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ОглавлениеPost fata resurgo 1 Sobre el relato autobiográfico de Manuel Castillo Quijada
Nuria TABANERA GARCÍA
Universitat de València
Cada hombre es importante para el mundo, cada vida y cada muerte; el testimonio que cada uno da de sí mismo enriquece el patrimonio común de la cultura.
Georges GUSDORF (1991)
Al cumplirse dos siglos de la redacción en 1765 por Jean-Jacques Rousseau de sus Confessions, consideradas como el ejemplo inaugural de la escritura autobiográfica,2 Manuel Castillo Quijada había terminado de mecanografiar en México un largo relato a partir de sus recuerdos, destinado inicialmente a sus cuatro hijos, Agustina, Pura, Diego y Luis. Su autor, voluntariamente, trataba de evitar la difusión más allá del ámbito familiar de un texto que, por ello, se convertía en un perfecto ejemplo de la llamada literatura gris, al elaborarse sin la intención de ser publicada. Pero, como ha ocurrido con otros ejemplos de ese tipo de documentos, mucho tiempo después de su creación y sin que su publicación pueda afectar a los protagonistas, el texto titulado por Manuel Castillo como Mis Memorias sale a la luz.
Son varias las razones que han animado a los que, desde la Universitat de València, se han empeñado en difundir las palabras de Manuel Castillo, escritas muy al final de una larga vida y cuidadosamente preservadas entre los papeles de la familia Castillo, primero por Arturo García Igual, albacea de Diego Castillo, fallecido en Valencia en 1981, y desde 2010 por José María García Álvarez-Coque, tras la muerte de su padre. La primera, y más importante, surgió del deseo de los miembros del Pleno del extinto Patronat Sud-Nord, presidido por el rector Esteban Morcillo, de honrar con esta publicación la memoria del patriarca de la familia que hizo posible su creación en 1991, convirtiéndose así en la primera instancia de cooperación de la Universitat.3 A esta razón se unirán aquellas que tienen que ver con el extraordinario interés histórico que conserva un relato autobiográfico como el de Manuel Castillo, en el que se reconstruye la trayectoria vital de un hombre que presenció la evolución de España prácticamente durante un siglo, entre 1869 y 1965.
En efecto, nos encontramos ante un relato que puede definirse más ajustadamente como una autobiografía, y no como unas memorias, a pesar de su título. Mientras que en unas memorias, habitualmente, el autor presta más atención a los acontecimientos relevantes de la historia vivida, convirtiéndose en relator y no en protagonista, una autobiografía, siguiendo a Philippe Lejeune, es «un relato retrospectivo en prosa que una persona real hace de su propia existencia, poniendo énfasis en su vida individual, y, en particular en la historia de su personalidad».4 Y, como puede comprobarse, el protagonista del relato de Manuel Castillo es el propio Manuel Castillo, centrado, al final de su vida, en explicar el proceso de construcción de su personalidad y en justificar sus acciones ante sus descendientes directos. A través de un recorrido selectivo por sus recuerdos, el autor ilumina con suma profusión de detalles los hechos que protagoniza, apareciendo ante ellos como un justiciero, de honorabilidad y ética intachables, sirviéndose tanto de la ocultación u olvido de escenas que podían alejar su figura de este modelo, como de la ácida crítica a los oponentes políticos o personales.
La ejemplaridad de la personalidad que presenta de sí mismo Manuel Castillo surge de una ordenación de las experiencias, especialmente de la infancia y de la juventud, que redunda en la reconstrucción de una trayectoria de vida que debía mantener una lógica inmutable, a través del tiempo y del espacio: la búsqueda honorable de la independencia personal, de la libertad de acción y de la justicia. Y en esa lógica se integraba a la perfección el ideal que marcó su vida, el republicanismo.
Cuando nuestro protagonista formaba su carácter, en la segunda mitad del siglo XIX, el republicanismo español aparecía, según Ángel Duarte, como un horizonte de esperanza, alrededor del cual se delineaba un espacio de posibilidades enmarcado en la ilusión de un futuro de redención. Ese horizonte de esperanza surgía de la acción de muchos que, dando forma a una cultura política derrotada tras el fracaso de la Primera República en 1874, completaron un «aprendizaje de la libertad»5 que los animaba a proponer una alternativa más igualitaria, más justa y más virtuosa a la opresión política y social que muchos padecerían, antes y después de la primera experiencia republicana.
Para un sinnúmero de republicanos comprometidos con el proceso en el que se completaba ese «aprendizaje de la libertad» fue determinante la reacción a la experiencia personal de humillaciones y vejaciones sociales, ejercidas desde las muy diversas esferas de represión y control propios de una sociedad, como la española de aquel siglo XIX, profundamente marcada por los convencionalismos, las divisiones de clases y el elevado grado de influencia de la Iglesia católica. Manuel Castillo, por lo que nos cuenta en su relato, respondía perfectamente a este modelo de republicano forjado frente a la adversidad y en constante resistencia ante la injusticia.
