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Оглавление14 EN SALAMANCA
En toda la noche no pude pegar ojo, resistiendo a las dos de la madrugada la espera desesperante en Medina del Campo, hasta la salida del tren a Salamanca, a cuya estación llegamos a las cinco, conduciéndome un mozo de hotel al Parador de los Toros, situado en la preciosa plaza Mayor, donde, tradicionalmente, se hospedan los toreros cuando venían a actuar en sus célebres corridas de feria, como Mazantini, el Guerra, Lagartijo, Frascuelo, Reverte, los Bombitas, etc.
Todos ellos se hospedaban en el histórico parador y a su puerta se agolpaban los curiosos, para verlos salir y tomar sus coches ataviados con sus espléndidos trajes de luces.
Me llevaron a una habitación, sin lujo, pero muy limpia. Me aseé un poco y me metí en la cama, descansando un poco y haciendo tiempo hasta la hora en que la biblioteca se abriera.
Me encaminé hacia la histórica universidad, subiendo la amplia y artística escalera que sube al segundo piso, donde está instalada la biblioteca. El porteromozo, Isaac, me recibió muy amable y respetuosamente, pasándome al despacho del jefe, que aún no había llegado, pero que no tardó mucho en hacerlo.
Enterado de quién era don Agustín Bullón,48 quien, además de regir la biblioteca, era una de las más destacadas figuras en la política provincial, me dio la bienvenida con ese franco cariño castellano, llamándome «compañero», interesándose por mi hospedaje y ofreciéndose para cuanto necesitase, incluso dinero, enseñándome las dependencias y salones de la biblioteca, célebre por su riqueza bibliográfica, de la vetusta universidad, señalándome mi mesa de trabajo, empezando seguidamente a prestar mis servicios como si llevase en ella largo tiempo, de tal forma que, a los pocos días, don Agustín descansaba sobre mí en el régimen del salón de lectura, por el que desfilaron gran número de catedráticos para conocer al nuevo bibliotecario, un muchacho muy joven, cuyo semblante rebosaba de entusiasmo, por hacer honor a su cargo, al tribunal que le había propuesto y al cuerpo facultativo del que ya formaba parte.
Mi trato con aquellos venerables profesores, encanecidos en el estudio de sus respectivas disciplinas para la enseñanza a sus alumnos, me inició en un mundo nuevo, un ambiente de vida exenta de los diarios vejámenes a los que estaba acostumbrado, lo mismo que de glaciales e injustas indiferencias, sino, por el contrario, con ofrecimientos y consideraciones sinceros, por personas de verdadera solvencia moral, empezando por e1 rector, don Mamés Esperabé,49 completados, además, por el cariñoso respeto que me mostró el cuerpo de bedeles y mozos, encabezados por el popular conserje Domingo Pascual.
Entonces me propuse estudiar por enseñanza libre la carrera de Derecho, principalmente para satisfacer los deseos reiterados de mi madre y de don Tomás, pero surgió un hecho en la apacible vida universitaria cuyas derivaciones dieron al traste con mis nuevos y nobles propósitos.
Yo había entablado amistad con la personalidad de mayor relieve entre el profesorado universitario, el vicerrector de la Universidad, a quien tanto le debía, don Mariano Arés y Sanz,50 no solo por las simpatías que atraían mi juventud y la cumplida correspondencia a mi responsabilidad profesional que, en el servicio al público, cumplía con una seriedad impropia de mis pocos años, pero, al mismo tiempo, con una afabilidad y el mejor deseo de servir y complacer a los lectores, que, al marcharse del salón, demostraban siempre su satisfacción y contento, porque realmente en mí no veían al mecánico alcanza-libros, sino a un bibliotecario que los daba orientaciones bibliográficas sobre las materias de sus estudios, facilitándoles obras por ellos desconocidas con que la biblioteca contaba, a pesar de estar tan abandonada económicamente, sin que dejase de ser una de las más importantes de España.
