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Habían llegado al restorán en la hora de más ajetreo y Ritter llamó a un mesero para decirle que desocupara la mesa que se encontraba en el fondo del salón, que era la misma donde había comido con Ludwig Meyer dos años antes.

“Usted disculpe, capitán. La mesa la reservaron desde antier los secretarios del magistrado Köhler.”

“Me importa un coño. Desocupa la mesa. ¿Qué estás esperando?”

Meyer hizo un intento por mitigar la violencia de la situación.

“Hay una mesa en aquel rincón y otra a un lado de la barra. Da lo mismo.”

“De ninguna manera. Te voy a hablar de una cosa muy grave y tiene que ser en el mismo lugar donde comí con tu padre. Rápido, Bastian. Los mueves tú o los muevo yo.”

Meyer observó con irritación las caravanas y las sonrisas con que el mesero desalojó a los tres funcionarios del Ministerio de Justicia y en el momento en que tomaron la mesa se dio cuenta de que Ritter había decidido convertir el trámite simple de una comida en horas de trabajo en un rito solemne. Lo obligó a que se sentara en el lugar que había ocupado su padre y luego llamó al mesero y le dio instrucciones de que les llevara lo mismo que habían comido la tarde en que firmaron la tregua: sopa de alcachofa, gebratene y una botella de Dornfelder.

“Durante un par de semanas —dijo Ritter— seguimos trabajando como si no hubiera ocurrido nada, pero tu padre aprovechaba cualquier pretexto para leer el futuro en una bola de cristal.”

Tenía la certeza de que Scheller estaba hundido en un dilema y que en algún momento iba a hablar con Arthur Nebe, director de la Kripo, para decirle que sus detectives favoritos habían cometido el error imperdonable de sentarse a compartir el Chianti y el espagueti con una de las alimañas más ponzoñosas de Berlín. Tenía pavor de que los sometieran a un castigo ejemplar y que sus años de servicio en la Kripo terminaran de la manera más oprobiosa, al grado que no sólo iban a perder todo sino que nadie querría darles trabajo.

“Lo peor de todo, Bruno, fue que los temores de Scheller se materializaron al cabo de unas semanas. Los enfrentamientos de las mafias se multiplicaron a un ritmo inusitado y lo que Galeotti había llamado ‘daños colaterales’ aumentaron en forma dramática. Bombas, balaceras, golpes de mano.”

Ritter bebió un sorbo de Dornfelder.

“Scheller se puso frenético y nos dio veinticuatro horas para remediar el desastre. Hablen con el jodido italiano y díganle que la Kripo está dispuesta a tomar las medidas más severas contra él y su familia.”

“No entiendo —dijo Meyer— ¿Por qué no mandó a un grupo de agentes para que detuvieran a los integrantes de las cuatro mafias?”

“Porque la voluntad de Dios es inescrutable y la de los jerarcas nazis también. ¿Me permites continuar?”

Una pausa.

“Galeotti se quedó esperando hasta la mañana en que le hablé por teléfono para decirle que teníamos urgencia de hablar con él.”

Ludwig Meyer se negó a acudir a la reunión, porque le causaba repugnancia sentarse a parlamentar con un hombre que se ganaba la vida facilitando abortos y vendiendo morfina y heroína.

“Lo arreglas tú y me dejas al margen de todo.”

“¿Estás loco? —le respondió Ritter— La primera vez lo hicimos sin consultar con nadie, pero en esta ocasión tenemos órdenes estrictas del general Scheller y eso nos coloca por encima de toda sospecha. No sólo vas a ir, Ludwig, sino que estás obligado a manejarte como un caballero, igual que lo ha hecho Galeotti. Y no te olvides de ponerte el Cartier que nos regaló.”

“¿Accedió?” preguntó Meyer.

“Accedió, excepto por lo que se refería al maldito reloj. Es una cuestión de principio, me dijo, una forma de demostrarle que no estoy de acuerdo con sus métodos de trabajo ni su filosofía de la vida.”

Galeotti los recibió al día siguiente en su oficina, que estaba decorada con un gusto exquisito: muebles ingleses, alfombras persas y una galería de cuadros en los que destacaban dos marinas de Turner y un desnudo de Renoir.

