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15 MI INICIACIÓN POLÍTICA

Yo salí de Madrid con la más profunda convicción republicana, pues ya había actuado siendo estudiante en las juventudes de ese partido, revestido, además, de un anticlericalismo que he sostenido toda mi vida, no como un sectario vulgar, sino como un convencido de que, además de ser un explotador del pueblo, representó, siempre, un poder reaccionario en la evolución de la cultura y de la moral, al mismo tiempo que desvirtuó, pro domo sua, las doctrinas de Jesucristo, usándolas a su manera en favor de sus intereses materiales o saltándoselas a la torera cuando no se adaptan a ellos.

Pero, a pesar de estar inscrito en las Juventudes con fe y entusiasmo, no me había encartado en ninguno de los partidos republicanos, en aras de mi independencia y de mi inclinación, que jamás decayó, de unionista y que he sostenido, y sostengo, aún, en mis 86 años y en el exilio, sin otro interés que laborar por el bien y la libertad de mi España, aherrojada hoy por el crimen y el terror oficiales, para vergüenza de la Humanidad.

En Salamanca, como en el resto de las capitales provincianas, no reaccionaban los sentimientos políticos más que en vísperas de elecciones. Como yo llegué en la primera quincena de julio y no conocía a nadie, me instalé al llegar en casa de unas paisanas y antiguas amigas de mi madre, una viuda, llamada Mónica Rivero, que, con su madre, una señora de bastante edad, se repartía los trabajos domésticos para atender a tres estudiantes de Medicina y a mí, resolviendo, de esa manera muy general en Salamanca, el problema de su vida y de su hijo y nieto, respectivamente, al que educaron y sostuvieron, hasta que se hizo médico.

Al salir a las dos de la tarde de mi trabajo en la Biblioteca, me encaminaba a casa, algo cansado por el servicio de libros al público, y después de almorzar marchaba al café, donde entonces solo hacía mi consumición, fumándome un modesto puro. Luego, me daba un paseo generalmente largo por los alrededores de la ciudad, volviendo a casa, donde, para matar mi aburrimiento, compré un acordeón que en unas cuantas semanas dominaba como casi un virtuoso, corriendo mi fama en su manejo entre los aficionados, lo que fue motivo del acto más transcendental de mi vida.

Yo quería trabajar por la República, claro es que románticamente, pero ignoraba la vida republicana en Salamanca, ciudad eminentemente levítica. Mi compañero y jefe, don Agustín, antiguo diputado republicano en las Constituyentes, figuraba entonces en el Partido Liberal, en el sector de Gamazo, y ello me retrajo a pedirle orientación en el terreno político, resignándome a una forzada inactividad, hasta que se me presentó la primera ocasión para actuar, con la conmemoración del día 11 de febrero, aniversario de la proclamación de la Primera República, que los republicanos celebraban en toda España.

Vi anunciada en la prensa una reunión de los republicanos en un gran salón de baile de la calle de Espoz y Mina, en el que hacía la citación para la celebración de dicha fiesta, y en la que por solo cincuenta céntimos se tenía derecho a tomar café, media copa de licor y un modesto puro. Me encaminé hacia el susodicho local a la hora señalada y me senté entre los asistentes, muchos en verdad, que llenaban las mesas a todo lo largo. Hablando con los más cercanos a mí, me di a conocer a ellos y a los pocos momentos, merced a la campechanía y franqueza castellana, llegamos hasta a tutearnos como si fuéramos viejos amigos de toda la vida, solicitando a voces que yo hablara cuando se iniciaron los discursos conmemorativos. Me hicieron subir en una silla para que todos pudieran verme y oírme mejor hasta los extremos del gran salón, y «lancé» un discurso lleno de exaltación republicana que arrancó entusiastas aplausos, despertando ello la general curiosidad, corriendo la voz entre todos los asistentes de que yo era un joven republicano madrileño, recién venido de Madrid, a hacerme cargo de bibliotecario en la Universidad, que había ganado por oposición.

Ello fue motivo de felicitaciones de tantos correligionarios, a ninguno de los cuales conocía, entre los que figuraban los jefes locales de todos los sectores del republicanismo, que muy pronto habrían de contar con la cooperación del recién llegado, que acababa de ganarse el espaldarazo, colocándose en primera fila, claro es que de los románticos, puesto que jamás pretendí otro puesto que el de luchar como simple soldado.

