Читать книгу Mis memorias - Manuel Castillo Quijada - Страница 22
Оглавление11 MI LICENCIATURA
Me faltaba, aún, salvar el paso más difícil, más comprometido y más transcendental, cual eran los ejercicios de reválida que daban el espaldarazo definitivo a los nuevos licenciados.
Se formaron a esos efectos, por el Decanato, tres tribunales que, por disposición del mismo, habrían de examinar a los graduandos, por riguroso turno, según el orden en que presentaban sus solicitudes, disposición en la que todos confiábamos, por ser garantía de imparcialidad oficial y por aquello de que, como dice el refrán: «A quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga».
Pero, a espaldas del decano, suplantaba el poder divino el oficial de la secretaría del mismo, quien por cinco duros adscribía al interesado al tribunal que por sus componentes más le placía, salvándole del más riguroso y temido, constituido por don Nicolás Salmerón, don Marcelino Menéndez y Pelayo y por el auxiliar don Luis Montalvo, el del truco de los íberos que por una apuesta le «administré» en la clase de Historia Crítica de España.
Ese tribunal, que había suspendido al primer graduando que se presentó a examen, no me correspondía con arreglo a la orden del Decanato, por lo que, para evitar mi protesta, tuvieron el cuidado de ocultarme el tribunal que había de juzgarme, no sabiéndolo hasta el momento de insacular las bolas correspondientes a los temas de ejercicio oral, en que me en […] [Hoja desaparecida en el original].
[…] con la peor intención, la situación me obligaba a ello, y para patentizar la ignorancia de aquel pobre hombre, más peligroso en un examen que cualquier juez, bien preparado comencé diciendo que antes de empezar la representación de la comedia salía a escena uno de los cómicos que, dirigiéndose al público, hacía, para prepararle, un pequeño esbozo de la obra que se iba a representar.
–A este personaje –añadí– se le llamaba «corifeo» –tragándose la píldora el bueno de Montalvo, con signos de aprobación. Pero don Marcelino, como esperaba, me salió al paso.
–¿Cómo ha dicho que se llamaba ese personaje?
–El prólogos –respondí.
–Es que me pareció que había dicho que era el corifeo.
–Perdone si cometí ese lapsus, pero quise decir el prólogos.
Excuso decir que el auxiliar, que acababa de tragarse el paquete, ya no quiso interrogarme más.
Salí de la Sala de Grados, cansado y sudoroso, porque el caso no era para menos y me encontré con varios compañeros, recibiendo de ellos las felicitaciones y los abrazos de todos ellos que detrás de la puerta habían escuchado el examen, pues acostumbrábamos a no entrar ninguno en los exámenes de reválida, esperando todos con la mayor expectación el fallo de aquel tribunal, conceptuado como el del terror, cuando sonó el timbre, entrando Jorge a buscar la papeleta, saliendo seguidamente con ella en la mano, arremolinándose todos a su alrededor, menos yo, para leerla.
¡SOBRESALIENTE!, dijeron a una, dedicándome una ovación en la que se distinguió con excesivas alabanzas […] el oficial de la secretaría que me había escogido como víctima de su «negocio»: «Este sobresaliente debería escribirse en un cartel por su gran importancia y pasearlo tú –me decía– por toda la calle de San Bernardo».
Comprendí, reaccionando a la enorme emoción que me había producido la benévola e inesperada nota con que culminaba mi carrera, que lo que el adulador buscaba era una propina, pero mi contestación envolvió, además de mi natural modestia, algo que traslucía que me había dado cuenta de su maniobra para conmigo, claro es que sin propina, sencillamente porque aunque la hubiera querido dar no hubiera podido quien en los tres años de carrera no dispuso de un céntimo, caso único entre todos mis compañeros, ignorantes, por supuesto, de mi verdadera situación económica y social, la del pobre «Cumberland» que renunció a hacer una buena fortuna.