Galeotti llamó a uno de sus gondoleros y le ordenó que les sirviera una ronda de vodka.

“No sabemos lo que va a ocurrir de aquí en adelante, pero me dio una alegría inmensa saber que tenían urgencia de hablar conmigo. ¿Algún progreso?”

“Fue entonces —dijo Ritter— cuando le informé que el general Scheller estaba furioso por la forma en que estaba escalando la violencia y que no tenía ninguna duda de que él era el responsable de lo que estaba sucediendo.”

Galeotti reaccionó con su ecuanimidad habitual.

“No soy yo, somos todos. Antonescu, O’Banion, Leclerc. ¿No les advertí que la situación se estaba agravando y que era imperativo que nos reuniéramos para celebrar un pacto de respeto y auxilio recíproco? Supongo que el subdirector se enteró de mi propuesta.”

Ritter arrugó las cejas.

“¿Qué le iba a decir? ¿Que Scheller había estallado como un volcán y que estábamos con un pie en la calle y otro en la cárcel por el simple hecho de habernos reunido con él en la Góndola Azul?”

“Hubiera sido lo más apropiado.”

“No lo hice yo, lo hizo tu padre, que no sólo se comportó como un témpano sino que en todas las ocasiones que pudo se estiró la manga del saco para demostrarle que no se había puesto el Cartier. Yo hice lo contrario, extendí la mano para alzar el vaso de vodka o para encender un cigarro y mandarle un mensaje de buena voluntad.”

Galeotti, que tenía olfato de hiena, advirtió todo: la gelidez de Ludwig Meyer, los esfuerzos patéticos de Ritter, la tempestad que se había desatado en la Kripo desde el momento en que le envió a Scheller la propuesta del armisticio.

“Si ustedes me permiten —sonrió Galeotti— les voy a hacer una predicción. El general Scheller va a hablar con el director de la Kripo y luego va a hablar con los subdirectores de la Gestapo y las SS, y cuando pase un tiempo razonable los llamará para autorizarlos a que sigan parlamentando conmigo.”

Ludwig Meyer lo miró con desconcierto.

“¿Por qué lo dice?”

“Porque Scheller necesita envolverse en un manto de dignidad antes de reconocer que se está muriendo por firmar el pacto. ¿Le hablaron del dinero?”

“Por supuesto” dijo Ritter.

“En ese caso no tengo ninguna duda. Si estuviera equivocado no sólo no les hubiera ordenado que vinieran a hablar conmigo sino que nos hubiera mandado detener la semana pasada. El acuerdo está avanzando a toda marcha, aunque ustedes no lo crean.”

Galeotti encendió un Montecristo.

“Lo malo, señores, es que mientras el general Scheller y sus colegas le dan largas al asunto para mantener intacta su fachada de hombres honorables, las familias de Berlín van a seguir atacando mis negocios con la misma saña con que yo voy a seguir atacando los suyos y los daños colaterales se van a multiplicar en forma geométrica. Los jefes de las otras familias no saben nada y no estaré en posibilidad de hablar con ellos hasta que las autoridades le den el visto bueno a la firma del acuerdo.”

“¿Y qué pasó?” dijo Meyer.

“Todo sucedió como lo había profetizado Galeotti, pero tomó más tiempo de lo que hubiera sido prudente.”

Scheller acabó por hablar con los jefes de la Kripo, las SS y la Gestapo y unas semanas después se organizó una reunión en el Hotel Bristol de la que no se supo nada hasta la mañana en que Ludwig Meyer y Hugo Ritter fueron llamados a las oficinas del subdirector general.

“Contra lo que habíamos pensado, Scheller nos recibió en un tono de normalidad absoluta y nos dijo que la negociación con Galeotti había empezado a tomar forma el lunes anterior.”

“¿Trató de justificarse?”

“En ningún momento. Se limitó a ordenarnos que siguiéramos adelante con los asuntos de la bitácora y que no aflojáramos la presión hasta que se hubiera llegado a un acuerdo definitivo.”

“¿A que se refería?”