Tanto el periódico La Libertad como La Democracia, con mis «Plumazos y borrones», me habían conquistado entre los republicanos una gran influencia entre las fuerzas populares salmantinas. Todos, como era frecuente en Salamanca, me tuteaban considerando mi corta edad, tanto los altos, como los bajos, porque Castillo, amigo de todos, había conquistado en poco tiempo unas relaciones en la capital, cual nunca pudo soñar, llegando a hacer concejales a republicanos valiosos y modestos que honraron, con sus honestas y prudentes intervenciones, al Ayuntamiento.

Dos personalidades dirigían entonces los dos partidos republicanos imperantes por su historia, en Salamanca, ambos abogados de nota; uno, don Pedro Martín Benitas, que era un prestigio dentro del Partido Federal, presidente que fue del Gobierno Cantonal, al que con gran habilidad, honradez y talento dirigió, en forma de que no se registrase el menor desafuero por parte de los exaltados, logrando que no se registrase la menor filtración en la administración de los fondos de Hacienda en el pago de sueldos a los funcionarios. Hombre respetado por todo el mundo y cuyo bufete era un verdadero modelo de honestidad y competencia, al que confiaban sus intereses las más destacadas familias charras, pasando por encima de las divergencias ideológicas.

El otro, don Celso Romano Zugarrondo, hijo de la directora de la Escuela Normal de Maestras, doña Petra Zugarrondo, que ya lo era cuando mi madre estudiaba la carrera por 1860 y a la que yo conocí, pudiendo confirmar el mal genio y violento carácter de que gozaba la señora en toda Salamanca.

Su hijo, don Celso, procedía de la carrera judicial, de la que salió, según era público, mediante un expediente, estableciéndose en la ciudad con bufete de su profesión y demostrando su gran competencia bien probada, pero más con habilidad que con el espíritu austero del anteriormente mencionado.

Tenía Zugarrondo como lugarteniente a un tipo exótico, procedente de Galicia, un hombre de procedencia misteriosa, sin oficio ni beneficio, hijo de un militar retirado, amigo y compañero del que más tarde había de ser mi suegro.

Aquel tipo me hizo la impresión de que era un aventurero de la política, se llamaba [Joaquín] Martínez Veira y cayó en Salamanca como un aerolito, dándose aires de líder, y publicaba un periódico semanal titulado La Concordia, que su simple lectura denunciaba no ser nada más que un arma de especulación y de chantaje, esgrimida con gran habilidad gallega, para ponerse a disposición del mejor postor sin el menor escrúpulo, de que llamándose republicano se escudaba, tras ese mote, para sus poco limpios manejos.

Tenía sus adeptos personales de su mismo concepto de la moral entre los que figuraba un hermano suyo que utilizaba como enlace en sus maquinaciones con políticos y caciques monárquicos y con las fuerzas reaccionarias, incluso con el Palacio Episcopal.

En mis actividades periodísticas tuve varias ocasiones de convencerme de ello y en verdad que una de ellas pudo haberme costado la vida; pero otra constituyó para mí un triunfo profesional en el campo de la prensa, así como un servicio al pueblo salmantino, aunque él no se diera cuenta.

Estando yo una noche en el teatro de El Liceo, donde actuaba una compañía de ópera, observé, durante los entreactos, unos misteriosos conciliábulos entre el alcalde, representante del Obispo en el Ayuntamiento, y Zugarrondo y Martínez Veira, ambos concejales republicanos.

Mi intuición periodística me hizo sospechar que entre los tres se discutía algún negocio de importancia en el que los tres estuvieran interesados, convirtiéndome, desde aquel momento, en observador continuo, comunicándoselo solamente a un amigo, abogado del estado, cuando una vez terminada la función tomábamos un ponche caliente antes de irnos a la cama.

–Tengo la sospecha –le dije– de que esos cabildeos deben estar relacionados con la subasta de la recaudación de Consumos, que se va a acordar en la sesión del Ayuntamiento que se va a celebrar mañana, y el hijo de mi mamá no se acuesta esta noche sin saberlo, por lo que, ahora mismo, nos vamos a la plaza, donde seguramente pasean continuando sus conversaciones.

