novato en esas lides, me impresionó, pero me conforté, diciéndome a mí mismo: «Sobran cuatro, de las que muy bien pueda yo ganar una».

Cuando en la lectura de la lista de los opositores presentes se me nombró, al responder yo, se me encaró el presidente, haciendo poco honor a la altura de su cargo, diciéndome:

–Pero usted, tan chico, ¿va a hacer estas oposiciones?

–Sí, señor –contesté con firmeza.

Cuando terminó la lista y se metieron en el bombo los nombres de los opositores presentes, el presidente manifestó que iban a insacularse para establecer el número de orden que había de guardarse en los ejercicios para cada uno, añadiendo:

Vamos a nombrar a uno de ustedes para sacar las papeletas en que están escritos los nombres y yo propongo que, con la garantía de su natural inocencia, suba al estrado el opositor señor Castillo, en el que todos ustedes y el tribunal depositaremos nuestra absoluta confianza.

Y, en medio de estridentes y, para mí, molestas risas, que nada me favorecían en ningún sentido, ascendí al estrado, sacando una papeleta tras otra, empezando el primer ejercicio que cubrieron, en aquella sesión, los dos primeros opositores.

El salón donde se celebraban los ejercicios era una reducida cátedra de la mencionada Escuela Superior de Diplomática, muy conocida por mí, porque en ella estudié Paleografía con el gran paleógrafo don Jesús Muñoz y Rivero, instalada en los bajos de la universidad, cabiendo en ella escasamente los opositores, teniendo que permanecer el público de pie, incluso en el espacio que había entre los primeros asientos y el estrado, precisamente donde estaba colocada la mesa del opositor, con sus dos tradicionales vasos de agua cubiertos con sus azucarillos correspondientes y sus candelabros, iluminados con velas.

Yo procuraba entrar de los primeros para ganar uno de los asientos de la primera fila y, aun así, apenas podía percibir la espalda del opositor actuante, a causa de que el público de pie casi estaba encima de él, siguiendo en esa forma todos los ejercicios de los que me precedieron y de los que me siguieron, formando severo juicio de causa uno de ellos, comparándolos a mis anteriores con mis conocimientos, y a los posteriores con mi ejercicio en todos las materias tratadas.

La noche que hube de actuar en mi primer ejercicio tuve la desventaja de que el que me precedió, pues yo actuaba en segundo lugar, era, nada menos, que Manuel Fernández Sanz, que, con el tiempo, escalaría una cátedra en la Universidad Central, a la que dio gloria, dejando en ella una estela de publicaciones y modulosos trabajos de investigación que honrarán, siempre, su nombre.

Hizo, seguramente, el mejor ejercicio, haciendo alarde de sus profundos conocimientos y facilidad de su palabra, dejando en el tribunal y en el público el más agradable y justo efecto; y en esas condiciones subí al estrado, a sacar del bombo mis diez papeletas.

Me convencí interiormente de que no se me concedía la menor importancia a causa de la actitud del presidente a mi modesta persona, al tomarme a broma, y mi mala suerte se acentuó cuando al introducir la mano en el bombo me encontré con que no podía sacar ninguna papeleta… porque las diez de mi antecesor eran las últimas que en él quedaban, puesto que las demás estaban fuera para no ser repetidas.

–¿Qué le pasa a usted –me preguntó el presidente– que no saca las papeletas?

–Pues que no encuentro ninguna.

Las carcajadas, inmotivadas, que produjo mi respuesta no tuvieron límite, empeorando mi situación pero sin perturbar mi serenidad. Tal era la confianza que tenía en mí mismo y el drama de mi situación, que yo solo sentía. El presidente cogió el bombo y confirmó mi afirmación, añadiendo:

–Verá usted qué pronto las hay.