“A lo que teníamos que hacer mientras ellos dialogaban con Galeotti. Perseguir a las mafias y evitar que siguieran reinando en los albañales, lo que era una tarea imposible, porque el resto de las familias no estaban enteradas de que Galeotti había empezado a hablar con las autoridades y se seguían manejando como una manada de elefantes.”

“Me imagino —dijo Meyer— que Galeotti…”

“Exacto. Galeotti estaba feliz, pero también estaba inquieto porque las otras familias habían recibido sus mensajes con recelo y se negaron a acudir al Bristol alegando que les estaba tendiendo una trampa.”

Ritter tomó un sorbo de vino.

“Unos días después se logró lo que parecía imposible y a mediados del mes siguiente se celebró una reunión plenaria en un salón privado del Bristol a la que acudieron las cabezas de las cuatro familias y los jefes de la policía. Galeotti nos invitó a cenar otra vez en la Góndola Azul y nos puso al corriente de la forma espléndida en que estaba avanzando todo. A su juicio, Bruno, tu padre y yo éramos las piedras angulares de un acuerdo histórico y estaba seguro de que, con el paso del tiempo, nos íbamos a sentir orgullosos del papel que habíamos desempeñado.”

Ritter soltó una nube de humo.

“Sólo quedaba por resolver el renglón más peliagudo.”

“¿Cuál?”

“Te lo digo en un segundo. ¿Nos tomamos un coñac?”

Las negociaciones del Bristol se desarrollaron como una seda. Scheller, que era un prusiano cosmopolita y vivaz, se manejó con una urbanidad irreprochable, lo mismo que Hoffmann y Kasper, que no dejaron ver el desprecio que sentían por los jefes del crimen organizado y se comportaron como si los conocieran de toda la vida.

“Galeotti, que me llamaba con frecuencia, me dijo que Scheller era un mentecato, que Hoffmann se daba más ínfulas que un príncipe austriaco y que Kasper llevaba las palabras depravado sexual escritas en la frente, pero que la ambición de hacerse millonarios los forzó a conducirse con un mínimo de educación y respeto.”

Meyer se imaginó las sonrisas, los puros, el tintineo de las copas.

“Durante los días más críticos de la negociación se acordó un cese provisional de las hostilidades y las ciudades de Alemania empezaron a vivir en un estado de calma relativa mientras los reyes del crimen y los lacayos de Hitler arreglaban el mundo alrededor de una mesa llena de caviar y champaña.”

Ritter tomó un sorbo de coñac.

“Lo malo es que mientras las pláticas llegaban a su fin las familias seguían expuestas al acoso de las bandas libres, los turcos, rusos y chinos que también querían su tajada y no sabían media palabra del conciliábulo que se estaba desarrollando en los salones del Bristol.”

Galeotti, que era de los más afectados, dijo que había llegado el momento en que las autoridades pusieran manos a la obra y los protegieran de los piratas sin licencia, pero Scheller respondió que no podían intervenir porque, en resumidas cuentas, todavía no se había resuelto lo principal.

“Era cierto, faltaba determinar los montos que recibirían las autoridades para ofrecer protección a las familias y sobre todo, como te dije hace un rato, el renglón más peliagudo.”

Ritter lo miró con melancolía.

“Te voy a contar algo muy doloroso y no sería conveniente que me dejaras bebiendo solo. No has tocado el puto coñac.”

El Pacto del Bristol establecía que los organismos policiales iban a proteger a las familias para evitar que las pandillas libres afectaran sus intereses. Las familias, por su lado, se comprometían a entregar a la policía el veinte por ciento de las ganancias divididas en tres partes. Todo estaba aprobado, pero el pacto no podía cerrarse todavía porque faltaba resolver el problema fundamental. ¿Cómo se iba a administrar la droga, quién la iba a importar, quién la iba a distribuir? Y sobre todo: ¿en qué montos y proporciones?

“Ninguna de las partes quería ceder un milímetro de terreno y el debate tomó más tiempo de lo debido, hasta la noche en que se produjo un episodio tan violento que los hombres del Bristol no tuvieron más opción que ponerse de acuerdo.”

Ritter bajó la voz.