Y, efectivamente, a los cinco minutos, bajo una espesísima niebla y embozados en nuestras pañosas hasta los ojos, enfocamos en los soportales de la plaza Mayor, dando una vuelta por «el lado de las mujeres» y, como yo esperaba, nos cruzamos con los tres ediles que venían por el de los hombres, a los que se había incorporado un nuevo individuo cuya presencia me dio la clave del misterio.

Se trataba de Juan Meca, un individuo que en tiempo de los conservadores era jefe de la Policía y en el de los liberales jefe de Consumos, que entraba, indudablemente, en el negocio como asesor.

Mi compañero se retiró a poco más de la una de la madrugada, pero yo seguí de cerca, protegido por la niebla hasta eso de las dos y media, en que se fueron retirando, haciéndolo yo también a mi casa de huéspedes, sentándome a la mesa, una camilla confortable, y redactando una hábil gacetilla en la que reseñaba lo observado y relacionándolo como rumor público con el negocio de los Consumos, dando así la voz de alarma.

Se trataba, sencillamente, de lograr se aprobase el remate de ese servicio en una cantidad mínima, que diese margen a que aquellos concejales, con el alcalde y el Meca, pudieran repartirse un jugoso negocio, que suponía en los tres años del contrato una respetable cantidad de miles de duros.

Salí de casa sin mirar lo avanzado de la hora para depositar mi gacetilla en el buzón que el periódico tenía instalado en la plaza Mayor, acompañada de una información confidencial, para el director, Soms y Castelin.

El suelto salió, motivando los naturales comentarios en todas partes, abriendo los ojos a los concejales, acobardándose los «negociantes» ante el público que llenaba el salón de sesiones y dispuesto a intervenir, él, si se intentaba acometer el asunto, ahogándose el chanchullo gracias a un periódico verdaderamente republicano, honrado y amante de Salamanca, y a uno de sus redactores, que tanto honor supo hacer a la profesión.

No fue solo en ese caso cuando pude evitar negocios sucios en mi larga carrera periodística. En la misma Salamanca evité también, con una lacónica y sustancial gacetilla, que se consumase un timo preparado contra la Diputación Provincial de 4.000.000 de pesetas por una Sociedad portuguesa de «vivos» con el pretexto de la fundación de los «Doks de Oporto», prometiendo estos, a cambio, facilitar los transportes y venta de cereales de la provincia. En aquel asunto o negocio siempre creí que entre los que lo defendieron en la Diputación, todos de derechas, no había dolo, sino engaño, pero el fracaso motivado por mi toque de alarma motivó una discusión de prensa entre el diario episcopal y La Democracia, o mejor, entre los diputados provinciales, entre ellos, mi lejano pariente, el catedrático Nicasio Sánchez Mata, y yo, que me hizo estudiar con detenimiento la cuestión y, en efecto, a poco más de un año, la Sociedad de los Doks de Oporto quebró, con perjuicio de los incautos que cayeron en la red, librándose la Diputación Provincial salamantina gracias a mi trompetazo de alarma, cosa que oportunamente al saberse la noticia hube de hacer frente a mis antiguos contendientes.

Por motivos de orden económico hubo de morir nuestro periódico de tan brillante historia, con general contrariedad del público, dejando en la historia periodística una estela de honestidad en sus juicios y haber sabido sostener una campaña de higiene moral, iniciada con la muerte de Mariano Arés, que, como ya he dicho, había producido una verdadera revolución en la monótona vida salmantina, sencilla, estática y falsa, sometida, más que dirigida, a la tiranía espiritual y especulativa de un clero fanático, especialmente por los jesuitas y dominicos, que se repartían el predominio, en la que un cura era tenido por un superhombre y que nosotros hubimos de convencer y lo logramos de que el hábito no hace al hombre, y que estaban dotados, todos los que lo vestían, de los mismos defectos y debilidades que los demás mortales, demostrándolo diariamente al enfrentarnos con ellos, empezando por el propio obispo, que nos llevó más de una vez al banquillo de los acusados en la Audiencia, saliendo felizmente ilesos de su persecución, con todos los pronunciamientos favorables. Por cierto, que ninguno de los procesados era el autor de los artículos que motivaron los procesos, porque Unamuno hubo de responder, en el juicio, de un artículo escrito por un empleado de los Ferrocarriles para evitarle las responsabilidades, y sobre todo, los graves perjuicios que le sobrevendrían, entre ellos, la pérdida segura de su empleo, y Enrique Soms, a su vez, por un artículo de Unamuno. De los dos procesos salieron inmunes gracias a la defensa encomendada al entonces auxiliar de la Facultad de Derecho, mi inolvidable amigo, don Luis Maldonado Ocampo. No obstante pertenecer al Partido Conservador y ser de indiscutible catolicismo, pero un ejemplo de amistad y compañerismo, que estaba por encima de todas las pasiones, en estos casos, malas pasiones sostenidas por el prelado y por su representante, mi mencionado pariente el catedrático Sánchez Mata.