La coincidencia de ideas entre don Mariano y yo, pues era un republicano modelo, del Partido Centralista que dirigía nuestro inolvidable maestro y amigo de ambos don Nicolás Salmerón, había estrechado nuestra amistad, rebosante de mi respeto y admiración a su persona, mucho mayor desde que supe que había dedicado muchos años en revolver archivos para crear una nueva y próspera vida económica, descubriendo numerosas fundaciones en favor de la Universidad salamantina, hundidas en el olvido, y merced a cuyas afanosas investigaciones y al reconocimiento de esos derechos, por parte de la Dirección General de la Deuda Pública, surgieron más de trescientas becas para estudiantes de la clase humilde, de entre los cuales han salido hombres tan eminentes como Pedro Dorado Montero, hijo del guardador de los cerdos de su pueblo.
Pero don Mariano cayó enfermo, figurando yo entre los asiduos a verle y a acompañarle, satisfacción reducida a los íntimos amigos que supimos, con gran dolor, que el enfermo iba perdiendo fuerzas y que se acercaba a un fin fatal.
Hombre serio y consecuente con su ideología, gozaba de gran predicamento en toda Salamanca, que, aunque levítica por tradición, y a pesar de estar manejada por los jesuitas y dominicos, le rendía gran respeto y simpatía, pero sabíamos que en el Obispado se llevaba al minuto el curso de su enfermedad y se urdía, con toda solicitud y tacto, la manera de lograr de él un arrepentimiento de sus ideas racionalistas, aunque fuera ficticio, buscando su logro, que constituiría un éxito cotizable de la Iglesia, por presión en la familia. El caso era evitar que se verificase el primer entierro civil que, con escándalo de las beatas, se sabía había de ser muy concurrido, por lo que significaba la personalidad del ilustre maestro. Y un día, casi un mes antes de su fallecimiento, nos encontramos hospedado en su casa a un cura forastero, al que don Mariano tuteaba y trataba con el mayor cariño y fraterna familiaridad. Era de su propio pueblo y se habían criado juntos, yendo a la escuela al mismo tiempo, y que, según decía, había venido desde su curato, que no pertenecía ni mucho menos a la diócesis de Salamanca, a pasar unos días con él y acompañarle, recordando sus tiempos juveniles, pero que, en verdad, pudimos apreciar que fue buscado, como elemento valioso, para el logro del objetivo que se perseguía. Y, en verdad, el fracaso se hizo notar enseguida, porque a las primeras de cambio quiso iniciar su verdadera misión aprovechando la intimidad y la confianza de que se gozaba en aquella familia. Don Mariano, con aquella firmeza con que acompañaba a sus palabras, le paró los pies, como vulgarmente se dice, en esta forma:
Mira, siempre nos hemos querido como hermanos y tú no sabes la alegría que me has proporcionado al venir a verme y tenerte en mi casa; pero, en nombre de ese cariño y del respeto que merezco, y el que se debe, también, a mi casa, te ruego no me vuelvas a hablar, a menor palabra, en ese sentido, porque además de la inutilidad de tu intento, jamás te lo consentiré.
El pobre cura, impresionado por tan rotunda respuesta, acompañada de actitud tan resuelta, dio de ello cuenta a sus superiores, pero como había venido a las órdenes del Obispado, resolvió este que continuara en la casa del enfermo hasta el final, para aprovechar la menor ocasión de consumar la farsa deseada. Y, en verdad, que lo hubieran logrado de no estar sus íntimos alrededor de su lecho cuando se inició su agonía. Entre nosotros apareció como empujado violentamente el cura huésped, que estaba en otra habitación acompañando a la viuda, con algunas de sus amigas y, abriéndose paso, se colocó a la cabecera del enfermo, diciéndole, a grandes voces: «Mariano, ¡mírame!», y don Mariano, ya moribundo, abrió los ojos por última vez, lanzando sobre su amigo una mirada de reconvención mezclada con desprecio, cerrándolos, para siempre.
Al convencernos todos de que nuestro gran amigo estaba ya muerto, el cura le rezó la absolución in extremis que nadie le había solicitado, que adolecía de la condición previa que no se había cumplido, diciendo: «Si bene contritus es, ego te absolvo», y acto se guido, salió del salón, dirigiéndose a Palacio, como un cohete, para llevar la noticia de lo sucedido.