Y empezó a doblar papeletas y a introducirlas en el bombo, prosiguiendo aún aquella estúpida hilaridad, y cuando hubo introducido poco más de veinte me mandó insacular diez, lo que dio motivo a que uno de los vocales del tribunal, el académico de Historia, el señor Pujol y Camps, plantease la cuestión de que, reglamentariamente, una vez agotadas las papeletas, debían volver todas al bombo y no unas cuantas, puesto que se perjudicaba al opositor, que podría formular una justa protesta.

Aquello acalló las risas, surgiendo un significativo y espectacular silencio, pero yo, que era el presunto perjudicado, solucioné el incidente evitando el conflicto con la ingenuidad que me era propia, diciendo: «No merece la pena: yo no reclamaré, porque lo mismo me dan estas diez papeletas que voy a sacar que otras diez cualesquiera».

Mi franca afirmación produjo tal efecto que las risas y el barullo se convirtieron en un profundo silencio, en medio del cual saqué las diez papeletas, dirigiéndome seguidamente a mi mesa, dándome perfecta cuenta de la expectación que había producido mi intervención que solucionó el incidente.

Me senté tranquilamente, introduje en uno de los vasos su azucarillo y mientras este se disolvía, revisé las papeletas, entreverando las más difíciles con las de mayor defensa, considerando a las primeras por la poca y seca materia que contenían y cuya reducida y escueta contestación no mermara tiempo, durante la hora reglamentaria que había de consumir con el ejercicio. En aquella combinación, dejé en el último lugar la referente al teatro de Terencio y de Plauto, cuyas comedias conocía perfectamente y que me daba espacio para rellenar, con exceso, el tiempo reglamentario, empezando mi ejercicio con el mayor método, muy dueño de mí mismo y moviendo con la cucharilla el agua del vaso, para acelerar la disolución del azucarillo.

El orden en que coloqué las papeletas me dio el gran resultado en su conjunto, pues la mayor parte de ellas eran verdaderos huesos, que como tales tanto el tribunal como los opositores conocían, apreciando todos cómo los «roí» cumplidamente, finalizando el ejercicio al discurrir sobre el teatro romano, enumerando las obras de los dos autores antes citados y exponiendo y enjuiciando los argumentos de cada una, salvando con el mayor cuidado sus escabrosas escenas, exponiéndolas sin desvirtuarlas en un léxico adecuado y no falto de ingenio, para evitar caer en grosería, motivando risas, muy distintas de las anteriores, en el auditorio, lo mismo que en el tribunal, inspiradas por la gracia de la obra y por la general aprobación a mi trabajo. «Como se ve –añadía yo– tenían mucha gracia las obras de estos dos grandes autores, que lograron deleitar con su ingenio al pueblo que entonces dominaba a un gran Imperio».

La impresión que produjo mi ejercicio me rehabilitó en el plan injustamente desnivelado en que se me había colocado, de tal modo que, con seguridad, hubieran seguido gozando todos de mi exposición inagotable de las obras de Plauto y de Terencio si el presidente no me hubiera interrumpido diciendo: «Ha pasado, con exceso, el mínimo del tiempo reglamentario que nos obliga a cortar la relación de los argumentos que, con tanto gusto, hemos oído al actuante y se levanta la sesión».

Salí del local y de la Universidad corriendo, para que en casa no se notara mi ausencia, y seguí preparando mi segundo ejercicio, ya técnico, que consistía en redactar un trabajo bibliográfico y en una transcripción de un documento paleográfico.

Ambas cosas para mí no eran difíciles, pues dominaba la paleografía estudiada, como he dicho, con Muñoz y Revero, y pude dominar el ejercicio, interpretando el auténtico documento que me señalaron del siglo XV, resolviendo todas sus abreviaturas, completando el ejercicio con la descripción bibliográfica de un incunable.

Por cierto, que al día siguiente a mi primer ejercicio, acudí como espectador antes de la hora de la sesión, introduciéndome entre los diversos grupos de opositores donde se comentaba el curso de las oposiciones, oyendo en uno de ellos cómo se apreciaba el mío, llevando la palabra un señor opositor de edad ya madura y de elegante porte, no dándose cuenta de que yo estaba entre los oyentes, sencillamente porque las condiciones del local donde se celebraban los ejercicios, la aglomeración del público, no permitían ver al opositor sino solo oírle.