Para dar una idea de la mala fe que informaba, entonces, la vida política en Salamanca, voy a recordar un hecho que me pudo costar la vida y que prueba esa afirmación elocuentemente.

Habiendo sido anulada la elección de diputado a Cortes en Ciudad Rodrigo, hubo de repetirse esta tras una preparación enconadísima de ambos candidatos; uno radicado en el distrito al que había representado hacía años don Luis Sánchez Arjona, liberal, el otro, un aventurero espadachín que dirigía, apoderándose del periódico con malas artes, La Correspondencia Militar, a la que dio un matiz de ridícula bajeza, cinismo y escándalo.58 El tal tipo se llamaba Diego Fernández Arias, expulsado del Ejército, y, después, retirado del palenque, merced a una paliza que le propinaron los hermanos Esbrí, hijos del despojado y verdaderos dueños del periódico, y con los que se metió el matón Arias. Su vástago, el célebre libelista que en la prensa se firmaba con el pseudónimo de El duende de la Colegiata, que por su audacia en ese despreciable sistema, después de tullido en un desafío con un yerno del conde de Romanones, hubo de expatriarse a Turquía, huyendo de la justicia, donde permaneció como unos veinte años. Fernández Arias, en aquella elección anulada, recorrió el distrito en tono de bravucón, buscando ataque personal con su contrario y amigos, sin otra arma que la del insulto y el escándalo, y era protegido por el general Pando, muy amigo de mi jefe, don Agustín Bullón. El citado general era eterno enemigo de Sánchez Arjona y buscaba su derrota a todo trance, apareciendo en Ciudad Rodrigo la víspera de la elección acompañado de unos sesenta serranos del distrito de Sequeros, de fama en España en lo referente a la criminalidad. Los partidarios de Sánchez Arjona oponían a aquella provocación una serenidad a toda prueba, merced a la confianza bien fundada que tenían en su triunfo y porque sabían que desde Gobernación se estaba haciendo un doble juego, respecto a su contrario, que luchaba como candidato ministerial. Ocupaba entonces ese Ministerio hombre tan probo como lo era don Francisco Silvela, hombre de envidiable solvencia moral.

La expectación que había despertado la lucha, por los incidentes y el cariz que estos tomaban, motivó que La Libertad acordase enviar un corresponsal de su seno y hube de encargarme, yo, por ser el más joven, de aquella poco agradable misión, cuyos peligros eran evidentes dado como estaban los ánimos.

En el tren me encontré con un compañero, Eustasio García Laserna, redactor de El Adelanto, que llevaba la misma misión que yo, pero durante el viaje, cuando el revisor vino a controlarnos los billetes, le pregunté si podría, al día siguiente a su retorno a Salamanca en el tren de la madrugada, llevar una carta mía a la redacción de La Libertad, ofreciéndoseme para ello, y para demostrarme su fidelidad con que hacia esos encargos nos dijo:

–Ya ven ustedes, hace ocho días, llevé ocho mil pesetas a Martínez Veira, de parte de don Luis Sánchez Arjona, la última vez que le llevé dinero.

Laserna y yo nos intercambiamos una mirada muy significativa, porque La Concordia hacía en Salamanca la campaña electoral a favor del generoso candidato, sin tener en cuenta el color pasado republicano de su foliculario.

Llegamos por la noche a Ciudad Rodrigo, tomamos habitaciones en el hotel y, sin cenar, nos lanzamos a la calle en busca de información, recorriendo los centros electorales de ambos bandos, hablando con los dos candidatos. Sí observé que en el Centro Conservador, donde saludamos al general Pando, Laserna tuvo con él un breve aparte al que no di gran importancia, pero cuyas consecuencias se notaron al día siguiente. Durante la elección supimos que el general había salido de madrugada con rumbo a la Sierra, acompañado de varios de los serranos que habían llegado con él aquella mañana, dejando de muestra a los restantes, pero con órdenes de guardar, simplemente, una expectación de presencia en los alrededores de los colegios.