Todos los amigos abandonaron la alcoba, cumpliendo su último deber, para acompañar a la viuda en tales momentos, y únicamente quedamos al lado del muerto la criada, Eleuterio Población, antiguo becario y paisano de don Mariano y del cura, y yo, amortajando seguidamente el cadáver, que fue colocado sobre la alfombra de su despacho, convertido en capilla ardiente, incorporándonos a los íntimos que allí estaban, cuando, inopinadamente, próximamente a la una de la madrugada, aparecieron dos conocidos canónigos de la camarilla del obispo, que llamando a don José Onís y López, mi compañero, archivero de la Universidad, tenido, como el más íntimo amigo del finado, retirándose con él a un rincón del salón y sosteniendo una conversación, en voz baja, que subió un poco de tono por parte de don José, al decirles: «Señores, yo soy católico pero no hasta el extremo de faltar a la verdad, ante el cadáver de mi amigo. Yo no me presto, ni me prestaré jamás, a una comedia»; añadiendo: «Comedias, no».
Mis dieciocho años no pudieron contener un «¡Muy bien!», y si no, aquí estamos todos, testigos presenciales, indiscutibles.
Marcharonse los canónigos, e, inmediatamente, las redacciones de toda la prensa reaccionaria se pusieron en vertiginoso movimiento para cometer la mayor iniquidad, iniciando una campaña, la más violenta, contra el ilustre muerto, que había consagrado toda su vida a hacer el bien con su obra constructiva, aplicándole toda clase de insultos, aunque la mayor parte de sus injuriadores debían favores a su indefensa víctima, y a quien, servilmente, siempre habían adulado, hasta la víspera de su muerte. Los más furibundos figuraban entre los estudiantes becarios, como Jesús Sánchez y Sánchez, y José García Revillo,51 que así iniciaban su sistema ventajista, para lograr, más adelante, ser figuras políticas en la provincia.
¿He dicho indefensa víctima? Nada de eso. Don Mariano, tanto dentro del Claustro universitario como fuera de él, contaba con defensores decididos a sostener la verdad de los hechos, en aras además de su ilustre amigo. La virulenta campaña clerical caracterizada, como es natural, por su procacidad y grosería, que hacen olvidar hasta las más elementales y humanas máximas del cristianismo, no logró más que dos cosas: la enorme manifestación de duelo en el entierro, que acompañó al cadáver hasta el cementerio, pues pasaríamos de trece mil los que figurábamos en el cortejo, teniendo en cuenta que, entonces, la población de Salamanca no pasaba de veintidós mil habitantes, y, como secuela, una profunda disidencia en el Claustro de la Universidad, que no hubo medio para borrar durante muchos años.
Yo llevé en aquella manifestación de duelo una de las cintas pendientes del féretro, representando a la Juventud Republicana, hablando también al lado de la sepultura, después de los amigos de don Mariano, manifestando que aquel acto suponía, para mí, la profunda impresión de un alto ejemplo de consecuencia ideológica, que no había de olvidar durante toda mi vida.
La ruda campaña suscitada se desbordó, derivando contra los catedráticos, compañeros y amigos del difunto que compartían ideas liberales, que poniéndose al lado de su causa no dudaron en hacer honor a sus sentimientos de compañerismo y a su profesión.52 Al lado de estos estaba yo, que, aunque no era catedrático, algo representaba en la Universidad, como ocurría con Onís.
Unos cuantos de estos catedráticos contestaban correctamente en El Adelanto, único diario que nos prestó hospitalidad al principio, a las agresiones que, a diario, se les dirigían por la prensa reaccionaria, que no nos perdonaba lo ocurrido, contestaciones que, por su contundencia y serenidad, producían la mejor impresión en la ciudad, de lo que se percataron en el Obispado, que coaccionó a la empresa del periódico bajo amenaza de excomunión para que el director, que estaba en Madrid, se reintegrara a su cargo y nos cerrara la puerta de sus columnas.