“Eran las once de la noche y tu padre y yo nos habíamos quedado en la guardia de agentes esperando noticias. Falta poco, nos había dicho Galeotti, en menos de cuarenta y ocho horas se arregla todo. Pero las dudas y las vacilaciones se fueron multiplicando de forma incesante y lo que se había acordado el jueves se revocaba el viernes. En ésas estábamos cuando los orpos de Wedding nos informaron que se había desatado una balacera en una bodega de la Römerstrasse. ¿Has estado en Wedding, Bruno?”

“Jamás.”

“Te estoy hablando de las afueras de Berlín, un barrio obrero inundado de judíos y comunistas y uno de los tantos lugares donde las familias habían establecido sus bodegas para almacenar armas, droga y una parte sustancial del contrabando.”

Hugo Ritter y Ludwig Meyer abandonaron la guardia de agentes y se dirigieron al lugar de la refriega. Las calles estaban desoladas y llegaron a Wedding en veinte minutos, dejaron el automóvil en una esquina de la Römerstrasse y se dieron cuenta de que los orpos se estaban batiendo en retirada.

“Allá, señor —dijo uno de ellos— en la bodega, un grupo de turcos está desvalijando un depósito clandestino.”

La Römerstrasse estaba sumida en un desorden total: cinco patrullas de los orpos, dos camiones de los asaltantes y un estrépito de fuego cruzado entre los turcos y los hombres que estaban defendiendo el tesoro de la bodega.

“En ese momento habían matado a tres orpos y había otros dos malheridos sobre la banqueta, pero era imposible saber lo que estaba sucediendo en el interior de la bodega, donde los gritos y los disparos iban aumentando como una marea incontenible.”

Meyer se imaginó todo como si lo estuviera viendo.

“El hecho, Bruno, es que si los hombres del Bristol hubieran formalizado el pacto, tu padre y yo nos hubiéramos presentado a la Römerstrasse apoyados por una brigada de la Gestapo y un pelotón de las SS y habríamos fumigado a los turcos en cinco minutos. Pero el pacto no se había formalizado todavía y tuvimos que enfrentarnos a la emergencia sin ayuda de nadie.”

Los orpos, dijo Ritter, no tenían experiencia ni huevos y se habían dejado emboscar por una tropa de forajidos que iban armados hasta los dientes.

“¿Cómo sabes que son turcos?” le había preguntado Ritter al oficial que los recibió.

“Créame, señor, son turcos.”

“¿Cuántos?”

“Quince, veinte.”

“¿Cuántos orpos están atrapados en la bodega?”

“Siete, y lo más factible es que los hayan matado.”

“¿A quién pertenece la bodega?”

“A Leclerc, a O’Banion. No pudimos averiguarlo.”

Ludwig Meyer, que se había agazapado junto a las patrullas, se acercó para hablar con Ritter.

“Tenemos que pedir refuerzos.”

“¿A quién?”

“A la guardia de agentes, a la comandancia de Wedding, a quien sea.”

“A estas horas no hay nadie en la Kripo y no creo que valga la pena llamar a los orpos, ya lo estás viendo. No serviría más que para aumentar el número de cadáveres.”

Ritter tomó un sorbo de coñac.

“Justo en ese momento los turcos empezaron a sacar las cajas y a subirlas a los camiones. Eran turcos, sin duda. Me di cuenta porque estaban hablando a gritos y logré identificar algunas palabras. Hizli, tabanca, yangin.”

“Tenemos que entrar” había dicho Ludwig Meyer.

“De ningún modo —respondió Ritter— La situación no puede ser más confusa. ¿De qué se trata? ¿De defender los intereses de O’Banion, de morirnos en la trinchera por Antonescu y Galeotti? No estamos en Verdún. Los señores del Bristol no se han puesto de acuerdo y no estamos obligados a defender a nadie.”

“Hay media docena de orpos encerrados en la bodega —dijo Ludwig Meyer— y no podemos abandonarlos a su suerte.”

“Podemos eso y más —respondió Ritter— No me voy a exponer sin ninguna garantía para que las jodidas familias se sigan hinchando de dinero.”