Mi compañero, don Agustín, gran amigo, como he dicho, del general, y que ignoraba mi repentino viaje, encargó a Laserna le dijese que el Gobierno Civil tenía órdenes de apoyar, bajo mano, la candidatura de Sánchez Arjona, y que las violentas medidas sobre las que Fernández Arias basaba su triunfo habían sido anuladas, por lo que le aconsejaba de retirase para evitarle una situación violenta.

Al retirarnos a las dos de la madrugada, verdaderamente rendidos, en vez de acostarme y sin reparar en la jornada que me esperaba me puse a escribir una larga correspondencia informativa para mi periódico, con toda clase de detalles interesantes, como complemento a los muchos telegramas que envié durante la noche. A las cuatro menos cuarto de la madrugada terminaba mi trabajo y salía hacia la estación, para entregar mi misiva al servicial revisor del tren que tan galantemente se me ofreció, y que cumplió su cometido con la mayor rapidez, logrando que La Libertad lograse un verdadero éxito aquel día.

Transcurrió felizmente aquel día la elección, logrando una gran mayoría el candidato liberal sobre el conservador, y, por cierto que, cuando aparecimos en busca de datos en el Círculo Conservador, Fernández Arias, que estaba desquiciado ante su evidente y vergonzoso fracaso, se enfrentó con Laserna y conmigo, echándonos en cara nuestra falta de compañerismo, como si fuéramos nosotros la causa de su derrota, contestándole yo tranquilamente que habíamos ido a Ciudad Rodrigo a una simple misión informativa que reclamaba la curiosidad de nuestros lectores, y no otra cosa a los de mi periódico republicano, muy ajeno a los intereses de la lucha, y no a ponerme al servicio de ninguno de los contendientes, respondiendo además de la veracidad de mis informaciones, que nadie honradamente podría rectificar y, menos, desmentir. Acto seguido, ante los presentes nos retiramos, sin despedirnos ni darle la mano.

Algún tiempo después y en una enconada polémica de La Libertad y La Concordia, dolorida por el fracaso del negocio de Consumos, en el que su director estaba tan interesado, le solté lo de las 8.000 pesetas llevadas por el revisor del Ferrocarril, lo que produjo sobre todo entre los republicanos el natural efecto, y, por la noche de aquel día, cuando después de cenar me encaminaba a casa de mi novia, después, mi esposa, al atravesar la solitaria y oscura plaza de La Libertad, al revolver una esquina en la que estaban parapetados, me encontré asaltado por Martínez Veira, su hermano y cuatro amigotes de su laya, que, cobardemente y aprovechando mi descuido, me dieron un garrotazo por la espalda, en la nuca, que me hizo caer al suelo, en el que reaccioné en seguida, levantándome, lo que motivó la huida de los agresores, tras de los cual me lancé, alcanzando al gallego a la entrada de la plaza Mayor, quién empezó a pedir auxilio a grandes voces, reclamando como concejal la ayuda de los guardias, que acudieron inmediatamente para salvarle de las iras del público, que, al enterarse de lo ocurrido, pretendió lincharle. A mí, me llevaron a mi hospedaje, en la plaza del Corrillo, cuya proximidad a la plaza me permitió oír desde mi cama las protestas, a voces, de la gente que discurría por el paseo, bajo los soportales.

El agresor, Martínez Veira, huyó protegido por los guardias a su casa, de la que no se atrevió a salir durante mucho tiempo, y sus cómplices, en el tren de la madrugada, creyendo que me habían matado, para Portugal, pero al cambiar de tren en la estación de Fuentes de San Esteban fueron reconocidos por algunos viajeros, y lo hubieran pasado muy mal si no les hubiera protegido la escolta de la Guardia Civil, aunque no pudieron librarse de una monumental silba, mezclada con airadas protestas.

La de la opinión pública fue muy expresiva y unánime, a juzgar por la prensa en general y, muy especialmente, por la de Madrid, condenando el cobarde atentado y, por el gran número de cartas, hasta de muchas personas por mí desconocidas, figurando, entre ellas, una de Unamuno que estaba de vacaciones en Bilbao, calificando a los asaltantes de cuadrilla de bandoleros, y de muchas personalidades y amigos que visitaban mi hospedaje para interesarse por mi salud, pues habían corrido noticias alarmantes por el temor de que, a consecuencia del golpe sobre la nuca, pudiera sobrevenir una complicación cerebral.