Ello motivó consecuencias funestas para el clericalismo irritado, dominador hasta entonces de toda la vida salmantina, porque, a los pocos días, un diario muy bien editado con el título de La Libertad salió a la palestra, para hacer frente a nuestros intransigentes enemigos, y que, haciendo honor a su título, contestaba libremente no dejando títere con cabeza, arremetiendo con ingeniosas y celebradas censuras, desde el obispo P. Cámara hasta el último acólito, y desde el Boletín Eclesiástico hasta la más ínfima hoja parroquial. Al publicar, a la cabeza del periódico, la lista de los que componíamos la redacción, toda la prensa madrileña y la más destacada de provincias nos felicitó, en artículos encomiásticos, porque todos los redactores eran catedráticos, menos Onís y yo, el benjamín de aquella, y por lo tanto el más desconocido en el periodismo… por poco tiempo.
Dirigía el periódico el Dr. don Enrique Soms y Castelín,53 catedrático de Lengua y Literatura Griegas, la más alta autoridad en España en lenguas clásicas y orientales, figurando en la redacción hombres como el Dr. don Jerónimo Vida, catedrático de Derecho Penal y uno de los periodistas más conocidos y consagrados de la prensa madrileña, siempre en periódicos republicanos, en quien Ruiz Zorrilla tenía su más omnímoda confianza, Pedro García Dorado Montero, que acababa de ganar la cátedra de Derecho Penal de Granada, que luego permutó con Vida, por ser granadino de nacimiento, el Dr. don Lorenzo de Benito Endara, catedrático de Derecho Mercantil, el licenciado don José María de Onís y López, archivero de la Universidad, y yo, como he dicho, también licenciado y bibliotecario de la Universidad, pero que no portaba otro lastre que el de mi entusiasmo republicano y mi fuerza de voluntad, sostenidos con mis diecinueve años. Luego se adhirió Unamuno, cuya llegada a Salamanca coincidió, casi, con los acontecimientos que acabo de relatar, y que, en la división profunda provocada en el Claustro de la Universidad, no dudó en alistarse en nuestras filas.54
Cada día en que, a primera hora de la tarde, nos reuníamos en la redacción, leía su artículo de fondo para el día siguiente el redactor de turno, que se sancionaba con risas y aplausos, sobre todo cuando el veterano periodista Jerónimo Vida leía el suyo, lleno de gracia andaluza. A mí me encomendaron la sección titulada «Plumazos y borrones», en la que, algunas veces, colaboraba Onís, de verdadera y encarnizada lucha diaria contra los lebreles y gozquecillos clericales que dominaban la prensa capitalina. Mi columna llegó a ser tan popular que mucha gente esperaba la salida del periódico para saborear mis lanzadas contra los diarios y personajes agresores que figuraban en el campo de enfrente, como los catedráticos de la Facultad de Derecho, los señores don Enrique Gil Robles, padre del «jefazo» de la CEDA, don Nicasio Sánchez, pariente lejano mío, a quien mi abuelo protegió familiarmente, y el decano de Filosofía y Letras, don Santiago Sebastián Martínez, hombres todos de la más intransigente derechista.
Mis «Plumazos», de los que Unamuno era gran entusiasta, sobre todo cuando dirigiéndome al obispo argumentaba mis razonamientos con oportunísimos textos bíblicos, llevaban, como principal táctica, la de dividir al enemigo, o mejor, ahondar la división enconada y salvaje que, a la sazón, invadía el partido católico español, el de los interistas, respaldados por la Compañía de Jesús y dirigidos por el batallador diputado don Ramón Nocedal,55 representante de la más cínica intransigencia ultramontana, cuyo órgano en Madrid era El siglo futuro, y el de los llamados «Mestizos» o de La Unión Católica, cuyos supremos jefes eran los Pidales, tan fanáticos como sus correligionarios, enemigos, pero un poco más transigentes con los políticos de la situación, puesto que figuraban en la extrema derecha del Partido Conservador, cuyo órgano era la Unión Católica.56 Ambos órganos, que se disputaban ser la verdadera Tía Javiera del catolicismo, se emulaban en la defensa del dogma en todas sus facetas, disputándose el derecho de expedir patentes de catolicidad y recabar la dirección de los fieles, estando en continua greña en la diaria lucha, en la que la violencia hacía olvidar no solo la humildad y fraternidad cristiana, sino que también, con su especial léxico tomado del de pescadoras y verduleras, dejaba a un lado las consideraciones de un periódico debidas a sus lectores y en las que ellos, más que otros, debían dar el ejemplo.