“No es por ellos —dijo Ludwig Meyer— es por nosotros. Los orpos son un grupo de inútiles pero forman parte de la policía de Alemania y no podemos dejar que se mueran sin hacer nada.”

Ludwig Meyer no dijo más. Se acercó al zaguán de un edificio, esperó unos segundos y desapareció bajo la humareda y el estrépito de las balas.

“Me fui detrás de él, Bruno, pero en el momento en que llegué a la bodega me di cuenta de que estaba sumida en una confusión espantosa.”

El lugar era un infierno: los turcos habían incendiado las oficinas y se tardó unos instantes en distinguir a dos orpos que estaban derribados frente a una cortina de fuego.

“Fue en ese momento —dijo Ritter— cuando descubrí que la bodega pertenecía a Leclerc, porque las paredes estaban llenas de letreros escritos en francés.”

Ritter arrugó la frente.

“Un poco después vi a tu padre. Se había atrincherado junto a un bloque de cemento y estaba disparando hacia la escalera, donde había dos turcos armados con fusiles y granadas. Se había aproximado para ayudar a un orpo que se estaba retorciendo junto a una montaña de cajas y cuando empezó a arrastrarlo para impedir que se lo tragaran las llamas se quedó petrificado bajo el humo y se derrumbó como un fardo junto a las ruedas de una grúa.”

Ritter se acercó pecho a tierra y al llegar a un lado de las oficinas vio que Ludwig Meyer estaba inconsciente. Había tratado de auxiliarlo, pero tenía un balazo en el estómago y otro en la espalda y estaba respirando con mucha dificultad.

Luego se oyó un ruido ensordecedor y el techo de las oficinas se vino abajo. Los disparos cesaron de pronto, los camiones de los turcos se perdieron en el fondo de la noche y los hombres de Leclerc, que habían peleado con una ferocidad inaudita, se esfumaron con la misma rapidez que los atracadores.

“No lo pensé dos veces —dijo Ritter— Metí a tu padre en el coche y lo llevé a la Röntgen Klinik, donde el médico de guardia me informó que estaba muerto. Alcé un teléfono, llamé al Bristol y pedí que me comunicaran con el general Scheller. La telefonista se tardó una eternidad en pasar el recado, porque tenía instrucciones de no molestar a las personas que estaban conferenciando en la sala de juntas. Kripo, grité. Emergencia total.”

Unos segundos después se oyó la voz imperiosa de Scheller envuelta en un rumor de charlas animadas.

“¿A quién pertenece la bodega?”

“A Bernard Leclerc.”

“¿Qué había en las cajas?”

“Droga, lo más probable.”

“¿Cuántos muertos?”

“Veintidós, contando orpos, turcos y franceses.”

“Me duele en lo más profundo lo de Ludwig. Encárgate de avisarle a la familia y te espero mañana en la oficina a las ocho en punto.”

Scheller, que se había quedado estupefacto, se reintegró a la mesa de discusiones y les informó lo que había sucedido en la Römerstrasse. Se lo contó al día siguiente, en la Kripo, a donde Ritter se presentó temblando de indignación y con la certeza de que había estado en sus manos evitar que Ludwig Meyer muriera en el enfrentamiento.

“Me acerqué a la mesa —dijo Scheller— di un manotazo y los amenacé con suspender de modo definitivo la negociación si no llegábamos a un acuerdo de inmediato.”

Leclerc, que estaba pálido, alzó un teléfono y verificó que todo era cierto, incluyendo la muerte de uno de sus sobrinos, lo que había llevado las cosas a un extremo insostenible. Hoffmann leyó con voz temblorosa la lista de compromisos y obligaciones, que fue recibida con un murmullo aprobatorio, y unos minutos después abandonaron el hotel en completo silencio.

Scheller se lo dijo sin delatar ninguna emoción.

“Lo que significa, Hugo, que a partir de anoche la Kripo, la Gestapo y las SS son partes integrantes del Pacto del Bristol. ¿Le informaste de la tragedia a la familia Meyer?”

“Están informados —respondió Ritter— saqué a dos oficiales de la cama para que hablaran con la mujer y los hijos.”