Un poeta, Tomás Rodríguez, empleado en la Diputación, envió al día siguiente de la agresión un soneto que publicó La Libertad, del que recuerdo algunos versos, dedicado a Martínez Veira, como estos:

Alto, grandón, y tuerto del derecho,

Concejal, periodista, advenedizo,

El lunes, por la noche, se deshizo,

En demostrar que es hombre de provecho.

No tiene, por sus máculas, desecho;

Es un republicano a lo postizo,

Y lo mismo pudiera ser «mestizo»,

Que el tipo tiene, para todo, pecho, etc.

Me visitaban dos veces al día mi médico, el catedrático don Antonio Diez, y el de Medicina Legal, amigo mío también, don Indalecio Cuesta, nombrado por el Juzgado, en el que noté desde un principio una extraña reserva, impropia de su expansivo carácter cual si estuviera cohibido por instrucciones terminantes del Juzgado, como luego demostraron los hechos. Desde luego, se desbordaron las gestiones a favor de Martínez Veira, sobre todo las poderosas influencias del Palacio Episcopal, que abrieron los ojos a muchos republicano de buena fe y a la opinión, en general, logrando que un verdadero delito, con agravantes de premeditación, alevosía y otros más, se convirtiera en una simple falta que el Juzgado Municipal había de estimar. El caso lo resolvió el juez instructor, don Manuel Torres Requena, de triste memoria, de cuyas otras fechorías había salido indemne merced a la decidida protección del Palacio Episcopal, como su célebre sentencia que dejó solicitando una licencia para que la firmara el juez municipal, que le sustituía en el célebre e inmoral pleito de la Caja de Crespo Rascón, que legó sus bienes a favor de los campesinos salamantinos, fundando una Caja de Préstamos a un bajo interés para librarles de la usura. Todo el mundo sabía que aquella sentencia estaba bien convenida, por los litigantes parientes del finado. La anulación de tan vergonzosa sentencia corrió a cargo de la Audiencia y, más tarde, por la definitiva resolución del Supremo. Pero a Torres Requena no le pasó nada y siguió en su Juzgado, para mengua de la Justicia.

Claro es que cuando se celebró el juicio de faltas, yo no acudí, alegando que no me prestaba a la comedia, y tampoco el agresor, acusado por el miedo que le dominaba y que, como he dicho, le impedía salir a la calle.

A propósito de la conducta del juez de instrucción, voy a reportar el hecho a que antes me refería, cuyo escándalo de todos conocido motivó gran revuelo en la judicatura, por el manifiesto caso de dolo cometido por el citado funcionario.

Salamanca, provincia esencialmente agrícola y ganadera, era víctima también del latifundio, con sus funestas consecuencias producidas por el absentismo de los propietarios y por el cacicato feudal de sus administradores, de una parte, y, por otra, de la usura, ejercida con cruel libertinaje sobre los agricultores, sometidos todos a la arbitrariedad y el abuso de los prestamistas, con gran perjuicio de la producción.

Tan doloroso cuadro impresionó a un gran patricio, aristócrata, que observaba en Salamanca, donde residía con una vida retraída, aunque no inactiva o parasitaria.

Aquel prócer, el conde de Crespo Rascón, con una absoluta reserva legó su fortuna a la fundación, después de su muerte, de un banco agrícola59 que llevaría su nombre, dedicado a hacer préstamos a los pequeños labradores a un interés mínimo y llevadero, con un espíritu de humanismo ejemplar, puesto que en una de las cláusulas de la fundación se disponía que en casos determinados el préstamo se pudiese conceder sin interés alguno.

Tamaña obra social se hizo con tal secreto que de ella no se tuvo el menor conocimiento, ni de sus más íntimos, hasta que no se abrió el testamento a su muerte, con gran sorpresa de todo el mundo, sobre todo de sus parientes, más o menos allegados, que esperaban su deceso, como agua en mayo, para repartirse su jugosa herencia que creían segura.

