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10 MOMENTO DIFÍCIL

Ocurrió un hecho, durante el tercer curso de mi carrera, de carácter distinto al anterior, que pudo haber cambiado el curso de mi vida, puesto que me brindaba un horizonte de fácil e inmediata prosperidad económica, al que me negué, demostrando en mi rotunda negativa una experiencia y una madurez reflexiva impropias de mi edad, hijas de mis adversidades, volviendo la espalda a sus atractivos y guardando fidelidad a mis propósitos de terminar mi carrera, por encima de todo.

Se presentó en Madrid un personaje inglés que, en pocos días, se hizo el hombre más popular en la Corte, dando motivo a gran preocupación por parte de los intelectuales, sobre todo de los psiquiatras, que le dedicaban, diariamente, extensos artículos periodísticos en revistas y rotativos, pretendiendo investigar y explicar las causas de la novedad que traía, aquel individuo, en su maleta. Porque Mr. Cumberland,44 que así se llamaba el recién venido, «adivinaba» realmente el pensamiento y lo demostraba todas las noches con quien «quisiera comprobarlo» por sí mismo, entre el numeroso público que todas las noches llenaba el Teatro de la Comedia, con una ansiosa curiosidad sin precedente nuestro, ya que cuantas personas se prestaban al experimento, con manifiesta desconfianza, o por lo menos con gran prevención, salían asombrados del fenómeno y se convertían en sus verdaderos y espontáneos voceros.

La mayor parte de sus experimentos consistían en que, ausentándose del salón el adivino, custodiado por personas serias elegidas entre el público, se ocultaba un objeto, que este encontraba rápidamente y con los ojos vendados, con un simple contacto en su mano de la del que tomaba parte en el experimento, llamando sobre todo la atención de los espectadores la rapidez y la seguridad con que lo hacía.

Durante varias semanas, el inglés fue el hombre del día y su nombre se repetía todos los días en todas partes, en la prensa y hasta en romances que contaban los ciegos por las calles. La propia reina Regente, la nefasta «Doña Virtudes», como la llamaba el pueblo, con el permiso previo de su confesor organizó en palacio una sesión, invitando a todo el Gobierno y a altos funcionarios, lo mismo que a los más encopetados aristócratas.

Mr. Cumberland hizo sus experimentos y obtuvo un triunfo completo en el que se registraron escenas de verdadera comicidad, como la del marqués de Pidal, ministro de Cánovas, de lo más reaccionario y fanático de su partido, quien, invitado por el inglés al hacer alarde de su incredulidad para que se convenciera, personalmente animado por los presentes, se prestó al fin a ello, dando una sensación de miedo, porque, como el clero y la prensa católica, aunque no negaban la veracidad del hecho, lo atribuían a brujería en combinación con el mismo demonio, tenía la prevención de que Cumberland era una transformación del ángel rebelde. El experimento salió, como era de esperar, a las mil maravillas y el bueno de don Pedro Pidal, asustado y confuso, hubo de confirmarlo, pero con el propósito de ir, seguramente de madrugada, a visitar a su confesor, para que le descargara por si era pecado de la responsabilidad moral de su intervención.

Una mañana, poco más tarde de las siete y media, me presenté en la facultad como todos los días para entrar en clase de Literatura Española, a las ocho en punto, cuando entrábamos todos en pos del catedrático, Sánchez Moguel, que tenía prohibida la entrada después de cerrar la puerta del aula, por lo que, para nosotros, un solo minuto de retraso suponía un falta a clase, cuyas consecuencias eran desde luego graves, razón por la cual todos llegábamos con anticipada puntualidad.

Al llegar me acerqué a un compacto grupo de compañeros que escuchaban a uno de ellos que la noche anterior había estado en el Teatro de la Comedia, en la calle del Príncipe, a ver a Cumberland, relatando, asombrado aún, cuanto había visto, describiendo la forma sencillísima que caracterizaba a sus experimentos que tanto asombro producían, puesto que solo consistía en un simple contacto con la mano del que le servía de medio, relatando de camino algunos de los experimentos que transformaban la expectación que demostraba el público al iniciarse, en un verdadero asombro que reflejaban todos los semblantes al terminar.

Por la tarde, le conté a Federico en casa lo que había oído en la universidad sobre lo que constituía, en Madrid, el suceso del día, y me propuso hacer una prueba, amoldándonos a la descripción que yo le relaté, a lo que me presté gustoso. Me salí de nuestro cuarto y cuando Federico me llamó, después de haber escondido un tintero debajo de su cama, entré con los ojos vendados, puse su mano sobre la mía tan tenuemente que casi no la tocaba, arrancándome repentinamente y dirigiéndome hacia el sitio donde se encontraba el tintero. Aunque Federico me aseguraba, un poco o un mucho asombrado, que el experimento había resultado perfecto, yo no le quería creer y convinimos en repetirlo con otro, para confirmarlo, previo juramento de obrar ambos con la mayor buena fe.