Con mi nota en el bolsillo retorné a casa, dominado por tantas emociones, comunicando la buena noticia a mis amigos españoles en casa de don Federico, ausente entonces y durante la cena, que recuerdo consistió en un plato de lentejas. Doña Juana me preguntó, seguramente, porque ya sabía algo:
–¿Te examinaste ya de la reválida, Manuel?
–Sí, señora, esta tarde –respondí secamente, como ya era mi costumbre, sin abandonar mi actitud poco comunicativa.
–¿Y qué nota te han dado?
–Sobresaliente, firmado por Salmerón, Menéndez Pelayo…
–Que sea enhorabuena, Manuel –me contestó sin dar mucha importancia al hecho.
–Muchas gracias –le contesté con la misma frialdad.
En cuanto cené, salí acompañado de algunos comensales a la Asociación Evangélica de Jóvenes a dar una conferencia, ya anunciada, sobre un tema literario, recibiendo allí entusiastas y cordiales parabienes de mis consocios y del resto del auditorio al terminar mi trabajo.
Aquel día fue el más impresionante de mi vida, que culminó con el brillante final de mi carrera, por la que a tanto aspiraba y a cuya consecución sometí todos mis sufrimientos y todas mis humillaciones, porque me abría las puertas a una ansiada y bien merecida liberación, aunque la terminase con una tan frugal cena, sin darse a mi victoria en la casa la menor importancia, pero sintiéndome licenciado, y haciendo honor a mi nuevo rango académico dando una conferencia para coronar tan fausto día.
Al día siguiente envié, por correo, tan buena noticia a mi buena madre y a don Tomás, que me contestaron, a vuelta de correo, indicándome este la conveniencia de emprender la carrera de Derecho, eso sí, sin pensar de dónde habían de salir los medios económicos para cursarla (seis años), que él no me ofreció nunca, porque en mi casa ignoraban la forma en que había conseguido culminar la de Letras.
Aquel verano lo pasé también en Madrid, al servicio personal de don Federico, que, como siempre, me utilizaba para todo, desde la corrección de las pruebas de Revista Cristiana y de El Amigo de la Infancia,45 hasta llevarle las maletas, o ir al correo y llevar cartas a domicilio.
Por cierto, que al iniciarse el invierno de aquel año cayó enferma la cocinera, Sabina, una asturiana cerril y muy trabajadora con viruelas negras. Todos los de la casa se pusieron a salvo, marchando a El Escorial, y dejándonos solo a otra criada, a don Federico y a mí.
Una madrugada con un frío glacial, tocó don Federico a la puerta de mi cuarto, ordenándome que me vistiera inmediatamente y saliera en busca de Sabina, que, impulsada por la calentura y aprovechando que la otra criada dormía, se había lanzado a la calle descalza, en camisa y cubierta a medias con una manta de su cama.
Don Federico y yo nos echamos a la calle en su búsqueda, con distintos rumbos; él, por la calle Mayor, y yo por la de Bailén, el Viaducto, cuesta de la Vega y plaza de Oriente. Pero ni él ni yo dimos con ella, yéndose el director a dar cuenta a la policía, lográndose saber que unos guardias habían detenido, aún de noche, a Sabina, creyendo que era una mendiga, llevándola a la Casa de Socorro y, desde allí, trasladándola a una sala de variolosos del Hospital General, adonde fue don Federico para identificarla, pues no sabían quién era, y responder por ella.
La noche de aquel día, la criada y yo bajábamos el jergón de la cama de la enferma a la calle, y sin la menor precaución, para quemar la paja de maíz de que estaba lleno, reproduciéndose el caso del ataque del cólera a don José Ríos en el colegio y no parar mientes en el peligro que yo corría, único que en la casa estaba, no dando la menor importancia a un posible contagio que me pudiera haber costado la vida. Felizmente, en uno y otro caso, salí indemne, providencialmente.