De ello surgió un pleito que duró varios años y en el que se emplearon toda clase de argucias y habilidades judiciales por parte de los parientes, que pretendían inhabilitar al testador, pero enfrente estaba la opinión que defendía el derecho de los labradores y la libre disposición de su benefactor, figurando, en este sentido, varias entidades, entre ellas el Patronato nombrado por el fundador de la Dirección General de Beneficencia, con varias entidades agrícolas, entre ellas la Provincia, y figurando, como principal líder, mi compañero y jefe, don Agustín Bullón de la Torre, que en aquel asunto derrochó entusiasmo y tesón, vigilando y deshaciendo las mil intrigas de los parientes, provocando otros tantos fracasos de las argucias de la parte contraria.

La principal que esgrimían estos era la de retardar el proceso del pleito, que dormía en el Juzgado salamantino meses y meses, en su periodo de Primera Instancia, con la manifiesta complicidad del juez ya mencionado, pleito que contaba ya por las incidencias por miles el número de folios.

Pero un buen día, el titular del Juzgado, Sr. Torres Requena, pidió, como ya he dicho, una licencia, siendo sustituido por el juez municipal, quien el mismo día en que se hizo cargo del Juzgado dictó y firmó sentencia en dicho pleito, claro es, que a favor de los que se llamaban herederos.

El escándalo que se produjo, no es para describirlo. Lo burdo y descarado del hecho motivó la general protesta, que produjo la inmediata destitución del juez municipal y anulada la licencia concedida al de instrucción. No menos reclamaba la indignidad que suponía el que, en unas horas, un juez municipal que veía el pleito por primera vez, desconociendo, por lo tanto, para él con sus complicaciones numerosas y sus miles de folios, pudiera en tan contadísimas horas estudiarlo y dictar sentencia, para cuya sola redacción no podía justificarse tiempo material.

La coartada era clarísima hasta para el más negado, saturada de cinismo, puesto que se veía, meridianamente, que el juez propietario y venal dejó redactada la sentencia, en combinación con el municipal, para que este la firmase bajo su responsabilidad siempre, menor a la de aquel, su verdadero autor. Naturalmente que la Audiencia Territorial de Valladolid y, después, el Tribunal Supremo, fallaron a favor de la legalidad del testamento y desde entonces funciona con todos sus beneficios a [….]

[Dos hojas desaparecidas en el original]

[…]

–Las mil pesetas –le dije– están apostadas porque tengo la seguridad de ganárselas. Vamos a hacer el experimento que usted crea, más difícil, o con la condición de jugar limpio, por ambas partes; yo respondo de mi buena fe y espero que usted corresponderá en la misma forma; pero cónstele a usted que no tengo el menor interés en convencerle.

–Pues yo sí –me dijo–, y ahora mismo vamos a verlo.

Y sus dos amigos me acompañaron a los billares, que estaban en el fondo del edificio que daba a la calle paralela, mientras preparaban el experimento en el salón del café. Una vez preparados nos dieron una voz y, conducido por sus amigos, mis vigilantes, aparecí con los ojos vendados en el salón. Llamé al descreído, coloqué los dedos de su mano izquierda sobre el dorso de mi derecha, recomendándole que no hiciera la menor presión y que se limitase a pensar lo que debía hacer, dejándose llevar por mí.

Seguidamente y a toda prisa me encaminé hacia uno de los divanes del café, levantándose los que lo ocupaban y, detrás del respaldo, metí la mano y saqué una cartera que había sido colocada precisamente por el «interfecto», que se quedó pasmado, y sin decir una palabra, la abrió para darme las mil pesetas.

–Nada de eso, amigo –le respondí, retirándole la mano–. Yo le dije que tenía la seguridad de ganárselas, y yo no timo a nadie, dado que, en otra forma, yo jugaría con ventaja y ese no es juego limpio; solo me queda la satisfacción de haberle convencido. Soy un caballero que vive de su profesión y no un mago que especula con esto, que, sin serlo, puede usted apreciarlo, como una habilidad, aunque es cosa más seria de lo que puede usted creer.

Por aquella época, hubo en la Mancha una verdadera catástrofe, motivada por una inundación que arruinó y causó gran número de víctimas, especialmente en un pueblo llamado Consuegra, en la provincia de Toledo.60 Aquella desgracia conmovió a toda España, y Salamanca no había de ser menos que otras capitales en buscar los medios posibles para allegar recursos, en la suscripción nacional que abrió en favor de los damnificados, y los periodistas nos apercibimos para iniciar y organizar actos de atracción, esencialmente prácticos, para que el público contribuyese lo más posible a la suscripción que entre todos los sectores, espontáneamente, se inició, y que nuestra ciudad quedase, entre todas las de España, en una situación airosa en el patriótico y altruista movimiento tan humano, como era el que en toda España se buscaba.