Como he dicho antes, estos periódicos, con manifiesta insensatez, ahondaban, cada día más, la división entre los católicos españoles, con gran escándalo de las personas sensatas y, sobre todo, en su alto clero, puesto que figuraban en ambos bandos obispos, arzobispos, canónigos y párrocos en propiedad, como, entre otros, los obispos de Barcelona y Plasencia, integristas acérrimos, a quienes el propio Vaticano hubo de sujetar por reclamación diplomática del Gobierno, y otros, como el de Salamanca, gran figura entre los «mestizos».
En Salamanca, la división era más enconada porque los integristas, movidos por los jesuitas, que tenían a su cargo el Seminario Conciliar, del que se surtían todos los curatos de la diócesis, y que tenían su periódico de verdadera batalla, dirigido por Manuel Sánchez Asensio, traído a esos efectos de la redacción de El siglo futuro y que contaba, además, con la anónima cooperación de dicha compañía, titulado La Región, con vida económica segura y desahogada, garantizada por dos de las familias charras más ricas y fanáticas: la del millonario [Manuel] Sánchez Tabernero, marqués de Llen, que terminó profesando como lego en la Compañía de Jesús, y su mujer, como monja en un convento, con la autorización que debió de ser muy bien remunerada del Vaticano, a juzgar por lo que ambos hechos significaban, estando casados, cuando el papa se sirvió regalarle un solideo bendecido, exprofeso para él, para el día de su consagración, y la familia de [José María] Lamamié de Clairac, cuya ruina puede, como causas, dividirse entre los toros de su ganadería y su ineptitud y sus espléndidos y fáciles desprendimientos, cuando la «santa causa» los demandaba.
El obispo hubo de instalar una imprenta muy bien dotada en el edificio del antiguo Colegio de Calatrava y fundar un periódico con el título de El Lábaro,57 más tarde cambiado por el de El Criterio, que desplegó su bandera en defensa del diocesano y de su corifeo, contra los lancetazos que le lanzaban, todos los días desde La Región, sus intransigentes enemigos de la Compañía de Jesús.
Mis «Plumazos y borrones» cultivaron esa lucha enconada entre ambos bandos, aprovechando las mal embozadas censuras dirigidas contra el prelado, al comentar sus actos y escritos en las cartas pastorales, y nuestro periódico los aludía con todo desenfado y franqueza, lo que se dice «a las claras», excitando al integrista a que las rectificase, si era capaz, contestando a La Región con el silencio que, en aquellos casos, era una aprobación de lo que decíamos al interpretar sus censuras, lo que motivaba el natural baculazo episcopal, que remataba en la suspensión del mencionado periódico católico, a la que «humildemente» había de someterse, pero continuando la publicación, apareciendo con otro título, sosteniendo la misma irreverente campaña, repitiéndose esta escena por siete veces, que luego contestaba Asensio diciendo que le había suspendido tres toros con un sobrero. En una de las últimas cartas pastorales dio el golpe de gracia a las sangrientas burlas del periodismo integrista local, publicando en el Boletín Eclesiástico la condenación, no solo al periódico, sino a cuanto escribieran don Enrique Gil y Robles y don Manuel Sánchez Asensio, aun sin firmarlo, por creerlo perjudicial para las almas católicas.
Y esa fue la victoria de La Libertad, que después hubo de cambiar tan noble título por el de La Democracia, cuando pusimos imprenta propia, lo que siempre consideré como un error, aunque mi parecer no tuvo éxito, por aquello de que era tan joven, aunque después los hechos me dieron la razón.