Nieto de un veterinario rural salmantino, nuestro protagonista nació en Madrid hijo de madre soltera. Aunque los contactos familiares con el cacique local de Aldeadávila de la Ribera, masón y liberal, encaminaron a Agustina Castillo Quijada a encontrar trabajo en la capital en la casa de un general liberal, los primeros y muy felices recuerdos de Manuel Castillo tienen como escenario el Madrid popular del barrio del Rastro, en la misma calle donde hubo un Centro Republicano y un Centro de Instrucción de Obreros de relevante actividad. Pero la felicidad de la vida familiar terminó abruptamente para Manuel Castillo con apenas 6 años, cuando en junio de 1876 comenzara su vida en el internado del Colegio Protestante «La Esperanza».
La modernidad y exigencia de los métodos de enseñanza de esta peculiar institución dieron a Manuel Castillo una sólida base sobre la que obtener, no sin esfuerzo, el bachiller y la licenciatura de Filosofía y Letras en la Universidad Central de Madrid, ya en 1887. Sin embargo, el dolor por la ausencia de su madre y la superación de duras pruebas en el internado, vividas como grandes injusticias por Manuel Castillo, contribuirían a forjar su carácter. Su personalidad, marcada por la experiencia de las privaciones materiales, de la soledad y del extrañamiento, vendría definida desde esa juventud por el distanciamiento de la religión y el anticlericalismo, por la determinación en lograr primero la libertad individual, añorada durante once años de triste internado, y, después, el reconocimiento personal y profesional. La añoranza de la presencia materna y de un ambiente familiar ordenado, que le hubieran ayudado a sobrellevar en su infancia y adolescencia las duras pruebas de la vida, está presente a lo largo del relato. Ese énfasis puesto en la importancia de la familia añorada puede contribuir a entender el estricto control que siempre ejerció Manuel Castillo sobre la familia que formó con María Iglesias desde 1892. Ninguno de sus hijos tuvo su propia familia, manteniéndose en la unidad patriarcal hasta el final de sus días. Quizás por ese empeño de Manuel Castillo de proteger a su familia de cualquier contrariedad, encontramos entre sus recuerdos más destacados algunos que le sitúan a él como protagonista victorioso en alguna lucha particular en defensa de sus hijos.
No obstante, el que el relato fuera escrito para ellos explica que algunos de los episodios, que respondían a este esquema y que eran más próximos al tiempo de su redacción, no quedaran reseñados, como aquellos cuando los contactos de Manuel Castillo con masones franceses y con responsables republicanos del auxilio a los refugiados fueron eficaces, primero, para que su hijo Luis pudiera liberarse del campo de internamiento de Saint-Cyprien, de donde salió antes del mes de mayo de 1939 para instalarse con su familia en Toulouse, y más tarde, en 1942, para que su hijo Diego se librara de su detención en el cuartel B (para presos políticos) del campo de Vernet d’Ariège para poder embarcarse a México.6
Toda la familia Castillo, como relata nuestro autor, se enfrentó al drama del exilio desde 1939 por definirse como republicana y haber defendido la legitimidad de la Segunda República española durante la guerra, de muy diversa manera cada uno de ellos, incluso con la participación en el ejército de los dos hijos varones. El republicanismo de Manuel Castillo, como el de tantos otros identificados con esta cultura política desde finales del siglo XIX, se expresaba como una fe con profundas conexiones en el ámbito familiar, como espacio necesario para mantener la continuidad del compromiso adquirido con el proyecto republicano, definido como emancipador, interclasista, laicista, de fuerte patriotismo cosmopolita y preocupado por la cuestión social, por la libertad individual y por la promoción de la virtud cívica de progreso.