No dejaba de ser un problema el de unificar criterios y reunir a los redactores de periódicos de tan opuestas ideas y de psicologías tan distintas que habían creado odios profundos, hasta en el terreno personal, cuya violencia no había desaparecido hasta el extremo de que, además de negarnos el saludo, nos lanzábamos, sin excepción, miradas patibularias.

Sin embargo, la parte liberal fue la primera que tuvo la iniciativa después de algunas reuniones, invitando a la contraria en tal forma que respondió inmediatamente a la llamada, conviniendo en reunirnos por una causa que no solo a nosotros interesaba, sino a todo el pueblo salamantino.

Convinimos día y hora para reunirnos en la redacción de un periódico de la cuerda contraria, pero antes convinimos en reuniones previas en la conducta de avenencia que habíamos de seguir, para no dar el menor motivo para que se nos tildase de intransigentes, una vez que la importancia del objetivo que perseguíamos debía alejar todo aquello que nos había dividido, como todo el mundo conocía, sin que ningún bando pudiera evitar el profundo abismo que nos separaba.

Realmente, esa preocupación era necesaria una vez que Salamanca entera, a la que habíamos ganado, miraba atenta el desarrollo de los acontecimientos, que exigían una unanimidad en la acción, una beneficiosa competencia entre ambos bandos, para llegar al éxito deseado. Sin embargo, surgió un incidente que gracias a la obligada prudencia, por parte de todos, pudo haber dado al traste con la necesaria armonía, provocado por una propuesta al iniciarse las conversaciones del canónigo don Nicolás Pereyra, director de la Semana Católica, de celebrar una misa en la Catedral en sufragio de las víctimas de la catástrofe y hacer una colecta a la salida entre los fieles, como se hace en Semana Santa por las Ánimas del Purgatorio.

Yo expuse que, según mi criterio, aquello desde el punto económico no reportaría gran resultado, suscitándose un diálogo un tanto violento entre el proponente y yo, que felizmente cortaron los compañeros a tiempo para evitar que la reunión terminase, al comenzar, como el rosario de la aurora. Se aprobó al fin la proposición del canónigo, como asimismo la mía, de organizar un espectáculo en el teatro del Liceo, con varios números de variedades y de música clásica, recabando para mí uno de los números del programa, que consideraba de gran atracción, consistente en varios experimentos de adivinación del pensamiento.

El mismo día de la función, como demostración de la curiosidad general que reinaba en toda la ciudad, me encontré con un gran amigo mío, joven como yo, Gaspar Alba, hijo del senador don Claudio, del mismo apellido y hombre mayor prestigioso, que al verme en la plaza Mayor me preguntó si era verdad lo que yo hacía, y que si se convencía, a la noche de ello, me convidaba a un almuerzo.

–Pues veslo preparando, con un buen menú –le dije–, y para ver que me lo gano, prepara una cosa, la más difícil que se te ocurra, porque lo voy a hacer contigo mismo. Y así quedamos.

Y en efecto, al poco de haberse abierto la taquilla, durante todo el día, se vendió todo el billetaje, no solamente por el humanitario objetivo que se perseguía, sino por la curiosidad que mi número había despertado, por haber corrido por toda la ciudad la noticia de mis experimentos, llamando sobre todo la atención la velocidad y la perfección con las que los realizaba, invitándose como médiums a personas de reconocida respetabilidad y a los que se presentaban como escépticos, entre ellos Gaspar Alba, elegidos con anuencia del público mismo que llenaba el teatro, ocupando los palcos las más distinguidas familias salmantinas.

Las ovaciones que se me dedicaron fueron a la terminación de cada experimento.

Excuso decir que la recaudación obtenida representó la más importante partida que figuró entre los ingresos de la suscripción, y muy superior a la de la Catedral.

No exagero al afirmar, que, al día siguiente, no hubo casa ni sitio de reunión donde no se comentaran mis experimentos de adivinación del pensamiento, que contribuyeron a ampliar mi popularidad.

Mis memorias

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