Salí nuevamente del cuarto y cuando Federico me llamó entré, nuevamente, con los ojos vendados en la misma forma que antes, me fui hacia mi mesilla de noche y detrás de ella cogí una plumilla, que era lo que mi compañero de habitación había escondido. Los dos no sabíamos qué decir, y salió corriendo Federico hacia la sala, donde estaba doña Juana, diciendo a voces: «Castillo adivina el pensamiento, como Cumberland».

Yo permanecía en el cuarto, preso de la mayor preocupación, cuando me vinieron a llamar a la sala de parte de doña Juana.

–Manuel –me dijo–, Federico me dice que adivinas el pensamiento.

–No lo sé, señora –balbuceé, pues aún estaba bajo la impresión producida por lo que acababa de ocurrir–, pero parece que sí.

–Pues vamos a hacer un experimento que me convenza. Sal ahí fuera y vete al extremo de la casa, que allí te iremos a buscar.

Efectivamente, me marché a la cocina, que estaba en el extremo de un largo pasillo, adonde fueron a buscarme, entre ellos la hija más pequeña del director, Frida, que apenas tendría cuatro años. Aparecí en la sala con los ojos vendados, puse en imperceptible contacto mi mano con la de doña Juana y, sin titubear, me dirigí rápidamente al piano, detrás de cual me hice con su dedal, que allí había colocado esta.

El alboroto que se armó en la casa no es para describirlo. Aquella tarde se repitieron los experimentos, con todos, incluso con las criadas, siendo uno de ellos tocar en el piano unas teclas correspondientes a unas notas previamente pensadas y convenidas durante mi ausencia del salón, sin conocer yo tal instrumento más que de vista.

Aquella noche, casi no pude dormir y al siguiente día hice el mismo experimento, que leí en el periódico, que la noche anterior había hecho Cumberland en el Palacio Real, que causó el mayor asombro en toda la concurrencia, que consistía en escribir sobre un encerado un número pensado de tres o cuatro cifras, caso que logró mi incógnito competidor, aunque demostrando alguna agitación. Yo no solamente escribí cantidades, sin contar el número de cifras, sino que escribía palabras y frases, tanto en español, como en francés y alemán.

Federico contó el suceso ante mis compañeros de la facultad, con los que me presté a hacer algunos experimentos, sin cansarme, y sin demostrar agitación alguna, pero suplicando a todos que el hecho no transcendiese al conocimiento de los catedráticos, porque, como el de Hebreo, don Mariano Viscasillas, pudieran creer que estaba en combinación con el diablo y me pusieran la aprobación de la asignatura en el alero del tejado. He de manifestar que todos, que yo sepa, cumplieron el compromiso. Sin embargo, como no se puede poner puertas al campo, el hecho trascendió a las demás facultades instaladas en la universidad, pero tuve la suerte de que, aun sabiéndose que había un estudiante que hacía más que Cumberland, como no me conocían personalmente, aunque yo era popular ya, me veía libre de ellos, gracias al secreto que guardaban mis compañeros para evitarme complicaciones.

Mientras tanto, los rotativos proseguían discurriendo sobre los éxitos del adivinador inglés, sobre todo cuando, por una apuesta, hizo uno en extremo espectacular, cual fue encontrar, por todo Madrid, un objeto escondido con todas las formalidades.

Y, en efecto, Mr. Cumberland salió de un café en la Puerta del Sol, punto de partida, a las diez de la mañana, acompañado del que había apostado y de una porción de guardias que le iban abriendo el camino a través de la multitud que cubría la extensa plaza, y, ante la expectación del público, vendados los ojos y casi corriendo, se dirigió a la calle Mayor, parándose unos momentos ante un almacén de paños instalado cerca de Platerías, donde entró pasando después detrás del mostrador y dirigiéndose a la estantería, con el incrédulo que le acompañaba; se-ñaló una de las piezas de paño en ella colocada, entre otras muchas, que pusieron sobre el mostrador, la fue desarrollando, y cuando casi llegaba al final apareció clavado en el paño un alfiler de corbata, que era precisamente el objeto escondido.

Comentando el relato en casa, ninguno dio la menor importancia al hecho, que no tenía nada de particular, en comparación con lo que yo hacía. Federico no dejaba de animarme para que visitásemos la redacción de El Liberal, instalada al lado de nuestra casa, en la calle Almudena, y que me diera a conocer, haciendo ante los redactores algunos experimentos que armarían un alboroto en la capital. Pero yo me negué rotundamente, a pesar de comprender el efecto que haría en toda España el saber que un estudiante español, de poco más de dieciséis años, epataba, con mucho, al inglés, que no hubiera sido para contarlo.

Mi negativa obedecía, simplemente, al inmediato alboroto que se produciría y el número de empresarios que se me ofrecerían para explotar el jugoso y seguro negocio de exhibiciones, que me obligarían a viajar, si lo aceptaba, por toda España y por el extranjero, e incluso por América, con la seguridad de lograr, en poco tiempo, un buen capital.

Todo esto lo pensé sin perder la serenidad, porque vi, muy claramente, que me alejaba de mi firme propósito de terminar mi carrera, considerando, además, lo poco airoso en que quedaba al abandonar mis estudios. Por eso me negué en absoluto a lanzarme a tan atrayente y aventurado lance, de lo cual nunca me arrepentí.

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