A través del relato de Manuel Castillo comprobamos, de primera mano, cómo arraigaba y se fortalecía la cultura política republicana en un joven madrileño de pocos recursos y, en muchos aspectos, marginal a la norma social establecida (por ser hijo natural, o por su educación protestante, por ejemplo), a través de su presencia en diversos espacios de sociabilidad, más o menos alternativos, en donde se adquiría y confirmaba la fe republicana y se fortalecía el sentimiento de pertenencia.7 La familia, como primer círculo de formación y adoctrinamiento, la escuela y la universidad, el periódico, las tertulias o los banquetes, aparecen en las memorias de Manuel Castillo con gran viveza cumpliendo esa función de socialización e identificación republicana. En menor medida se perfilan entre sus recuerdos los círculos políticos o la logia masónica, a pesar de que su ingreso en la masonería en Valencia el año 1926 le dio acceso a uno de los ámbitos tradicionales del «aprendizaje de la libertad» entre los republicanos, que fue compartido también con sus hijos, y que resultó extraordinariamente útil para superar las penurias de la guerra durante su estancia en Barcelona y, especialmente, durante su exilio francés.8
No obstante, la selección de recuerdos que realiza Manuel Castillo, entre los que hemos encontrado los más determinantes para comprender su compromiso republicano y anticlerical, también nos ayuda a responder a las preguntas esenciales que se hace todo autor ante la redacción de su autobiografía: ¿quién soy?, ¿qué he hecho en la vida?9
En primer lugar, fue un hombre de su tiempo, con las contradicciones propias de su condición, cuyo firme carácter y sus creencias regeneracionistas le llevaban a condenar insistentemente el caciquismo y el clientelismo, tanto en Salamanca y Cáceres, como en Valencia, aunque se sirvió cuanto pudo de sus amigos políticos cuando fue necesario. Un republicano centrista, poco dado todavía a comprender la naturaleza y la fortaleza de los nacionalismos alternativos al español, como el que ya se manifestaba en Valencia en las primeras décadas del siglo XX, y muy apegado tanto al modelo burgués de familia, que se proyecta desde los años centrales del siglo XIX, como al ideal de domesticidad liberal, caracterizado por el dominio masculino, el amor como cimiento del matrimonio, la expresión de la mujermadre moralizadora de las costumbres, la concepción de lo privado como espacio de sentimientos reparadores y la identificación de la familia con el espacio básico de construcción de las identidades de género.10
Junto a todo ello, y muy especialmente, Manuel Castillo se presenta como un hombre comprometido con sus principios republicanos, hasta el punto de emprender el exilio con 70 años, e innovador en sus empresas profesionales, ya como bibliotecario, ya como periodista. Así, desde su primer destino en la Biblioteca Universitaria y Provincial de Salamanca, se convirtió en el introductor en España de la clasificación bibliográfica decimal, al publicar en 1897 su primera traducción del francés, y descubrió una nueva copia del manuscrito de D. Álvaro de Luna Libro de las claras e virtuosas mugeres, que transcribió y publicó en edición crítica en 1908. Paralelamente, iniciaba una larga carrera periodística, ligada primero al periódico dirigido por Enrique Soms y Castelín, La Libertad, rebautizado desde 1872 como La Democracia, órganos de expresión del reducido, pero activo, grupo de intelectuales liberal-krausistas salmantinos, en los que se encargó de la columna crítica «Plumazos y Borrones».
Tras su traslado a Cáceres en 1897, la vocación periodística se mantendría viva, fundando El Noticiero, primer diario publicado en Cáceres, y dirigiéndolo desde abril de 1903 hasta que dejara Extremadura para instalarse en Valencia en 1919. En este diario, que se presentaba como «independiente de toda política de partido y dedicado exclusivamente a la información, en el más amplio sentido de la palabra»,11 Manuel Castillo trasladó su talante liberal, inclinándose, por ejemplo, por los aliados durante la Primera Guerra Mundial o criticando las posiciones intransigentes de la Iglesia católica. También su participación en la fundación de la Revista de Extremadura en 1899, junto al historiador mallorquín Gabriel Llabrés y a su primer director, Publio Hurtado, entre otros intelectuales cacereños, fue interpretada por Manuel Castillo como una valiosa contribución al «despertar de un pueblo, como el de Cáceres, yacido, secularmente, en la abulia y la ignorancia y el abandono, entregado a una vida sedentaria y monótona».
La creencia en que la información formaba parte de la educación del pueblo le mantuvo activo como periodista con posterioridad a estas experiencias, tanto en Valencia, donde participó en La Voz Valenciana, un periódico católico que tras cambiar de manos se convertiría por un tiempo en el vocero liberal de Santiago Alba, y en El Mercantil Valenciano, principal diario republicano de la capital, como durante su exilio, donde siguió colaborando en órganos republicanos, siendo reconocida su labor en marzo de 1955 con su nombramiento como presidente honorario de la Agrupación de Periodistas y Escritores Españoles en México.12
Su labor periodística se combinó perfectamente con su vocación docente, a la que siempre asignó un papel preponderante, como correspondía a su ideal republicano, comprometiéndose, por ejemplo, en la extensión de las modernas escuelas graduadas frente a los sectores docentes decimonónicos más conservadores. Como recuerda en su relato, si algo puede definir su existencia fue su estrecha relación con la enseñanza, a la que dedicó como profesor de secundaria más de cuarenta años de su vida. En consonancia con su visión social de la enseñanza, la capacitación y la instrucción del pueblo por la élite ilustrada aparecía como una necesidad para lograr un progreso social armónico y democrático, que debía complementarse con un trabajo filantrópico, como al que Manuel Castillo también se dedicó durante toda su vida. Así, al tiempo que desarrollaba su labor como profesor y director del Instituto General y Técnico de Cáceres, se empeñó en mantener una cantina escolar que alimentaba a los niños pobres de las escuelas públicas de la ciudad, tarea que fue reconocida con la concesión de la Gran Cruz de Beneficencia con distintivo blanco. Su implicación en la tarea de mejorar la situación de los niños y obreros sin recursos le llevaría también a ser secretario en la Ponencia Regional Extremeña, creada en enero de 1918, para la preparación y consulta previa a la aprobación de la Ley de Retiro Obrero Obligatorio de 1919.13 En Valencia, a donde se trasladó ese año como profesor de francés del instituto, mantuvo también una gran actividad en defensa de los más desfavorecidos, como miembro de la Junta Provincial de Protección de la Infancia y del Patronato de la Asociación Valenciana de la Caridad.