Claro es que en aquella lucha fui objeto de toda clase de persecuciones, como fueron las dos o tres veces que el obispo salamantino, P. Cámara, fue a Madrid siendo senador por la archidiócesis, y haciendo uso de su representación parlamentaria, a pedir a Cánovas mi traslado a otra biblioteca fuera de su diócesis, pretensión que nunca fue atendida, porque teniendo yo mi cargo en propiedad me hacía inmune al menor correctivo, como no fuera por faltas en el servicio y eso mediante expediente que tenía que fallar el Ministerio. La tercera vez que el prelado gestionó este cobarde sistema, se le preguntó si mi conducta pública o privada me hiciera incompatible con mi cargo, como hombre inmoral tuvo que contestar que en ese terreno tenía que reconocer tanto mi honradez como mi buena conducta, pero que ya no podía soportar mi diaria labor periodística, que, a la par que molesta, le producía, entre infieles de su diócesis, graves trastornos.
Como digo, la tercera vez que regresó de Madrid defraudado en sus pretensiones, llamó al jefe de la Biblioteca, don Agustín, a la Secretaría de Cámara, cuyo titular le manifestó que, siendo ya insoportable mi conducta periodística, era imprescindible mi traslado, a lo que, a petición del prelado, estaba dispuesto el Ministerio si la Jefatura de la Biblioteca se decidía a formular una simple denuncia que, sin afectar a mi honorabilidad, pudiera dar margen a esa sanción, aun mejorando de población, como, por ejemplo, Barcelona; por ejemplo, debido a un pequeño retraso en llegar a la oficina a ejercer mi cargo o cosa parecida: «Solo con eso será seguramente trasladado a Barcelona o a Madrid, porque sabemos que es un gran muchacho, aunque nos resulta peligroso por sus escritos».
Entre paréntesis, he de advertir que sin conocer la iniciativa, aunque me la suponía, hacía tiempo que se me había ofrecido desde Barcelona ese traslado, con verdadero interés, que me hizo vacilar, pero que renuncié ante el infundado temor a que, si me marchaba, pudiera olvidar a la que era vuestra madre, entonces mi novia.
Mi jefe resistió escuchar aquella proposición indigna del secretario de Cámara, un corpulento canónigo que se llamaba Repila, y soltando como preludio una significativa carcajada, le dijo:
¿A usted le parece digno y justo el que yo denuncie a un compañero que, impecablemente, cumple con su deber, con toda puntualidad y competencia, que se haya retrasado cinco minutos, cuando ni es verdad, y cuando soy, o el que a diario voy tarde a la biblioteca y, a veces, no voy, por la confianza toda que en él deposito, sabiendo que el servicio se cubre perfectamente? Eso sería hacerme cómplice de una indignidad y de una canallada, que soy incapaz de cometer con un compañero y cuya propuesta hiere mi caballerosidad. Yo creía que tenían ustedes mejor concepto de mí.
Lo que sí puedo hacer, en atención al señor obispo, es llamarle la atención seriamente, dándole cuenta del peligro que corre, para que se aplaque en lo que escribe, pero canalladas, como esta, no me pidan nunca, porque soy incapaz de cometerlas. Soy un caballero y un compañero.
Y cogió su sombrero, saliendo del despacho, viniendo a la biblioteca para contarme la escena y aconsejarme ser más suave y comedido, para aplacar el furor clerical, porque la Iglesia no deja de ser, siempre, un peligroso enemigo.
Pues eso me estimula más, y, desde ahora, demostraré al obispo que me tienen sin cuidado sus amenazas, rindiéndole el favor de no hacer públicas sus caritativas andanzas, porque yo no soy como los integristas. Toreo, como dijo Frascuelo, todo lo que salga del toril.
Y ya lo notaron en el Palacio Episcopal, que, a su vez, me declaró una guerra sorda y efectiva, verdaderamente sin cuartel y acuciada por el odio clerical, como se verá más adelante.