Meyer, que se había cimbrado al oír el relato de la balacera, tomó un sorbo de coñac.

“¿Y por qué no fue usted?” preguntó.

“Porque estaba hecho polvo y no tuve valor para hablar con ustedes y reconocer que había sido incapaz de salvar a tu padre. Mi primera esposa y tu madre se conocieron desde jóvenes y pasamos juntos por toda clase de aventuras. Viajes, fiestas, paseos campestres. Cuatro ilusos que se dejaron engatusar por las promesas de la República de Weimar y dejaron ir los mejores años de su vida engañados y frustrados, como el resto de los alemanes. Es una historia muy triste, pero tenía la obligación moral de ponerte al corriente.”

Al salir del Sturm und Drang se quedaron mirando el tráfico raudo de la Kurfürstendamm y luego abordaron el automóvil y se pusieron a circular a media velocidad hasta que llegaron a las inmediaciones del Tiergarten.

“Cada vez que veas a Galeotti, a O’Banion o a Leclerc piensa que estamos trabajando con ellos porque la muerte de tu padre nos puso ante la obligación moral de hacerlo.”

Durante unos minutos no dijeron nada, hasta que Ritter encendió un Zodiac y le dio una palmada en el hombro.

“Será necesario que mañana echemos las redes en las cafeterías y las salas de fiestas donde el asesino pudo haber conocido a sus víctimas.”

“¿El Lobo de Berlín?” dijo Meyer.

“Me repugna el nombre. Pero da igual. Sería aconsejable dividir el trabajo y que visitemos los lugares cada uno por su lado. Es una oportunidad excelente para que adquieras un poco de experiencia y empieces a volar solo.”

“Necesito un coche.”

“Baja mañana a los talleres y escoge el que te dé la gana. Un Opel, un Mercedes, un BMW. Habla con el supervisor y dile que eres mi asistente. ¿Te llevo a tu casa?”

Meyer lo reflexionó un instante.

“¿A la Römerstrasse? —dijo Ritter— ¿Para qué?”

“Para ver el lugar donde murió mi padre.”

“Otro día. Está empezando a anochecer.”

“Son las seis y media, capitán, y no hay mucho tráfico. Podemos ir y regresar en menos de una hora.”

Estaba haciendo un poco de frío, pero el cielo se había despejado y de un lado a otro del horizonte podía verse el reflejo intermitente de Berlín.

“Hace un rato me dijo que mi madre y su primera esposa se conocieron desde jóvenes. ¿Cómo se llama?”

“Se llama o se llamaba —dijo Ritter— porque no he vuelto a saber de ella desde que nos divorciamos. Una arpía, la mujer más tiránica de Alemania. Tu madre y ella llevaron una relación estupenda, luego empezaron a enfriarse y acabaron por odiarse a muerte. ¿Te lo dijo?”

“No. ¿Cómo se llama?”

“Ilse Rudel. Nació en Dortmund y llegó al mundo con el propósito exclusivo de joderme la vida. Es una mala idea, Bruno, visitar la bodega. ¿Para qué? ¿Para sentirte menos culpable?”

“¿Culpable?” dijo Meyer.

“Lo vi en tus ojos. No puedes engañar a un policía de cincuenta años. Culpable de estar vivo y que tu padre esté muerto. Culpable de estar llevando la vida plácida de un jurista mientras él se rompía el alma en las atarjeas.”

“Su muerte me sigue doliendo en lo más profundo, pero nunca me sentí culpable.”

Habían llegado a una avenida desolada, llena de edificios ruinosos y árboles marchitos, una zona de la ciudad que parecía encontrarse en un país distinto y donde Meyer se acordó de las últimas conversaciones que había tenido con su padre.

Ritter dio vuelta a la derecha, a la izquierda y otra vez a la derecha.

“No he regresado al puto lugar desde la noche de la tragedia y estoy un poco desorientado.”

Al llegar a la Römerstrasse disminuyó la velocidad para evitar un montón de basura y miró a un lado y otro con los ojos entrecerrados.

“¿Aquí?”

“No —dijo Ritter— Allá. Junto a la barda de ladrillo. Ya llegamos.”

Las puertas del infierno

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