Si la proclamación de la Segunda República significó inicialmente el cumplimiento de los ideales arraigados en Manuel Castillo desde su juventud, también supuso para él la posibilidad de aumentar su presencia pública, al ser nombrado consejero perpetuo de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Valencia y vicepresidente del Centro de Cultura Valenciana. No obstante, la guerra y la radicalización que se extendió durante los primeros meses de la resistencia popular republicana desencantaron profundamente a un republicano centrista como él, opuesto como «republicano honrado y persona decente» a la violencia desatada aquellos duros días. La fractura personal que pudo suponer la trágica derrota de la segunda experiencia republicana que vivió Manuel Castillo no puso fin a su compromiso político, mantenido en su exilio mexicano, frente a la desilusión respecto al futuro de una España republicana que mostraron sus hijos.14
En México, Manuel Castillo fue vocal de Unión Republicana, agregado cultural de la Embajada Española en México, miembro de la Asociación de Periodistas y Escritores españoles en México, vicepresidente del Ateneo Español y presidente honorario de la Casa Regional Valenciana. En reconocimiento a su larga labor, sería condecorado con la Orden de Liberación por el presidente del gobierno republicano en el exilio Félix Gordón Ordás, en julio de 1955. Hasta entonces, Manuel Castillo mantuvo una intensa actividad, que afectaba a su precaria salud, y que llevaba a sus más próximos a aconsejarle que «se despreocupase de todas las cuestiones políticas y masónicas de un modo activo y que inicie una vida tranquila y reposada».15 Tras recuperarse de un infarto, encontraría en la redacción de su relato autobiográfico una forma de recuperar el mando de su propia existencia, no para confesarse, sino para mantener más allá de ella misma la pretendida ejemplaridad de su vida.
Su plácida muerte el 26 de enero de 1965 pondría fin a una vida intensa, aunque no a su huella en la sociedad española. Como indica al final de su autobiografía, Manuel Castillo dispuso que el fruto del trabajo de toda la familia, en el caso de no quedar descendientes, se revirtiera en España, en beneficio de los jóvenes sin recursos, a través de «una obra social de cultura» que perpetuara el nombre de los miembros de la familia Castillo. Merced al testamento del último de ellos, Diego, se preservó la esencia del deseo de su padre, asignando tanto a la Universidad de Extremadura como a la de Valencia un 25 % de la herencia, para dotar «premios, becas, investigación y finalidades similares [...] dando al premio, beca, etc., el nombre de Manuel Castillo, padre del testador, en cuya memoria y para honrarle establece los legados».16
La Universitat de València ha seguido honrando la memoria de Manuel Castillo con la convocatoria de unas becas de investigación con su nombre, destinadas a estudiantes de la Universitat de València que presentaran proyectos de investigación relacionados con la solidaridad y la cooperación. Desde 2003 esa recuperación de su memoria se trasladaría a la convocatoria de un premio que, a partir de 2009, adquirió carácter nacional y se orientó al reconocimiento de trabajos sobre la paz y la divulgación de la cooperación para el desarrollo humano.
¿Qué debe quedar, pues, de Manuel Castillo en la España democrática del siglo XXI? No solo el premio que lleva su nombre y no solo su relato autobiográfico, gracias al que podemos acercarnos a detalles e interioridades de algunos acontecimientos, más o menos, relevantes de la historia de la España entre 1869 y 1965. Debe primar, entre todo ello, la fuerza de su fe inquebrantable en la posibilidad de una España libre de dictaduras. Desde esa confianza nunca perdida se desvelará mejor la relevancia de la huella dejada por una generación, la que murió en el exilio, que no pudo visualizar sus horizontes de libertad entre los escenarios familiares de su patria y que ahora puede ser recuperada, también a través de sus propias palabras, para que su experiencia y su trayectoria sea percibida como propia por las nuevas generaciones.