–Hay que ver qué ejercicio hizo anoche ese muchacho y con qué dominio se desenvolvió, incluso en el incidente de las papeletas que tomamos a chacota todos menos él, que lo resolvió comprendiendo lo serio que se ponía.

–¿Y qué iba yo a hacer? –interrumpí–, cualquiera de los compañeros hubiera hecho lo mismo.

Todos quedaron parados ante mi interrupción, rompiendo el silencio el que peroraba, quien dirigiéndose a mí me preguntó:

–Pero ¿es usted el que ejercitó ayer?

–Sí, señor, fui yo el que provocó, sin querer, la hilaridad producida por el incidente.

–Pues, compañero, le felicito, porque yo en la guerra carlista torné, alguna vez, a los liberales cañones a navaja; pero confieso, honradamente, que anoche admiré su valor ante las circunstancias que le rodeaban.

Siguieron los ejercicios prácticos y al fin terminaron las oposiciones con uno de traducción directa del francés y del latín vulgar de las Etimologías de San Isidoro de Sevilla, convocándonos el tribunal para darnos cuenta de su fallo al día siguiente, acudiendo todos los opositores con la mayor ansiedad, aunque seguramente ninguna comparable con la mía, puesto que se trataba de mi liberación y me abría un campo extenso para mi porvenir.

Acudí puntualmente, dominado por una gran fe que se iba amenguando según se iban leyendo los nombres de los elegidos, hasta que, después del décimo o undécimo, no lo recuerdo bien, oí pronunciar el mío saltándoseme las lágrimas provocadas por la más grande emoción. Al fin mi fe y mi trabajo intenso me dieron el triunfo. Ya era bibliotecario y empezaba para mí una etapa que me ha seguido hasta la muerte, en la que mi trabajo sería respetado y remunerado, abriéndome las puertas de una consideración legítimamente ganada, gozando de una libertad personal de la que hasta entonces carecí.

En cuanto oí mi nombre me levanté, inopinadamente, salí del salón y eché a correr por los claustros de la Universidad, hasta ganar la puerta, siguiendo mi carrera por la calle de la Luna, y atravesando las calles de Fuencarral y Hortaleza, llegué a la de San Miguel, donde vivía doña Pepa con su hermana y sus sobrinos, entrando, dando voces: «Mamá Pepa –dije, balbuceando, dejándome caer sobre una silla–, ¡ya soy bibliotecario!».

El alboroto que se armó no es para describirlo. Todos me abrazaban y me besaban, llenos de emoción y de alegría, que en doña Pepa se exteriorizaba bañándome con sus lágrimas y diciéndome:

–Escribe a casa, hijo, y di a tu madre si tenía yo razón cuando la dije que tú sabías, mejor que todos, lo que hacías.

–Así lo haré –dije con la mayor seriedad–, pero como ya soy funcionario del Estado, con sueldo, les pido cuarenta reales prestados para comprarme enseguida unos zapatos, porque estoy pisando hace días con los calcetines, y llevo los pies empapados de agua.

Y enseñé mis deteriorados zapatos, levantando los pies, y mostrando el sitio que cubrieron las suelas, añadiendo: «En estas condiciones me he preparado y hecho las oposiciones».

Las diez pesetas que me dieron me empujaron a la calle, enderezando mis pasos a la primera zapatería que tropecé, donde me compré unas botas. Nunca disfruté de mejor confort al ver mis pies abrigados y libres de la humedad de la calle, pues estaba lloviendo y así me presenté en casa, con mi habitual cara seria, conteniendo heroicamente la alegría interior que retozaba por todo mi cuerpo, de la que participaron todos mis maestros del colegio y demás personal, que aún guardaba el secreto en casa, esperando los acontecimientos cuando el hecho se descubriese.

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